“A veces el destino cabe en un instante”

En su tercera novela, la novelista Marta Barrio reproduce y a la vez reconstruye y reinterpreta el noviazgo de sus abuelos maternos, utilizando varios materiales y, sobre todo, aplicando una gracia inmensa y recurriendo a aciertos de todo tipo

Juan Marques.
Crítico de libros
26 de Diciembre de 2024
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Marta Barrio.  “A veces el destino cabe en un instante”.  Foto Diego Baranda
Marta Barrio. “A veces el destino cabe en un instante”. Foto Diego Baranda

Prometo solemnemente que hasta que no me he puesto a redactar esta primera línea de la reseña, hace exactamente diecinueve palabras, no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que todas las cartas que supuestamente reproduce Marta Barrio (New Haven, 1986) en su última novela sean apócrifas, plenamente inventadas por ella. Y, aunque claro que estoy seguro de que no es así (aunque la remota duda no es nada desazonante, sino literariamente dulce…), la verdad es que eso hubiera planteado un bonito asunto de filosofía narrativa, ya que, solo por ese “detalle”, una novela que ya es muy buena hubiera sido de repente no solo mucho más meritoria sino claramente mejor, mucho mejor, y Barrio exhibiría con esa “trampa” unos recursos bastante sorprendentes.

Lo que supongo que sí ha inventado (o cuando menos corregido y ampliado muchísimo) es ese diario de infancia en el que ella misma, con once años, va contando sus propias cosas, sus propias revelaciones de niña en transición (“El mar nos pareció muy grande, mejor que en la tele”…), al tiempo que descubre y lee toda la correspondencia que mantuvieron sus abuelos maternos. En realidad, salvo un par de excepciones que enmarcan el libro, solo ha sobrevivido a la destrucción o desaparición la mitad que él, Álvaro, le mandó a ella, Isabel, un atadijo de cartas (y una agenda) que van reproduciéndose en orden cronológicamente inverso, no en el diario de la niña, sino en la novela de la mujer y escritora en la que se convirtió, y que, titulada No volverán tus ojos a mirarme, fue publicada por Tusquets en febrero de este año que ahora termina.

Aún hay otro nivel del texto, dispuesto en letra cursiva, en el que, antes de la reproducción de las cartas, hay algunas explicaciones y contextos. Y un cuarto y último nivel, si contamos como tal las imágenes en las que Barrio ha querido reproducir sobres, postales, detalles curiosos de los sellos, fotografías y documentos, como carnés o páginas de la ya aludida agenda. Aparte de comprobarse el notable parecido físico de la autora con su abuela, esas fotos sirven para dar color al asunto y complementar un epistolario que puede resultar previsible en sus líneas generales, pero en el que se encuentra una gracia especial, un talento superior al que los demás solemos encontrar en los baúles de la familia.

Así, es muy tierno leer (al final) las cartas del pre-noviazgo, del tanteo, y es muy divertido el modo en que Álvaro expresa la impaciencia sexual cuando están lejos (“¡qué miedo más rico!”…), o cómo resuelve el asunto de los celos que suelen despertar los kilómetros (“Ha venido un grupo de chicas de Zaragoza que han estado cantando jotas, no te pongas celosa, que solo las he mirado una vez”), o cómo da cuenta del hartazgo de la mili (“El mundo está hecho con los pies y los hombres son la cosa más despreciable que existe. Isa, cada vez voy destrozando más ideales, y ahora le ha tocado el turno a la Patria, ¡qué cosa más vacía y más desprovista de sentido!”).

A veces se dirige a su novia con previsible mansplaining de época (“no estés triste, aunque si pudiéramos ver más allá de lo que sabemos y más lejos de lo que presentimos, veríamos que a veces las tristezas son más valiosas para nosotros que las alegrías”…), pero lo impagablemente bonito predomina con diferencia sobre lo paternalista o lo sabio: “La verdad es que el amor por carta es lo más triste que hay”, afirma él en otro sitio. Y seguramente es cierto, pero gracias a esa distancia, paradójicamente, ese amor (o al menos su traducción a texto, su huella) ha permanecido y podemos contemplarlo, admirarlo, comprobarlo en detalles que parecerían diminutos y sin embargo son irresistiblemente reveladores: “Debería estudiar alemán, pero prefiero contarte cosas”.

Su nieta, casi adolescente, ha heredado su gracia (“Tengo fama de perezosa porque me gusta leer tumbada”, “Madrid es como un globo de agua que crece y crece y un día estallará y se pondrá todo perdido”…) y además descubre la fatalidad o el desasosiego de todo escritor consciente: “cuando me releo me doy cuenta de que con la escritura me pasa como con la cámara de fotos, que lo más importante queda borroso o fuera del foco, resistiéndose a ser retratado”.

Esa mirada ingeniosa y creativa sobre el mundo se multiplica por diez cuando conversa con el otro gran personaje del libro, su tía abuela Mercedes, en charlas sobre la familia (y sobre cien cosas más) que quedan registradas en el diario como si la niña hubiera caminado por ahí con grabadora. Allí hay también grandes momentos, y no solo no molesta, sino que se agradece que se retire un momento el foco de la historia de los abuelos para atender a otros detalles, recargando las ganas de volver a la historia central, esa que podría haber sido más bien anodina pero que, bien envuelta en otro tipo de discursos, reproducida en su “talento” original y salpicada de fotos, forma una buena novela que da nítida cuenta de un tiempo y que es, al cabo, otra fotografía panorámica, una parcelita de vida que, con paciencia, perseverancia y nobleza, todos se preocuparon por cuidar.

Ahora le ha tocado el turno a la nieta, y ha cumplido de forma sobresaliente.

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