El poeta madrileño Luis Bravo, autor de dos curiosos libros de poemas y, en este mismo 2024, de un primer volumen de cuentos, ganó el II Premio de Poesía Pablo García Baena con su tercer libro de poemas, Hojas de acanto y rosas, recién publicado en Córdoba por la editorial Cántico.
Luis Bravo
Hojas de acanto y rosas
Córdoba, Cántico, 2024
76 páginas. 14,95 euros
El otro día me reía pensando en la posibilidad de que a los alumnos de Lengua de algún sitio les pusieran a analizar sintácticamente casi cualquiera de los poemas de Luis Bravo (Madrid, 1994). Ahí sí que los pobres chavales iban a pasarlo regular, porque los hipérbatos y las inversiones que hay por todos lados en esas páginas hacen que uno enseguida se pierda sobre qué concuerda con qué, o que incluso cueste determinar cuál sería, finalmente, el sujeto.
Y, sin embargo (y aquí llega lo fundamental, aunque también lo más desconcertante), lo cierto es que esas endiabladas anástrofes van formando unos poemas que son inmensamente claros. No se sabe bien cómo lo hace, pero lo que hace es más o menos evidente, y no sé si esas conquistas estilísticas, temáticas y hasta medio morales justifican que leamos en los paratextos del libro que Bravo se trata de “el exponente más destacado del nuevo romanticismo” (qué feo es siempre eso de que las contracubiertas, o incluso los propios autores, decidan y proclamen lo que son), pero desde luego es, al menos en lo que respecta a su generación, un poeta único, muy reconocible (inconfundible, de hecho) y muy valioso. Yo mismo he hablado en alguna ocasión de su espectacular y simpatiquísimo anacronismo, pero me parece que me arrepiento: sólo es un poeta trasnochado si consideramos trasnochada la belleza.
Es ésta una belleza, desde luego, hecha de palabras, de suspiros, de evocaciones, de sacos y sacos de melancolía volcados sobre el papel, de lecturas afines, de búsqueda de almas gemelas tanto en lo amoroso y lo cordial, para él, como en lo literario y lo artístico, para todos. En ese sentido, los epígrafes de cada una de las dos secciones no pueden estar mejor elegidos (son, respectivamente, de Esperanza López Parada y de María Victoria Atencia, tal vez las dos mejores poetas españolas vivas), y hay, como ocurría en sus dos anteriores libros de poemas, referencias explícitas a otros autores, a otros libros, a otros versos, no tanto como homenaje como por auto-explicación. Bravo no busca tanto aplaudir a aquellos poetas como autorretratarse dejando claro cuáles han sido las páginas que lo han constituido como lector y como escritor, en dónde ha encontrado compañías o referencias con las que sentirse comprendido.
Así, hay un “Libro de tapas grises” (“Fríos versos de las almas sensibles”…), un “Libro de tapas azules” (“Qué alba dará la emboscada perfecta / si no consigo al final del camino / renunciar a mi amargura”…) y un “Libro de tapas rojas” (… “Encontré esta mañana esos tallos secos, / corruptos sus brazos pero vivo / era su olor”…) que no sabemos cuáles son, y también unos “Libros de Trieste” que remiten, claro, a la editorial que defendieron en los años 80 Valentín Zapatero y Andrés Trapiello (también citado en otro exergo de este libro), y que es insoslayable para empezar a entender la memoria sentimental de Bravo, aunque no hubiera nacido cuando se publico el último libro de ese sello.
Para establecer la genealogía no del estilo pero sí del espíritu de Bravo, hay que regresar al hedonismo, a eso que antes se llamaba el “paganismo” en la poesía, la estirpe de Francisco Brines, esos éxtasis ante la luz o el mar o la desnudez o la ambigua “amistad”, extremos pero paradójicamente contenidos, cuyo testigo ha sido recogido luego por Luis Antonio de Villena o Francisco Bejarano, por citar a tres poetas que jamás publicaron en Trieste pero que andaban, en todos los sentidos, por allí cerca, compañeros constantes de un viaje infinito y de un esplendor total, obsesionados con la hermosura en todas sus formas y con la posibilidad de arder en todo tipo de placeres o de hallazgos, y empeñados en, si acaso se sobrevivía, saber después escribirlo bien.
De todos modos, Bravo apunta hacia esos horizontes pero lo hace de un modo mucho más abiertamente nostálgico, melancólico o, como decía alguien, “contento de estar triste” que esos nombres del párrafo anterior, y goza de revolcarse en penas difusas, disfrutando de aflicciones literarias y pesadumbres estratégicas que forman, insisto, una poesía que le hace discípulo de muchas cosas pero epígono de nadie, una poesía que ni imita ni sería fácil de imitar, hecha de muchas acumulaciones de sentimientos, desazones, alegrías, recuerdos, fantasías y sintagmas, pero en absoluto aparatosa. Pongamos como ejemplo el breve “Lienzo” que dedica a la poeta Laura Ramos: “Los colores no son más que la putrefacción de la luz, / pero hacen falta, amigo, y nadie mira / con más deuda cada reflejo / que la piel que los cruza, los retiene / sin pintar ni escatima discreción".