Leticia G. Domínguez
Papá nos quiere
Madrid, Caballo de Troya, 2023
224 páginas. 15,90 euros
Una vez, hace algunos años, propuse a una revista la posibilidad de crear una sección sobre “Las novedades de antaño”, donde pudieran reseñarse libros que no fueran novedades estrictas, recuperar títulos de algunos años atrás y así, de paso, rescatar a algunos lectores de la sutil tiranía de la actualidad, proponiéndoles lecturas menos urgentes, prolongando la vida y el impacto de algunos títulos... Me parecía una buena idea, pero por descontado me dijeron que no.
Papá nos quiere, ópera prima de Leticia G. Domínguez, se publicó en octubre de 2023, pero yo la acabo de leer, con año y pico de retraso. La tenía en la doble fila donde guardo los libros que no tengo que trabajar de forma apremiante pero no quiero que se me pasen, y que han de esperar a que llegue ese momento en el que tenga dos días sin lecturas obligatorias, momento que, por lo que ya voy viendo, muchas veces (quiero decir para algunos títulos) no llegará jamás. Pero la semana pasada resolví pronto mis compromisos, y, como Domínguez vive a diez portales de mi casa y me la cruzo de vez en cuando por Madrid Río, me lancé a cumplir con la buena vecindad y me encontré con una novela acongojante pero acogedora, una historia de terror atravesada por la luz o, como con exactitud afirma Marta Jiménez Serrano en la faja, “una mirada limpia sobre un mundo terrible”.
Más que una “novela de educación” (de mala educación, habría que matizar”), Papá nos quiere es la crónica a saltos de una liberación. No destripo nada diciendo esto, ya que el simple hecho de que la novela esté escrita y publicada implica que se ha producido esa feliz salida de un mundo asfixiado por un fanatismo anulador, de una violencia extrema no en lo físico pero sí en lo psicológico, una especia de apocalipsis machista en el que el único niño crece con una relativa normalidad que en absoluto les ha sido concedida a sus hermanas mayores, quienes jamás han acudido al cumpleaños de una amiga, ni han jugado en un parque ni han podido hacer deberes en grupo.
Aunque la saltarina cronología de la novela (se puede cambiar dos veces de año en un mismo párrafo) va “auto-destripándola” estratégicamente y tranquilizando al lector en el sentido de que se sabe que la narradora es ya una mujer independiente, obviamente traumatizada y con escasas habilidades sociales pero dueña por fin de su propia vida, el lector padece la angustia de esa infancia de un modo casi más nítido que el de quien la protagonizó, “salvada”, digamos, por la inocencia, o, mejor, por la inconsciencia de lo que estaba viviendo, una ingenuidad que, naturalmente, fue escamándose y apagándose con el tiempo, cuando se comprendió que ese modo de vivir era cualquier cosa menos habitual.
Y es también esa misma voz de niña la que hace que la novela sea no divertida, ni desde luego graciosa, pero sí… bonita. Muy bonita, de hecho, muy luminosa. Otro tipo de escritora habría convertido esta historia (que, al parecer, algo tiene de “real” o de testimonial: espero de corazón que no mucho) en algo ilegible de tan siniestro, cargando las tintas sobre lo oscuro, la opresión, el aislamiento, el pánico… Aquí todo eso está, porque estuvo y no es una novela escapista ni elusiva, pero viene matizado por la bondad de la niña, que quiere a sus padres y confía en ellos, y que sobre todo desea que todo salga bien, que todo resulte bien, que todo el mundo pueda estar un poco menos triste, más tranquilo, con algo más de color.
Papá nos quiere es también, en ese sentido, la historia de una resignación, del ir entendiendo paulatinamente, y con no poco dolor, que no hay nada que hacer, y que ni va a salvar a sus padres de esa locura de la que son las principales víctimas, ni van a conseguir ella y su hermana salir al mundo real y empezar a entenderlo hasta que no se rebelen de una forma firme contra quienes convirtieron una tutela en un secuestro. Y, al conseguirlo, aún queda mucho trabajo terapéutico por acometer, pues sufre “tal desconexión de mis propios deseos e ideas que para mí misma soy una adulta desconocida: no sé qué quiero. No tengo apenas hambre de vivir, no sé disfrutar de mi existencia”… O, dicho de una forma perfecta: “confundo constantemente mi pasado con la realidad”.
Supongo que ha de ser muy difícil ir asumiendo que una ha sido técnicamente maltratada, que te han destrozado la infancia (probablemente con enfermizas “buenas” intenciones, pero también a conciencia y de forma sistemática) y que son quienes pretendiendo protegerte de un mundo hostil te han privado de todo lo bueno, lo abierto, lo bien oxigenado, lo divertido, lo culto, lo útil o lo estimulante. Ha de costar enfadarse de repente con aquellos a los que se ha querido y en los que se ha confiado, al advertir por fin que se han comportado con mucha más crueldad que amor, con mucha más ignorancia que prudencia, y desde luego sin el menor cariño, sin ninguna sombra de generosidad. Hay un momento genial, decisivo, en el que, cuando todavía son bastante pequeñas, la hermana mira a la protagonista fijamente mientras sus padres hablan y hace en silencio el gesto de llevarse el dedo índice a la sien, señalándolos.
Produce conmoción ese instante en el que las niñas entienden que están más en manos de enemigos que de padres, y a partir de ahí va ganando espacio e importancia el proceso de maduración, de insurrección, de ir descifrando, con desesperante lentitud, el manual de instrucciones de la propia libertad, de ir siendo consciente de los propios derechos, de ir decidiéndose a levantar por fin la voz o dar un portazo.
Aparte de lo bien pensada y lo bien escrita que está, quiero insistir en su belleza, porque la hay, y en cómo Leticia G. Domínguez ha sabido reconstruir una historia espantosa regresando a los ojos y la actitud de la niñez, a la fe en la magia, a la convicción de que al final todo saldrá tan bien como le ha salido a ella esta primera novela, tan hiriente como salvadora.