Ni odio, ni olvido

23 de Octubre de 2022
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Cartas gabachas: Un plato para compartir
Cartas gabachas: Un plato para compartir

Hay vecindades difíciles, y tengo que confesar que, en el caso de mi familia, los dichosos teutones no solo nos han dejado recuerdos buenos. Durante la Gran Guerra de 1914-1918, cayó no lejos de Verdún un tío de mi padre, muy joven, que era maestro. Su cuerpo nunca fue devuelto a la familia, sino que descansa en paz en una de las innumerables fosas comunes del frente del este. Un trozo de mármol le recuerda sobre la tumba de mis abuelos, y una foto en una placa esmaltada conmemora su sacrificio en el muro de los caídos por Francia en Saint-Pons de Thomières, pequeña ciudad occitana de la que es originaria mi familia paterna hasta donde se remontan los archivos, desde la creación de los registros parroquiales.

De hecho, es más que probable que alguno de mis ancestros se cruzara por la calle con el mensajero de Ramiro el Monje, cuando aquel iba al encuentro del antiguo superior del soberano aragonés para pedirle consejo en su nombre (ver leyenda de la Campana de Huesca).

Volviendo a mi tío abuelo, a nadie jamás se le ocurrió la idea de buscar sus restos para recuperarlos. ¿Para hacer exactamente qué con ellos? La cultura de las reliquias, esa que está tan presente en los templos españoles, queda lejísimos de los valores de mi familia, de izquierdas, republicana y atea. Me acuerdo de que mi padre me llevó a ver el muro donde los nazis fusilaban a los rehenes y a los resistentes. Yo debía de tener por entonces unos 8 o 9 años y aquello me impresionó un montón, aunque no puedo decir que me traumatizara. Creo que ya tenía edad para saber.

Tal era pues la percepción que los franceses teníamos de los alemanes a principios de los años 60, bastante rencor y un odio contenido hacia nuestro enemigo hereditario. Por suerte, dos políticos de envergadura, Charles de Gaulle (presidente de la república francesa) y Conrad Adenauer (canciller alemán) tuvieron la feliz idea de lanzar programas de amistad franco-alemana destinados a los jóvenes. Y, en nuestra región, fue casualmente mi padre, el mismo que me había conducido frente al muro de los fusilados de Saint-Pons, el encargado por el ministerio de la Juventud y los Deportes de organizar encuentros entre jóvenes de los dos países. De hecho, cruzó varias veces al otro lado del Rin para encontrarse con sus homólogos alemanes y organizar las actividades.

Muchos años más tarde, el 16 de agosto de 1977, estaba yo quitándome la sal en una ducha pública de la playa de Miami después de un baño, cuando un rubio y atlético sexagenario se acercó a mí. Me dirigió la palabra afable y espontáneamente y me preguntó si estaba buena el agua. Se había colocado en posición de tres cuartos y, cuando se giró, descubrí que sin el menor empacho portaba en torno al cuello una impresionante cruz gamada de oro.

Lo más increíble de la situación era que en las terrazas de los hotelitos del bulevar, justo unos cien metros detrás de él, se habían sentado unos cuantos humildes judíos de Brooklyn que habían decidido instalarse en aquel clima soleado después de jubilarse. La situación era chocante, pero me permitió entender que mi malestar tenía algo de generacional y que en ningún caso debíamos alimentar el menor odio hacia los alemanes jóvenes, porque ellos habían sido víctimas de los errores de sus mayores tanto como nosotros.

Calmar las tensiones después de un conflicto no es tarea fácil. La voluntad de Tito de pacificar Yugoslavia no superó su muerte, pero quizás lo que hicieron dos hombres de buena voluntad, uno alemán y otro francés, sí que permitió que Sudáfrica y Ruanda creyeran a su vez en la posibilidad de un futuro en paz. Y eso gracias a una idea aparentemente sencilla, la de crear un vínculo entre las generaciones futuras para que no se percibieran como extranjeras sino como amigas.

Hace algunas semanas, durante una cena organizada por el amigo Eugenio Monesma, tuve el placer de conocer a una alemana que vive en la Hoya de Huesca. Ella optó por hablarme en francés nada más entablar la conversación e, intrigado por su perfecto conocimiento de mi idioma, le pregunté cómo había adquirido tanta maestría en su uso.

Y resulta que fue justamente porque, durante su adolescencia, había participado del famoso programa de amistad franco-alemana yendo a trabajar como niñera en casa de una familia burguesa de Neuilly-sur-Seine, y eso la llevó a enamorarse de mi país y de su lengua. De manera natural, encadenó aquella estancia con estudios universitarios de filología y después desarrolló una gran parte de su carrera como profesora de francés en España.

Aunque no nos conocíamos de antes, como tenemos la misma edad nos dimos cuenta enseguida de que teníamos tema de conversación para rato. Y aunque los dos nacimos pocos años después de aquel último terrible conflicto que enfrentó a nuestras dos naciones, eso no nos impidió compartir una excelente velada.  El actual liderazgo franco-alemán en Europa es en buena medida deudor de aquellos programas de amistad franco-alemana que permitieron que varias generaciones se conocieran mejor, se apreciaran y se respetaran.

El gabacho oscense

 

 

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