María Pilar Ciprés es una enamorada de su pueblo, Angüés. Lo supo con certeza cuando finalizó sus estudios de Empresariales en Zaragoza y, a los 60 años, lo proclama con mayor convicción si cabe, porque la experiencia siempre ha sido un grado.
Después de 40 años trabajando prácticamente sin descanso, ha decidido jubilarse y eso conlleva tomar una de las decisiones más difíciles de su vida: cerrar la única tienda de ultramarinos que existe a 50 kilómetros a su alrededor y que da servicio, no sólo a Angüés, sino a todos los pueblos que hay en este entorno.
Y no sólo a ellos, también a la clientela que acude desde ciudades como Zaragoza, Lérida o Barcelona, casi como si fuera, además de una necesidad, una tradición, un rito irrenunciable. Porque les gusta el producto y porque, seguramente, María Pilar es como un miembro más de sus familias y el reencuentro con ella es una fiesta que no se quieren perder.
María Pilar nació en Angüés, una localidad de la comarca de la Hoya, situada a unos 25 kilómetros de la ciudad de Huesca, a veinte minutos por la autovía A-22 Huesca-Lérida.
Con 18 años, cuenta ella, no tenía muy claro qué quería hacer con su vida y se decantó por estudiar empresariales. Sin embargo, cuando finalizó la carrera, supo con certeza que vivir en una ciudad o meterse en una oficina no era lo que deseaba, lo que ansiaba con todas sus fuerzas era vivir en su pueblo.
Y se puso a trabajar con su padre, en la tienda de ultramarinos que conocía bien desde que era niña, aunque nunca le hubiera prestado especial atención hasta entonces.
Se dio cuenta enseguida de lo mucho que disfrutaba con aquel trabajo. “Me gusta mucho la relación con la gente, porque aquí ejerces también de psicóloga, eres amiga y paño de lágrimas. Y todo eso lo he vivido muy intensamente".
La tienda ha pasado por épocas mejores y peores, pero siempre ha salido a flote y su evolución fue progresiva. “Nos especializamos en carne de cordero y de cerdo, y también hemos procurado tener, en la medida de lo posible, productos de la zona, como quesos y yougures. La ternera procede de un sitio en el que fabrican también su propio pienso. Hasta que quitaron los mataderos, los animales se mataban en mi propia casa. Tenemos mucha clientela de fuera, que viene de propio desde Barcelona, Lérida y Zaragoza. Tres generaciones de una familia de Lérida han venido a comprar y también hay dos hermanos de Barcelona que vienen cada vez que se les acaba la carne”. Ha sido, además, punto de venta de lotería, de prensa y estanco.
LA FAMILIA, UN PILAR ESENCIAL
María Pilar es una persona abierta, tolerante y comprensiva, con un gran sentido de la amistad y con un carácter muy familiar. Las puertas de su casa siempre están abiertas, disfruta con el contacto con la gente. Locuaz y alegre, desprende una enorme energía.
Se casó y tuvo dos hijos, María y José Mari. Intenta que ellos se sientan abrazados, igual que ella, por las amorosas raíces de su pueblo. Por las calles en las que han crecido jugando con la bici, el balón o las canastas de baloncesto. Por la educación personalizada que han recibido en el colegio de Angüés, que nada tiene que envidiar a la que se enseña en las ciudades. Incluso todo lo contrario. “Mi hijo jugó en la selección aragonesa de baloncesto -observa-. No por estar en un pueblo tienes que ser menos, hay gente que te quita categoría por vivir aquí. Yo estoy de maravilla, las casas son más grandes, puedes tener plantas, flores, animales…Puedes dejar a tus hijos pequeños jugando en la calle y, si se caen, a los dos minutos los tengo en casa, porque una vecina los ha visto y me los ha traído. Todo es más personal”.
Su hija María es farmacéutica y su hijo José Mari, médico. Su esposo ya falleció. “Estás en un negocio para que te dé dinero, pero es muy importante la ilusión con la que vas a trabajar y eso ha sido posible porque mi marido y mis hijos han sido mis pilares esenciales. Me he perdido torneos de baloncesto de mi hijo y cumpleaños de mi hija, me he perdido muchas cosas, pero gracias a su apoyo he estado siempre muy a gusto”, afirma.
Tarde o temprano, la tienda iba a desaparecer, porque, actualmente, no hay relevo generacional posible. “Me da mucha pena, porque mi vida ha sido ésta. Soy una enamorada de Angüés, hemos participado en todo y hemos hecho todo lo posible por el pueblo. Cuando se cerró la panadería, nos hicimos cargo del pan para evitar que los vecinos se quedasen con un servicio menos. Hasta ese momento, el lunes era el día que yo dedicaba a otras cosas, pero entonces decidimos abrir la semana entera”, explica. Navidad y Año Nuevo han sido los dos únicos días del año reservados más para los suyos que para su propio descanso.
Ahora, sus planes son hacer todo lo que se ha perdido en estos últimos 40 años, especialmente, disfrutar de su familia, de sus hijos y de su nieto; de su hermano, su cuñada y sus sobrinos. Y quiere ir de voluntaria a una ONG, uno de sus sueños, y aprender inglés, una de sus ilusiones. Antes, tiene que poner todo en orden, vender maquinaria de la tienda y hacer papeles. Recoger y organizar. E ir de bautizo y asistir a unas bodas.
La tienda de María Pilar Ciprés está a punto de cerrar. El 31 de agosto echará la persiana definitivamente. ¿Dónde se abastecerán los vecinos? ¿Y las casas rurales? ¿Y los turistas que se dejaban caer por este local los domingos y fiestas de guardar? Ahora, para ir a comprar, lo más próximo será Huesca o Barbastro. Los establecimientos de Sesa y Abiego ya hace tiempo que dejaron de prestar servicio.
Un traspaso no cabía en sus planes, eso implicaría quedarse un año más para explicar el oficio. Ni en FP imparte formación específica y suficiente sobre cómo tratar las piezas de carne. Ya suelen quejarse los carniceros y con razón.
María Pilar está muy decidida. “Han sido 40 años, creo que ya es hora”, vuelve a reflexionar en voz alta. “Pero me da pena cerrar, porque los servicios que pierden los pueblos ya no se recuperan. Y, si pierdes servicios, pierdes calidad de vida y población. Si la gente mayor tiene que ir a Huesca a buscar un cartón de leche, le va a resultar muy difícil vivir aquí”, observa.
Se encoge de hombros cuando se le pregunta por los programas que las instituciones presentan como remedios contra la despoblación. “Yo nunca he recibido una ayuda. Si se me ha roto una máquina o se me ha quemado, nadie me ha ayudado. No sé a quién le llegan las subvenciones; a mí, no”.
Sacude de nuevo la cabeza, como queriendo apartar tentaciones que le hagan dar algún paso hacia atrás. “Estoy muy convencida, pero tengo mariposas en el estómago. Cuando cierre la puerta va a ser un día muy difícil para nosotros”, suspira.