El escritor y artista plástico Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968) publica “Deambulatorio”, un estimulante cuaderno de apuntes sobre el significado de caminar, centrado en los rincones del barrio de Torrero.
Juan Marqués
Miguel Ángel Ortiz Albero
Deambulatorio. Torrero, estación mental
Zaragoza, Pregunta, 2023
216 páginas. 15 euros
Una vez, cuando apenas había comenzado 2021, me di un largo paseo por el barrio de Torrero con el poeta y artista Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968). Caminando y charlando, fuimos Canal arriba, y él me hizo conocer lugares y hasta paisajes a los que, a pesar de haber crecido yo muy cerca, jamás había llegado.
No fuimos “a buen paso”, como Walser, sino con toda la tranquilidad del universo, y creo que disfrutamos mucho la invernal mañana de nuestra descascarillada ciudad, que andaba ya nerviosa, esperando a los Reyes Magos.
No somos amigos, apenas nos conocemos, pero creo que siempre nos hemos entendido bien. Yo he leído todos sus libros, él ninguno de los míos, y eso es algo que a los dos nos parece radicalmente adecuado y sinceramente perfecto, que contribuye mucho a la simpatía mutua y que refuerza el discreto e intermitente vínculo.
Cada dos o tres años yo le mando un mensaje por algún medio: “Miguel Ángel, ¿cómo vas?”, y él me dice: “Bien, bien, aquí andamos. Y tú, ¿cómo sigues?”: así pensamos estar las próximas tres o cuatro décadas. En eso del conformismo sí que somos hermanos: los dos aceptamos con muy buena cara cualquier cosa que venga. Suceda lo que suceda, nos quedaremos a un lado mirando a ver qué pasa con atención, con sonrisas y con curiosidad.
Me gustan mucho los libros de Ortiz Albero porque no se parecen en nada a los de nadie. Es algo que ocurrió desde los primeros, siempre de versos: no hay en este planeta ningún ser humano (ni siquiera, probablemente, él mismo) capaz de entender sus poemas, pero somos muchos quienes leyéndolos nos sentimos o incluso nos sabemos concernidos en ellos, interpelados de una manera muy vívida y profunda.
Después, a partir de 2010, comenzaron a llegar sus libros en prosa, y entonces sucedió que eran todavía más extraños, más inclasificables y personales: aquel que escribió sobre Apollinaire (Un día me esperaba a mí mismo, 2011), o las Variaciones sobre el naufragio. Acerca de lo imposible del concluir (2017)… No sé. Hablen sobre baile (La danza de la muerte, 2015), sobre Peter Handke (Un andar sosegado, 2020) o sobre su propia forma de escribir (Reconstrucción, 2015), había y hay en todos ellos algo que es a la vez muy complejo y muy elemental, un equilibrio difícil de lograr pero que a él, al parecer, le sale de un modo envidiablemente natural.
Ahora Ortiz Albero, felizmente, ha publicado un libro sobre esa costumbre que, a diario, le empuja a lanzarse a la calle y comenzar a caminar, sin prisa, indolente pero atento, gozosamente errático. Y sus páginas, que en este libro tienen mucho de poemas en prosa, son también divagantes, improvisadas, y están, digamos, a lo que salta.
No es en absoluto la primera vez que nuestro autor dedica un libro a los paseos (más bien es el tema en el que se va centrando últimamente de una manera casi monográfica), pero sí da aquí, nunca mejor dicho, un paso más en esa dirección, ya que en realidad este Deambulatorio contiene seis cuadernos distintos (dos de ellos nuevos y otros cuatro escritos en sus días, no hace mucho, para revistas o catálogos de exposiciones), pero todos relativos al asunto del vagar, del transitar, del ser y del dejarse llevar en pausado y consciente movimiento.
Para las prosas del primer cuaderno, ese que enfoca el barrio de Torrero desde el parque Pignatelli o la torre de San Antonio hasta los metafísicos parajes en los que Zaragoza ya deja de serlo, Ortiz Albero se ayuda de palabras ajenas, de lecturas de otros autores aragoneses, casi todos buenos, que escribieron sobre aquellas calles. Pero lo que importa y gusta es la mirada que aporta Ortiz Albero, quien siempre da una vuelta inesperada a esas citas, o que las convierte en otra cosa, o incluso que las adapta, manipula, mancilla y profana sin el menor problema.
Es de notar la soberanía con la que el escritor asiste al transcurrir de las cosas, es decir del tiempo, sin protesta alguna, sin elegías y sin ideología. Cuando, por ejemplo, da cuenta del derribo de la única casa antigua que quedaba a las orillas de un tramo del Canal (una vieja y solitaria clínica que, creo, él me enseñó en nuestro deambular de 2021), lo hace sin tristeza, casi sin intervenir. Sólo al pasar junto a “una tapia maldita” donde se fusiló en 1936 hay un amago de elegante opinión (“No quería verla, no”), y es una operación literaria llamativa: él no abomina del falso progreso ni entona ningún ubi sunt? (“Ay, la memoria”…), simplemente da cuenta de lo que vio, lo que ha visto y lo que ve. Y ya se verá lo que verá él en el futuro, y allí estará para contarlo, sin más. “Quede la nostalgia para los otros”, sin aspavientos ni sobreactuaciones.
Él insiste mucho en eso: es un hombre que pasa y mira, nada más, y que después, si acaso, toma notas. “Es preferible pasear y no pensar en lo que fue sino en lo que es”. De hecho intenta no intervenir, casi nunca toca nada, y si lo hace es para desenterrar, en el cementerio, una pequeña figurilla y colocarla ceremoniosamente erguida en la tumba más cercana: “Si no le pertenecía a quien esté ahí, ahora lo hace”.
Me gusta mucho que se haya publicado este libro, y poder recibirlo, leerlo y guardarlo, porque es un poco como poder pasear con Ortiz Albero cada vez que uno quiera. Me ha gustado mucho leer acerca de paseos por mi barrio mientras paseo yo por este otro barrio mío, algo lejos, en el que vivo ahora. Y me gusta mucho pensar que cuando vuelva algunos días a Zaragoza igual puedo volver a escribirle: “Miguel Ángel, ¿cómo andas?, ¿me dejas acompañarte un rato esta mañana?”, y que quizás así, caminando y charlando Canal adelante, iremos juntos hasta donde tengamos que llegar.