Rafael Pérez Hernando
Las higueras necesitan compañía
Valencia, Pre-Textos, 2023
148 páginas. 22 euros
Prólogo de Carlos Pardo
Por los departamentos de literatura de las universidades transita desde hace muchas generaciones la pregunta de qué necesita una frase, un sintagma, una palabra… para de repente dejar de ser ordinaria y poder ser considerada como literatura. ¿Dónde está ese límite? ¿En qué contexto han de darse, qué intenciones han de tener o cuántos y qué silencios han de rodearlas para que esas palabras sean literarias, no un simple hecho comunicativo fortuito sino una obra, no un acto de habla sino un texto?
La pregunta no es ociosa, porque responderla nos acercaría a ser capaces de saber de un modo mucho más preciso qué es la literatura, qué busca o bajo qué formas puede presentarse, y eso es algo que a mucha gente (incluso a muchos lectores) les traerá sin cuidado, mientras que otros sentimos que nos va la vida en ello.
Y de sopetón, de una forma totalmente inesperada, ha aparecido uno de los libros más extraños que hemos leído nunca, un cuaderno de ¿poemas? o de ¿lemas? o de ¿aforismos? o de ¿entradas de diario? que, sin exagerar, son todo un desafío intelectual porque obligan a pensar ya no sólo en estas cuestiones genéricas que acabo de insinuar, sino en esas consideraciones de filosofía literaria que anotaba arriba. Y lo hace -y esto es lo mejor- no de una forma premeditada o pedante o profesoral, sino con la modestia y la sencillez más arrebatadoras del mundo, con una gracia enorme, probablemente involuntaria, y con un color desconocido.
Su autor, para empezar, es un madrileño de 1953 que era completamente inédito hasta ahora, salvo por los curiosos y personales textos que escribe para los catálogos que imprime para la galería de arte que regenta en el centro de Madrid. Se llama (tanto él como el lugar) Rafael Pérez Hernando, y este primer libro suyo se titula Las higueras necesitan compañía, lo cual ya es una declaración de intenciones de lo que el libro traer, pues, más que un rótulo, podría ser uno de sus textos.
Son, sí, así, y obsérvese la mezcla de simpleza y misterio que traen: cuatro palabras inteligibles y más o menos normales que, a pesar de su formulación afirmativa, sin embargo traen más preguntas y enigmas que revelaciones. Por eso yo he de decir que he colocado el libro en las estanterías donde guardo la poesía, pero tendrían sitio en casi cualquier otra: la de narrativa, la de aforismos o incluso la de arte, ya que además el libro viene ilustrado por unos dibujitos adorables de Sabine Finkenauer, que, tan bonitos y tan minimal, comparten por completo el espíritu y la suntuosa pobreza de los textos.
Para aquel al que los párrafos anteriores hayan despertado alguna curiosidad, le adelanto otras páginas: “Me gustaría tener una casa vacía” (maravilloso), “Si fuera escultor, me fijaría en la hierba” (a lo Thoreau), “Cogí tierra, / cerré la mano / y apreté” (toda una novela), “Apareció el sol, / cruzó una nube / y llegó la sombra” (toda una mitología), “La luna crece deprisa” (una greguería especialmente misteriosa)…
Llegados a este punto, habrá quien crea que no estoy hablando en serio, pero pocas veces he escrito una reseña tan sincera: creo de corazón que hace muchas décadas que no aparecía entre nosotros un libro tan verdaderamente vanguardista, de espíritu más gamberro e indomable, aunque sea también pacífico, cordial, sereno: no busca epatar sino mecer, no se trata de hacer escándalos sino belleza, aunque de paso se escarbe en los secretos de la vida, de la realidad, del amor, de la naturaleza, del arte y del mundo. Lo dice en otra página preciosa: “En la vida hay que tener secretos”. Y, aunque el libro tenga una dedicatoria muy curiosa, gran aviso ya de su singularidad (“Dedico estas líneas a las personas que no han querido saber nada de mí”), pocos libros conocemos tan amables, tan acogedores desde su título.
Es, de verdad, un libro de otro tiempo, de hace cien años, como esas extrañísimas humoradas pre-ultraístas que algún poeta dipsómano hondureño publicó como pudo en una tirada de cuarenta ejemplares y que aparece de vez en cuando en el rastro, dejándonos mudos con su rareza, con su carácter disparatado, como si más que una colección de proverbios o sentencias fuese una buena batería de preguntas, de retos, de incógnitas.
Incluso la disposición de los textos en las páginas es bastante loca, como si fuesen los pies de foto de un dibujo o de una foto que no están. Ésa es tal vez una buena manera de enfocar y de entender este libro: el galerista Rafael Pérez Hernando propone esos pies, que casi podrían ser títulos, o cuando menos subtítulos, y cada lector ha de imaginarse lo que podría o debería ir arriba. O mejor: no son palabras que describan una imagen, sino palabras que remiten a un blanco, o a un vacío, o a una ausencia, pero en ningún caso a una nada.
Leyéndolas, habrá quien crea que estos textos son anodinos, insignificantes, naderías inexplicables… En mi opinión, sería imposible equivocarse más. Lo cierto es que son puro misterio, y un misterio, además, arrebatador y delicioso, irresoluble en lo esencial, incomprensible por definición, lleno de magia. Como dice él, “Mejor que haya distancia”. O más raro aún: “Tengo una cama con sábanas limpias”.