Ignacio Almudévar Zamora sopla hoy 92 velas. No es fácil, con esa provecta edad, tener la capacidad pulmonar de apagar los 92 cirios. Ni tampoco de recordar su historia personal, la familiar y la de la provincia durante esa centuria. Pero Ignacio ha cultivado tanto su memoria que ha convertido la pluma en la mejor gimnasia para su conservación. Y en su privilegiado intelecto pululan grandes personajes como Ana María Abarca de Bolea o los hermanos Javierre de su Siétamo del alma, pero también esas figuras sin las que no se entiende la ejecutoria reciente de nuestra provincia, como los hermanos Antonio, Martina y Victoria, de Casa Lardiés, los últimos habitantes de Nocito. Precisamente, los últimos signatarios del que desde este sábado es refugio de montaña. Allí, en la mesa de los Lardiés, compartió conversaciones sobre la deriva de la civilización, sobre la muerte de los pueblos, sobre la conducta de los ganados y el comportamiento del homo sapiens.
Cuando Miguel de Unamuno acuñó el término de intrahistoria, revelaba una realidad que ha sembrado como pocos Ignacio Almudévar Zamora. No, no es que no sea capaz de escribir de reyes y de nobles, de combatientes y de frailes. Pero en sus preferencias como escribano se decanta por las cuitas que no aparecen en los manuales de historia. Por aquellos usos que definen la personalidad de los pueblos y las provincias, la etnografía que refleja el alma de un país. Por los ojos y la cara de las personas.
Tiene su sentido porque él se crio de niño en Ansó charrando en aragonés. Y entendió que hay otros mundos y otras lenguas estudiando en Guipúzcoa. Es más, en el colegio de San Viator en Escoriaza pulió la herramienta que nunca le ha abandonado: la curiosidad. Y estableció amistades de por vida, como Jaime Alsina, el fundador del imperio Guissona. Fue Bachiller en Huesca y veterinario tras su paso por Zaragoza. En Aniés y Bolea se arrancó en su gran vocación de sanar a los animales. Y quizás con el ejemplo predicó a su hijo Ignacio que cuidar de la salud de las vacas, las ovejas o los cerdos es contribuir decisivamente a la del ser humano. Conoció a increíbles personajes, como los hermanos Lardiés aludidos o José María Aquilué, el último pastor de Belsué, el postrer morador entendido en sentido estricto: el que respira y duerme sin descanso en un pueblo. Es curioso. Ignacio fue interino como veterinario y como interino se jubiló, ajeno a las comodidades de la seguridad en el empleo, granando día a día su imprescindibilidad.
En los curas y en la vida, asumió que servir es el mejor camino. Y lo hizo en su pueblo como alcalde, nada menos que un cuarto de centuria. Y en la Diputación como diputado y vicepresidente. Tiene su guasa. Cobraba quince mil rubias mensuales con Aurelio Biarge de presidente y en la siguiente legislatura la consignación de su puesto pasó a las 150.000 y catorce pagas. Y, sin embargo, cuando echa la vista atrás con esa mirada que horada el túnel del tiempo, no se arrepiente de nada. Ni de sus 35 años como miembro del Consello d’a Fabla Aragonesa, él que tanto ha escrito en aragonés. En los colegios profesionales, a quienes cumplen aniversarios redondos, se les otorga una medalla. Veremos.
Ignacio Almudévar Zamora tiene un blog. Sí, un blog. Como lo oyen. A sus 92 años. En la gente que cultiva su mente, ésta acaba cabalgando más rápido que las piernas. Lo digo por experiencia. Y por su experiencia. Su capacidad de engalanar las páginas de Nueva España primero y de Diario del Altoaragón después ha sido proverbial. Y hoy en su medio de comunicación propio. Su blog. Tal es su prodigalidad que se sintió dolido conmigo por haber sido el ejecutor de instrucciones que llegó un momento que no me compitieron en mi anterior destino profesional. Como sucedió con Bizén d’o Río. O Ricardo Gutiérrez. O Bienvenido Mascaray. O tantos cuyo compromiso había cultivado Antonio Angulo y con los que, por mi parte, me sentía igualmente obligado. Pero las consignas de Independencia (que no neutral, que les gusta decir) eran irrebatibles. A partir de ese momento, del homicidio del espíritu de los Cuadernos Altoaragoneses, aquel producto se empobreció. Y sigue. Perdón, Ignacio.
No hubo ya mucho tiempo para lamentar porque acabé saliendo rebotado, pero en la última época añoraba que Ignacio viniera con su bastón. Que me dijera que me sobraba algún kilo. Y que, sobre todo, me explicara las relaciones entre Navarra y Huesca que se reflejan en la toponimia. Y en los gentilicios. Y en los anales de la historia. Y de la intrahistoria. Aquello me reafirmaba en mi transición foral. Del fuero de mi tierra de natalidad y de mi tierra de voluntad. Yo era de los que devoraba sus artículos, convencido como soy de que la triple misión que nos enseñaron en la universidad es cierta: informar, formar y entretener. Hoy, los medios de siempre sólo se aplican a la tercera función… y si lo consiente la autoridad, como se decía antes en los toros.
Ignacio Almudévar Zamora escribe con la discreta elegancia de la pulcritud. Punzante, sarcástico cuando es preciso, y extraordinariamente amable con quienes más merecen la pena: la gente de los pueblos, la gente de la calle. Trata con ironía las miserias humanas, trufado su teclado del anecdotario que aloja ese cerebro tan fértilmente practicado. Siembra las líneas de la erudición que le caracteriza, porque igual que él entrega generosamente su intelecto, toma de esa fuente universal que es la literatura los frutos que plantaron grandes del pensamiento. Su perspicacia permite sincronizar las costumbres, los usos y los lenguajes del pasado con la actualidad. Lo adereza con la pimienta del humor y la sal de la crítica. Pero al final siempre emana esa lírica del nativo de los pueblos que sabe encontrar en el horizonte los matices que componen un gran lienzo existencial.
Ignacio Almudévar Zamora cumple hoy 92 años. Y celebra también los 15 años desde que decidiera no dejarse abatir por las tecnologías. Las tomó por los cuernos, les inyectó su ingenio para domeñarlas como hacía si preciso fuere con los animales, y decidió que tenían que trabajar a su favor. Humanizarlas. Para predicar artículos memorables como “La Maja desnuda y la Maja vestida”, la literatura pastoril de Ana Francisca de Bolea, el dilema entre fumar y no fumar, o esa fábula prosaica del hombre, el caballo y el toro. Hoy, en su onomástica, puede añadir un artículo más a sus dos mil. O no, como él quiera. Se ha ganado su derecho a decidir. Igual que los demás tenemos derecho a admirarle. Aunque algunos, en un momento de la vida, y con involuntariedad, le hayamos decepcionado. La ventaja que tiene es que el reducto inexpugnable de su familia, su mujer, sus hijos y sus nietos, nunca lo harán.
Cabalga, en su sabiduría, Ignacio Almudévar. Y a muchos nos lleva a lomo de sus líneas. Felicidades, amigo.