Está mi amiga N. en una de las colas del aeropuerto de Barajas. Viene de una isla. Está protestando. Y usa una palabra bella. TEDIOSO. Dice, esto a veces resulta tedioso.
Rápidamente me he puesto a elaborar una teoría que nos salve de la protesta y el tedio.
Les voy a contar, en breve, mi historia con el zumo de naranja.
Yo me enamoro del zumo de naranja en una maratón. Que sepan que yo he corrido algunos maratones. Que lo sepan.
Lo estaba pasando mal, realmente mal, y soñaba pensaba y deseaba que llegara un puesto de avituallamiento para estamparme en la cara media naranja abierta. (En las buenas maratones tienen en los puestos medias naranjas además de vasos de agua). Supongo que eso tiene que ver con algo del cerebro, la dopamina, la serotonina o alguna de esas. Lo deseaba con todas mis fuerzas.
Ese fue el flechazo.
Con G. siempre teníamos la teoría de que un hotel que tiene zumo de naranja natural en el desayuno es un hotel de muchas estrellas. ¿Cuántas? Que sé yo, muchas.
El otro día había quedado en la gran ciudad, iba justo de tiempo, y busqué por algunos bares quién tenía zumo de naranja. No descubrí ninguno. Desayuné dos horchatas, con canela. Que es un afrodisiaco falso.
Tener en un bar zumo de naranja está genial, le da caché al bar. Y es buen negocio. Con dos naranjas me haces un zumo y me puedes cobrar 2,30.
Algunas mañanas me pongo al lado del radiador, subo la persiana, empiezo a leer La lluvia amarilla, que es el libro que leo siempre, y me bebo un zumo de naranja y digo:
ESTO ES LA FELICIDAD.
Igual hay seres en la tierra que no pueden acceder a las naranjas. Estar tan mal que no tienes una naranja. Pero si pueden tener una naranja sean feliz con ella.