La famosa gastronomía francesa es una de las consecuencias más inesperadas pero más persistentes de la herencia de la revolución de 1789, revolución burguesa donde las haya. Una vez en el poder, e instalados en los más bellos inmuebles del París restaurado por el barón Haussmann (urbanista a las órdenes de Napoleón III), los principales beneficiarios del gran barullo revolucionario quisieron aprovecharse de los mismos fastos de que en su día gozara la derrocada aristocracia (imitar a aquellos a los que se ha odiado tanto como para abatirlos forma parte sin duda de la naturaleza humana).
Las casas haussmanianas, amplias y de altos techos dignos de los palacios del Antiguo Régimen, necesitaban muebles de alto standing y todas las artes de la mesa posibles para organizar recepciones de calidad. La importante demanda hizo que numerosos ebanistas se instalaran en la calle del barrio de Saint-Antoine (barrio del mueble) y que las grandes casas de orfebrería (Christofle, etc.), de cristalería (Baccarat, Saint Louis) o de porcelana conocieran una verdadera edad de oro.
Puesta la mesa, ya no faltaba más que ofrecer a los invitados manjares de calidad, y de esta manera la gastronomía se convirtió en tendencia en el París burgués. Sería Jean Anthelme Brillat-Savarin (nacido el 1 de abril de 1755), seguramente el más célebre de los gastrónomos y autores culinarios franceses, el que definiría las bases de la cocina de mi país con la publicación de su libro Physiologie du goût. Allí está todo: desde las diferentes maneras de cortar las verduras (en juliana, en brunoise, en mirepoix), hasta la cocción de los pescados y de la caza, nada faltaba a los chefs para triunfar con sus creaciones.
Así que, en Francia, tradicionalmente, la comida se sirve en la mesa pero no solo para pasar un buen rato juntos en torno a ella. Se trata también de una representación social donde cada cual exhibe su estatus. Durante el tiempo que pasé en el África subsahariana, mi amigo Assoumi Soumaye me invitó varias veces a comer pollo mafé. Esta receta tradicional a base de pollo, cebollas, patatas, boniatos, guindilla ojo de pájaro y pasta de cacahuetes se sirve en un gran cuenco que se deposita directamente en el suelo.
Los hombres de la familia, sentados alrededor en el suelo, se sirven con la mano directamente del plato, mientras que las mujeres comen aparte. Por lo que a mí respecta, nunca salí satisfecho de uno de aquellos ágapes africanos, a pesar de que la receta estaba perfectamente elaborada. El problema era ni más ni menos que mis dedos no soportaban el calor del arroz que echaba humo, así que tenía que esperar a que se enfriara y entonces ya no quedaban más que las sobras.
Me he vuelto a encontrar esta idea del plato en el centro de la mesa en el que todo el mundo pica en la mayoría de los países musulmanes y también en España (no sé si como herencia de los ocho siglos de ocupación árabe). Anda que no me habré divertido veces al ver las bandejas con las ensaladas bien aliñadas y todo alrededor tantos caminitos de aceite en el mantel como comensales en la mesa.
Sin embargo, me fastidia la manía que tienen los camareros españoles de proponer siempre la posibilidad de compartir los platos de la carta. Cuando encuentro un plato que me apetece, quiero disfrutarlo y no me gusta ni un pelo que nadie venga a meter el tenedor en mi comida.
Esta opción prácticamente no existe en Francia, donde los restauradores muy pocas veces aceptan que sus clientes pidan platos para compartir. De igual manera que en ocasiones no admiten a las familias con carritos de bebé (ocupan demasiado sitio) o niños demasiado pequeños (hacen demasiado ruido). Como consecuencia, en mi casa como en la mayoría de las familias francesas, las comidas se celebran siempre en el domicilio, muy al contrario de lo que he podido observar en los restaurantes aragoneses donde las familias tienen la costumbre de reunirse.
A mi madre siempre le gustó cocinar, era su orgullo, y toda su descendencia se acuerda todavía hoy con emoción de aquellas grandes mesas de los domingos. Todos respetábamos su trabajo y en esas ocasiones no era cuestión de hacer el tonto o de jugar ni siquiera con un trozo de pan.
La cocina era una cosa seria, y, por mucho que se tratara de encuentros gozosos, mi madre (como mis dos abuelas) nunca nos permitió hacer el canelo ni servirnos directamente del plato. En mi familia eran las mujeres las que tenían el poder, sin ambages, tanto en la cocina como en la mesa.
Me acuerdo de una comida en casa de mi abuela materna, que siempre servía ritualmente a sus comensales acompañando cada cazo servido de un autoritario “¡Está bueno!”. Mi hermano mayor intentó rechazar algo que no le gustaba extendiendo la mano por encima del plato para taparlo. Para mi solaz y sin la menor vacilación, la abuela dejó caer una generosa cucharada de su mezcla hirviendo sobre la mano de mi insolente hermano.
El gabacho oscense