La tentación de la manzana

02 de Octubre de 2022
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Cartas gabachas: Un plato para compartir
Cartas gabachas: Un plato para compartir

Yo no tengo ninguna cualificación en sociología, pero siempre me ha impactado la ausencia de transición que existe entre Madrid y el campo que lo rodea. Uno pasa directamente de una muralla de inmuebles a una árida estepa. Esta ruptura brutal no existe alrededor de París ni de otras ciudades francesas, porque allí lo que predomina es el hábitat individual. Y hay que reconocer, amigos españoles, que sus alojamientos verticales, impuestos en su momento por una economía frágil, les ganan hoy la revancha a nuestras casitas. Por eso los ecologistas preconizan los edificios de pisos, que siempre dejarán menos huella que un chalé sobre los terrenos agrícolas. Por supuesto, lo que vale para Madrid vale para la mayoría de las ciudades españolas, exceptuando la costa cantábrica, desde el Bidasoa hasta el cabo Finisterre, que tiene una urbanización dispersa parecida a la de la campiña francesa.

Me parece una evidencia que existe una fuerte relación de causa-efecto entre urbanismo y modo de vida. Los españoles son mucho más gregarios que los franceses, extremadamente individualistas. Me acuerdo de una amiga oscense, que tenía la suerte de poseer un confortable apartamento en el Coso y una bonita casa al borde del golf de Nueno. Pero, para mi sorpresa, ella prefería vivir en Huesca antes que al pie del Monrepós.

Como a mí aquello me extrañaba mucho, me explicó que en invierno, caída la noche, no se sentía segura lejos de la ciudad y que oír a sus vecinos la reconfortaba. Más del 90% de los franceses hubiera declarado exactamente lo contrario. No soportan la aglomeración y asimilan el ruido de los otros a una contaminación e incluso a una agresión. Mientras que, en España, la noche suele ser ruidosa y parece que eso no molesta a nadie, sobre todo a la policía municipal, del otro lado de los Pirineos el delito de bullicio nocturno empieza a las diez de la noche. Con el descanso de los trabajadores, pocas bromas.

Otro ejemplo. En la playa, muchos de mis compatriotas han vivido una curiosa experiencia: cuando por fin habían encontrado un sitio bien aislado para extender sus toallas, inmediatamente veían llegar a un grupo de españoles que se instalaba, para su gusto, demasiado cerca. La invasora camaradería de los unos se confronta al exacerbado individualismo de los otros. Doble incomprensión que impone una decisión radical al que peor lo soporta, coger su toalla y ponerse un poco más lejos...

De la misma manera, en el AVE entre Zaragoza y Madrid, los españoles están encantados de engarzar una conversación con sus vecinos de asiento, mientras que los franceses pueden hacer 800 kilómetros sin dirigirse la palabra ni darse siquiera los buenos días.

Ya habrán ustedes entendido, pues, que el ideal de vida de una familia francesa se resume en una casita individual aislada del vecindario por setos bien altos. Pour vivre heureux, vivons cachés, dice el refrán, Para ser felices, vivamos escondidos. En España, las abuelas se reúnen cada mañana alrededor de un café con leche para charlar y pasar un buen rato. Entre nosotros no existe ese ritual de convivencia.

Aún peor, mientras que los domingos muchas familias españolas con miembros de todas las edades se apiñan en el restaurante de la esquina con el mismo entusiasmo que si fuera un tres estrellas, simplemente para estar todos juntos, en Francia algunos profesionales de la restauración están pensando en crear locales prohibidos para los niños, porque el ruido y las turbulencias generadas por los más pequeños a menudo resultan insoportables para los adultos. Y es fácil que la cosa degenere, me acuerdo de un cliente sobrepasado que se dirigió a la madre de un ruidoso granujilla en términos bastante crudos: “Déjese de excusas chorras, su hijo no es hiperactivo, solo es cargante y maleducado”.

Lo más gracioso es que lo que los franceses buscan en verano cuando vienen aquí es justamente esa facilidad de contacto natural que tienen los españoles. Su cultura de la fiesta nos desinhibe y nos permite hacer entre ustedes lo que no nos atrevemos a hacer en casa.

Para concluir, constato que la vida en la calle es mejor en España que en Francia. Mis compatriotas, en cuanto se han metido en su madriguera a varios kilómetros de los centros de las ciudades, difícilmente vuelven a salir para compartir buenos momentos con los demás. Aquí es facilísimo bajar de casa para instalarse en una terracita de la manzana y tomarse algo con los amigos. Por lo tanto, estimados oscenses, manténganse alerta y conserven ese contacto simple y caluroso que fortalece la tolerancia. Al contrario, el aislamiento puede crear angustias y un miedo del otro que lleva consigo un malestar creciente.

Guarden pues sus calles ruidosas, populosas, a veces repletas, que siempre resultan más tranquilizadoras que las calles vacías. Esta sencilla facilidad para juntarse es la que mantiene la calidad de vida de su país, de ustedes depende que esta reputación tan positiva perdure.

 El gabacho oscense

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