Gran parte de mis experiencias en la montaña están incluidas dentro del libro que publicamos en el 2011 titulado Atrapado bajo los escombros. Hoy traigo a colación mis primeros pinitos como montañero. Sin ninguna experiencia ascendí a la Peña Montañesa, con dos de los hijos del médico de Tierrantona, Alvarín de 10 años y Ricardo de 9.
El símbolo de Sobrarbe
La Peña Montañesa es un gran espolón que deja caer verticalmente sus murallas en el extremo que se asoma al Cinca. Por el otro lado se alarga por encima de La Foradada hasta bañarse, también en fuertes escarpaduras, en las aguas del Ésera. Vista la Peña Montañesa desde Aínsa o Escalona, o mejor de Puértolas, se la ve enhiesta y soberana, como una enorme mola de rocas cortadas a pico. Si la perspectiva la tomas desde Tierrantona aparece como un largo dorso que une los valles del Cinca y del Ésera, con la silueta pegada detrás de la montaña piramidal del Cotiella. De las peripecias que pasé al ascender el Cotiella, donde me dio una pájara, me referiré en otra ocasión.
La Peña Montañesa está situada en la antesala de los Pirineos, haciéndose visible desde muchos kilómetros. Es el símbolo de Sobrarbe. Es una montaña mágica, que hechiza y cautiva y te atrae. Aunque no alcanza los tres mil, al estar aislada y arrancar desde los mismos valles aparece soberbia y su ascensión no está exenta de dificultades y emociones.
El móvil de coronar la Peña Montañesa
El móvil que me incitó para coronarla fue simplemente para disfrutar de la magnífica vista que debía ofrecer su cima y la vida plena y salvaje que se podría sentir allá arriba. La idea me surgió cuando pescando truchas rio arriba del Vellós, encontramos perdido y exhausto a un montañero inglés. Estaba atravesando en solitario, sin guiarse por la GR11, toda la cordillera pirenaica, de mar a mar. Fue algo que me sedujo, no ya por la hazaña en sí, sino por el hecho de tener que enfrentarme a algo que exige un gran esfuerzo y sacrificio y que te da la potencia de poder disfrutar plenamente.
Salí con los dos hijos mayores de Carmen y Álvaro, el médico de Tierrantona, el pueblo donde ejercía de maestro. Alvarín y Ricardo, eran alumnos míos, niños aún, aunque valientes e intrépidos. Y con Tom, el perro setter de D. Álvaro.
La idea era pasar dos días en la cima para saber lo que era vivaquear y para disfrutar de un amanecer a esas alturas. También pretendíamos crestear el dorso de la montaña y poder admirar las panorámicas que se ofrecían. Y saturarnos de la áspera y salvaje naturaleza.
Un lugareño nos dijo por dónde ascender a la Peña Montañesa
Un lugareño, de los que suelen dejar suelto su ganado en las altas praderas hasta finalizar el otoño, nos explicó la senda que habríamos de coger desde el monasterio de San Victorián.
El monasterio de San Victorián, hoy muy reformado, otrora fue emporio de virtudes monásticas, de cultura, de riqueza, tumba de reyes. Su fundación se remonta a la época visigoda, siendo, por ello, el más antiguo de España. En el siglo XI, y a instancias del abad del que tomó el nombre el monasterio, San Victorián, se hizo una reedición de estilo románico. En el siglo XVIII se remodeló un soberbio y elegante monasterio que, tras el abandono por las medidas desamortizadoras de Mendizábal, quedando en ruinas hasta su última remodelación.
Sin perder la senda que nos indicó el lugareño, encontraríamos una fuente y el único acceso, a través de una cornisa volada, para llegar a la cima más alta. Y allí encontraríamos una cruz y enterrado entre piedras un libro donde firmar. Que tuviéramos cuidado cuando fuéramos por la cornisa, de no más de un metro de ancha, pues un traspié o un resbalón nos precipitaría por una cortada de casi un centenar de metros. Ni con espuertas, nos dijo, nos podrían recoger de lo destrozados que quedaríamos. Y a mitad de recorrido de la tal cornisa sobresale de la pared una roca que sólo permite de suelo lo justo para poner los pies.
Los acantilados que hay por este lado de la Peña Montañesa son realmente escalofriantes. Cuentan que una vez se provocó una estampida de ovejas y la que iba en cabeza, en su alocada huida, cayó por el precipicio y las demás la siguieron por el mismo camino, despeñándose una detrás de otra. Fue imposible aprovechar, siquiera, la carne del nutrido rebaño.
Las dificultades de la ascensión
Los accesos a la falda de la Peña Montañesa no son fáciles. El monte bajo ocupa una amplia zona y sus bosques de encinas y de pinos están enmarañados con matorrales y plantas espinosas. Bosque y sendero continúan trepando pendiente arriba. Perdimos el camino, la inexperiencia. El avance se hacía dificultoso y penoso. La leche condensada nos reponía las fuerzas, pero nos resecaba cada vez más la boca. No llevábamos cantimploras de agua, pues en las altas praderas encontraríamos la fuente que nos reconfortaría. El sol era implacable, sudábamos.
El bosque cede el terreno a los prados. Se avanza muy mal por la pendiente herbosa. A cada paso la sed se hacía insoportable. Espoleaba a mis jóvenes compañeros con la esperanza de encontrar pronto agua. Y la fuente seguía sin aparecer. Lo estábamos pasando realmente mal, cuando vimos al Tom mojado y cubierto de barro. Y guiados por el instinto del perro pudimos encontrar la suspirada fuente. Repuestos y con las botellas – ¡de cristal! – llenas de agua continuamos nuestra ascensión.
Aquellas manchas verdes que se ven desde abajo resultaron ser espléndidas praderas. Bucólica tranquilidad, sólo rota por las esquilas de vacas y ovejas. Más arriba aparecían las calcáreas cimas. Los pastos no tardan en desaparecer arrollados por un inmenso caos de piedras de todos los tamaños. Sin embargo, algún que otro añoso y reseco pino se deja ver por entre esas rocas, a pesar de haberse rebasado la cota de su hábitat.
Y echando la mirada atrás la vista que se aprecia es soberbia: entre un marrón verdoso velado por la calima se divisa un amplio paisaje atormentado por barrancas, desniveles, cerros y quebradas, destacando la enorme mancha verde-azul de un gran remanso del Cinca (ahora es un pantano), el verdear de los bosques de pinos y el amarillear de las estepas casi saharianas. Los pueblecitos con sus enhiestos campanarios se sitúan, bien en los cultivados llanos o bien sobre alguna loma, quizás para poder otear mejor. Destaca Aínsa, la capital de Sobrarbe, que extiende sus casas en la confluencia del rio Ara con el Cinca y sobre un cerro la Aínsa medieval con su castillo y su esbelta iglesia románica. Aunque la leyenda sitúa el nacimiento de Aínsa en la conquista de la plaza por las tropas de Garci Ximénez en el año 724 gracias al milagro de la cruz de fuego (hay una cruz en el lugar donde supuestamente ocurrieron los hechos) las fuentes históricas apuntan a que los musulmanes no llegaron a estas tierras. Aínsa está en el lugar privilegiado, entre Ordesa, Pineta, la Sierra de Guara y el Posets.
Cruzamos la peligrosa cornisa camino de la parte más alta. La roca de la cumbre es áspera por el castigo de las inclemencias. Aunque en las grietas y en las abrigadas oquedades crecen hierbas y florecillas de vivos colores, la cima nos pareció un lugar asolado, con todos aquellos pinos secos, muertos, esqueléticos, acribillados por los rayos. Allí arriba las tormentas deben ser imponentes.
Escribimos nuestras impresiones en el libro de los montañeros
Y llegados a todo lo alto divisamos la otra vertiente, donde mágicamente aparecen las altas cumbres del Pirineo, punteadas de blanco sobre manchas verdes, grises y marrones, que brillan entre los lentos remolinos de las nubes. El aire se extiende profundo.
Aún tengo grabada la impresión de aquel silencio solemne, solo roto por el silbido del viento. Eso es, silencio y misterio. Y el cortejo de nubes vagando. Y, de pronto, nos encontramos en medio de un blanco vapor, hasta que el viento lo arroja de la cima y lo hace navegar como un velero por encima de los valles. No recuerdo los pensamientos que hube de tener en esos momentos, pero debieron ser fantásticos. Escarbando por entre un montón de piedras junto a la cruz de la cima descubrimos el libro de los montañeros. Y escribimos en él nuestras impresiones. ¿Existirá todavía aquel libro?
Inesperadamente se levantó un viento impetuoso
Nos preparamos un abrigo de ramas para pernoctar y apilamos una buena pira de leña. Cuando llegara la noche la encenderíamos para comunicar a los del pueblo que nos encontrábamos sin novedad. Si hacíamos dos fuegos significaría peligro y que solicitábamos ayuda. Al caer la tarde, cuando allá abajo fueron apareciendo tenues lucecitas marcando la borrosa situación de los pueblos, prendimos la pira. Pronto se formó una fogata que debería verse a muchos kilómetros a la redonda. Con gran vigor surgían las lenguas de la llamas de entre las resecas ramas de pino.
Inesperadamente se levantó un viento impetuoso y racheado y el fuego prende a los pinos cercanos. El temor a un incendio hizo que saliéramos de la cima, por considerarla una trampa mortal. Y totalmente a oscuras, sin linternas, con las mochilas mal empaquetadas, volvimos a pasar por la peligrosa cornisa. ¡Y por la saliente roca que sólo permitía de suelo lo justo para poner los pies! La oscuridad era realmente sobrecogedora. Y mi temor era mayor al tener la responsabilidad de los dos niños que me acompañaban en esa loca aventura, por lo que todas las precauciones fueron pocas para que ninguno se me despeñara por algún precipicio o se me extraviara por entre aquellas densas tinieblas. Los niños, a pesar de sus cortas edades, estuvieron a la altura de las circunstancias con valentía. Y nos acogimos a la hospitalidad de un pino y al abrigo de una roca para pasar la noche en la otra cumbre gemela.
Soportamos una terrible tormenta
Pero aquel viento era el precursor de una terrible tempestad. Nunca había sentido tan cerca una tormenta. Cerca no, estábamos dentro de ella. Los pelos se nos erizaban por las cargas eléctricas y se respiraba un ambiente enrarecido, extraño, cargado. El primer trueno retumbó con tal intensidad que tembló el suelo donde estábamos. No era miedo, era pánico lo que sentíamos en ese momento.
Pero tuve la lucidez de acordarme de lo acribillados que estaban por los rayos todos los pinos de la zona. Y consideré muy peligroso continuar donde estábamos. En medio de la pradera nos acurrucamos soportando estoicamente el agua que nos caía encima. Nos pusimos como una sopa, sin impermeables, sin nada que evitara que el agua nos calara hasta los huesos. Pero era preferible estar empapado de esta manera y tiritando de frío –y también de miedo, todo hay que decirlo- en medio de la pradera, al falso refugio que nos podía proporcionar aquel pino, que de un momento a otro podía ser abatido –y con él nosotros- por un fulminante rayo.
Nos quedamos sin el sabor de un amanecer en la cumbre
No me explico cómo pudimos pasar aquella terrible y larga noche, entre las lumbraradas de las chispas eléctricas, los cavernosos truenos, la lluvia y el viento. Tampoco llego a explicarme cómo pudimos aguantar el frío, pues en aquellas alturas la temperatura desciende notablemente con cualquier cambio meteorológico, aunque fuera verano. La tierra y la hierba debían conservar algo de calor y pudimos soportarlo hasta dormir.
De madrugada me despertó un resoplido en la nuca. Era una curiosa vaca que se acercó para ver lo que era aquello que estaba tirado sobre sus pastos. El sobresalto, como es de suponer, fue morrocotudo. Y comprobamos que la vaca nos había destrozado una mochila.
Decidimos poner fin a esta aventura. Pero el descenso resultaba peligroso, ya que la espesa niebla no permitía ver más allá de un metro a la redonda. Y nos quedamos sin el sabor de un amanecer en la cumbre. Y no pudimos crestear por encima de la Peña Montañesa. Pero conseguimos llegar abajo sin más novedades.