A estas alturas del día o de la noche, da igual la hora en que lo leas, Lida debe estar en el refugio. Quizás cenando. Probablemente desayunando o presumiblemente comiendo. Muy posiblemente, en una de las tres, o en dos. Depende de la disponibilidad de alimento. O resguardándose de algún bombardeo, en ese Mariúpol que hemos visto tantas veces durante la invasión de Rusia a Ucrania. Sobre todo cuando las fuerzas aéreas de Putin destrozaron su Teatro Dramático.
En medio de las bombas, también se puede concebir vida. Quizás en algún descanso de la agotadora actividad bélica, con su marido pusieron la semilla de luz. Paradójico, en medio de la destrucción, procreación. Luego, su esposo fue destinado al frente de Jersón, en el sur ucraniano, un puerto estratégicamente crucial, anhelado por el ejército ruso. Lida quedó al cuidado de su propio embarazo y de su pequeña Sofía, la niña de sus ojos, que ha visto interrumpida la normalidad de sus estudios y de sus juegos.
La vida en un refugio, en un búnker. A una semana de cumplir el año de la guerra, todo se circunscribe a los lugares protegidos. Aunque se mueven miedosamente por las calles, no hay actividad normalizada. Lida fue enviada al desempleo por un proyectil que derruyó, por completo, la factoría en la que prestaba sus servicios. No hubo jefes tóxicos -al menos en el hundimiento final de la empresa-, ni falta de rendimiento o productividad. No, una bomba de un hijo de Putin le alejó de toda opción de disponer de recursos para comprar. Para comer. Para vestir. Para dar luz a su vivienda.
En el terrible invierno ucraniano, Lida y Sofía no pueden encender la corriente porque no disponen de medios para pagarla. Y, aunque los tuvieran, la electricidad es una lotería. Está más veces inhábil que enchufada.
En estas inhumanas circunstancias, Lida combate contra el riesgo en su embarazo. Aunque el cirílico no es un idioma fácilmente traducible y, por tanto, no se conoce la profundidad del peligro, aparentemente el feto viene con problemas. Los métodos diagnósticos también demandan luz, y a veces en medio de las pruebas se va. Y los radiólogos y los médicos, hartos de la falta de todo, echan al aire una posibilidad y la sortean. A estas alturas, no sabe exactamente la posible malformación de su criatura, en el supuesto de que la hubiere.
Lida vive con miedos en todas las direcciones. Por el futuro bebé. Por la pequeña Sofía, 12 años entre horrores. Por ella misma, a la que no garantizan la supervivencia. Son seis meses preñada, en los que busca el consuelo por wasap de su hermano Sergei, cuidador de perros en Zaragoza, trabajador de una industria auxiliar de la Opel, triatleta porque su hipoacusia no le impide salir y correr como un gamo.
Ha depositado toda su esperanza en dos ángeles. Uno se llama Javier Martín Hernández, es cabo y comandante de puesto en Torla, miembro de la Asociación Profesional de Cabos de la Guardia Civil de España. El otro es Just Antolín, médico jubilado pero activo, catalán con casa en la misma localidad sobrarbense. Es la tercera vez que Javier acude a Ucrania. En la primera, retornó con un buen puñado de mujeres y niños. En la segunda, llevó 25.000 kilos de alimentos y también acabó volviendo con dos personas. En ambos casos, la expedición fue en un equipo amplio.
Esta es diferente. En su furgoneta, partirán el 17 de marzo -una vez resuelta la financiación, que algunos cientos de euros les aplacarían el sacrificio económico que se une al impresionante esfuerzo- hacia Varsovia. Mano a mano. 2.800 kilómetros. Maratoniano recorrido. Allí, en la capital polaca, tren y casi ochocientos kilómetros más hasta Kiev. En sentido confluyente, Lida y Sofía completarán el trayecto Mariúpol-Kiev. Y vuelta. Otros ochocientos kilómetros en ferrocarril y, Dios mediante, ya en territorio de la Unión Europea. "Será un alivio", sostiene el cabo Martín.
A esas alturas, se cumplirá el mes siete del embarazo de Lida. Nada es previsible. Lida y Sofía respiran incertidumbre. Quieren que la familia sea de cuatro y reunirse con su hermano, y más tarde con el padre de Sofía y del futuro bebé. Quizás, un día no muy lejano, ya no haya más interrupciones de luz en sus vidas. Será la señal de la paz.