Toda Francia está estos días conmocionada por la muerte de una adolescente, Lola, que cayó abatida por los golpes de una joven mujer de 23 años llamada Dahbia. Un suceso tan atroz -asesinato tras violación y torturas- me da pie para hacerles partícipes de mis reflexiones sobre la violencia. Voy a intentar guiarme solo por el sentido común y mantenerme ajeno a cualquier ideología. Ustedes juzgarán si lo consigo.
Francia sufre una tasa de homicidios voluntarios dos veces más elevada que España, aunque Europa es de lejos el continente con menor criminalidad si lo comparamos con el resto del mundo. En nuestros dos países dicha tasa disminuye constantemente mientras que aumenta de forma impresionante por ejemplo, en Centroamérica (El Salvador, Honduras, etc.).
Los más mayores de entre nosotros han sido testigos de la rápida evolución de la sociedad y han visto desaparecer de la vida cotidiana el acto de matar para alimentarse. Mis padres desplumaban y pelaban pollos y conejos (no tenían ni idea de ecología pero comían productos de cercanía a más no poder), en tanto que hoy el sacrificio de los animales para consumo está exclusivamente en manos de los profesionales, oculto a todas las miradas, en el secreto de los mataderos.
Nuestros hijos ya no tienen la misma relación con la muerte que las generaciones que les han precedido, evolución social esta que yo encuentro evidentemente positiva. Pero la sensiblería en aumento entre los más jóvenes está favoreciendo la eclosión de movimientos animalistas y en consecuencia de modas de consumo vegano. Desgraciadamente, si esta rueda se embala, puede abrir paso a los radicalismos.
El maltrato animal se denuncia cada vez más, pero a mí me preocupa que acabemos cayendo en una inversión de los valores humanistas. No vaya a ser que entre un niño y su perro que se caen al agua, acabemos preguntándonos a quién tenemos que salvar primero. Una terrible absurdez, vamos, digo yo.
Aunque, hablando de estupideces, el drama de Lola ha generado toda una plétora en las redes sociales, en los medios de comunicación y hasta en la asamblea nacional francesa, cada quien intentando apropiarse del cadáver de la pobre chiquilla martirizada para servir a su causa.
Las feministas se han enfrentado entre sí, incapaces de expresarse unánimemente. Las unas querían que este crimen engrosara la lista de los feminicidios, las otras pedían que el asesinato de Lola se considerara infanticidio y las de más allá no decían ni pío por aquello de no estigmatizar a la sospechosa, inmigrante argelina en situación irregular.
Acabo de darme cuenta de que es la primera vez en la vida que escribo el término feminicidio (de hecho, infanticidio también), palabro que no empleo nunca porque me parece extremadamente peligroso ya que escinde y colectiviza las violencias según los grupos que las sufren. Seguramente hay más personas mayores enviadas al otro barrio por sus familiares más próximos de lo que las estadísticas dicen.
En cuanto a los niños, las cifras son horriblemente elocuentes: hay más asesinatos de niños que de mujeres. De hecho, la misma semana de la muerte de Lola, un pequeño de siete años fue asesinado por su padrastro en La Seyne-sur-Mer, aunque los medios de comunicación han hablado mucho menos de este suceso. ¿Qué por qué? Pues no sé, saquen ustedes sus propias conclusiones...
También las personas con discapacidades psíquicas o físicas tienen más difícil atraer la atención del público sobre las violencias que se les infligen. La comunidad homosexual, por el contrario, es mucho más eficaz comunicando sobre las agresiones que sufre. El homicidio involuntario de George Floyd provocó un vasto movimiento de protesta comunitarista, el Black lives matter, Las vidas negras cuentan. Faltaría más, pero igual que todas las vidas humanas. Sin embargo, acabamos de ver que no todas las muertes trágicas tienen el mismo peso, que depende de la identidad de las víctimas, y esta desigualdad frente a la tragedia me resulta insoportable.
Para finalizar con otro asunto que me resulta incomprensible, me gustaría volver sobre el fallecimiento de José Antonio Reyes, que acabó con su propia vida y se llevó por delante la de su primo conduciendo su potente Mercedes a 187 km por hora. Un dramático accidente de circulación cuya absoluta responsabilidad es imputable al conductor por el exceso de velocidad.
Si ustedes me leen cada domingo, ya saben que siempre que puedo denuncio las actitudes agresivas en carretera, que a veces entrañan muertes violentas. Comprenderán por tanto por qué me escandalizó ver a los espectadores en todos los estadios de la Liga aplaudiendo para rendir homenaje al futbolista desaparecido. Estoy seguro de que si Reyes hubiera matado a su mujer y luego se hubiera suicidado, las españolas no se habrían permitido semejante testimonio de simpatía.
Resumiendo para que se me entienda bien: sí a generaciones futuras cada vez más sensibles y respetuosas con la vida, no a la clasificación comunitarista de la violencia y sí a la puesta en común de los medios de lucha contra todas las barbaries.
El gabacho oscense