Pierde en Zaragoza a su marido con demencia por los malos humos de un chófer de bus y lo reencuentra por un taxista samaritano

Un matrimonio venezolano con lazos con Huesca padece una odisea con final feliz con la ayuda también de la policía local de la capital aragonesa

14 de Septiembre de 2024
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Autobuses urbanos de Zaragoza. Foto Ayuntamiento de Zaragoza
Autobuses urbanos de Zaragoza. Foto Ayuntamiento de Zaragoza

Su sobrina residente en Huesca estaba absolutamente indignada. El episodio vivido por sus ancianos tíos en Zaragoza tuvieron su componente de thriller psicológico pero con final feliz después de horas de desesperación, ellos que llegaban hasta Aragón desde Barcelona, donde reside su hija, para ver a unos familiares e ir dejando atrás la desesperanzada situación de su Venezuela. Su primera experiencia en la capital aragonesa comenzó con pesadilla y culminó en un banco urbano, con la apariencia plácida de la desmemoria.

El matrimonio está en el ecuador de la edad de los ochenta. El marido, con demencia, depende absolutamente de su mujer. Procedían desde Barcelona y desde la ciudad condal habían llegado a la Estación de Delicias zaragozana. En autobús, desplazamiento hasta el Barrio de Casablanca, esa era la idea. Los anfitriones les realizaron las indicaciones para llegar a su casa. En la parada del bus urbano, junto a la estación, ambos ancianos montaron y la señora sacó un billete de 20 euros. El chófer le replicó que no tenía cambio. Ella insistió en que sólo disponía de ese billete. Con cajas destempladas, el conductor le demandó que se apeara inmediatamente: "¡Me está haciendo perder el tiempo!"

La falta de amabilidad, de ética y de caridad de este profesional que arruina la condición de servicio público del autobús con su actitud no hubiera tenido más consecuencias que la lógica desazón de la mujer si no hubiera mediado una circunstancia terrible. Expulsada del autobús, contraviniendo además la norma del transporte urbano de aceptar dar cambios hasta 20 euros, comprobó a través del cristal del vehículo que su marido se había quedado dentro cuando el chófer cerró las puertas. Las golpeó pidiendo que se detuviera para que se bajara su marido. Pero el bus arrancó y, dentro, con la indefensión que da la demencia, el anciando de 84 años.

La buena mujer añadía al desarraigo de su país un motivo para la angustia: en un autobús iba solo su cónyuge, con un grado de dependencia total. Empezó a gritar desesperada con la voz y con los gestos. Debe ser que todo míster Hyde, en este caso al volante, va acompañado también en la vida real y no sólo en la ficción por el correspondiente doctor Jekyll.

Un taxista que contempló la escena acudió presto a atenderla. La venezolana le explicó a duras penas la situación límite. El buen samaritano le dijo que montara en su vehículo. Ella replicó que tan sólo llevaba 20 euros, él insistió en que no se preocupara. Había transcurrido un tiempo precioso y, en la circulación zaragozana, inhabilitante para una persecución eficaz.

El taxista llamó rápidamente a la policía ante su infructuosa búsqueda. Lógicamente, la mujer se encontraba en estado de shock y no sabía ni la matrícula ni razonablemente recordaba la línea.

En ese tiempo indeterminado y fatídico, en el autobús se había producido también un cambio de la situación. El buen hombre, desorientado, se había apeado, aunque nada de esto sabía la mujer.

Finalmente, fue la Policía Local, que fue recorriendo parada por parada, la que resolvió el desagradable conflicto acompañada por el taxista. Encontraron el autobús y subieron a ver si hallaban al buscado. No fue así, por lo que continuaron de parada en parada hasta la resolución del misterio. El anciano, ajeno a la realidad, estaba sentado en un banco de una calle zaragozana. Hasta allí fue el taxista con la mujer para el reencuentro feliz.

En la moraleja, la dualidad de la condición humana. Frente al chófer de autobús desaprensivo al que la familia de los afectados quiere que la compañía exija las responsabilidades correspondientes a su insensibilidad, al taxista que destinó una parte de la jornada de la que depende su manutención a una buena causa. Y que lo hizo de tal manera interesada que, cuando la mujer, ya tranquila, comprobó que el taxímetro marcaba 70 euros por tan luenga carrera y no disponía de tal cantidad, recibió una respuesta angelical: no se preocupe, esto corre de mi cuenta. Lecciones de la humanidad imperfecta en la que un rostro es oscuro y otro resplandeciente.

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