Ezequiel Ávila sentado en la terraza del Rugaca, con su amigo Alfonso Borbón y parte de su familia. Es el antidivo. Las raíces humildes, bien procesadas, conducen a una normalidad en la conducta que se agradece. Incluso en alguien acostumbrado a que miles de gargantas aclamen su nombre, se valora más la sencillez con la que saluda, da la mano, abraza y besa. Es el Chimy en estado puro, ese ídolo de una ciudad pequeña pero agradecida como es la de Huesca.
Esta vez no fue de la partida ante el Real Madrid en el once de Jagoba Arrasate, y seguro que bien lo agradecieron los defensas centrales de Ancelotti. Un problema menos. Mejor definido, un incordio, porque el argentino no es cualquier cosa sobre el césped, se agarra como un limaco a cualquier opción de tener el balón. Y es impredecible, porque lo mismo centra que cabecea o suelta uno de esos misiles tierra-aire que perforan las redes.
Es curioso que un tipo tan aguerrido, tan temperamental, sea de auténtica seda en la relación humana. Uno, dos, tres, cuatro, los que haga falta. A todos dice que llevaban tiempo sin verse. Preguntan si conocen un comercio de tal especialidad, pero su mujer ya está practicando la dulce sensación de dejarse mecer en las tiendas de Huesca, mientras él se ocupa de su pequeño hermano, que tiene el mismo aspecto inquieto que él.
Está absolutamente al tanto de cuanto le sucede al Huesca, "por supuesto, lo sigo todo". Siente al club como propio, ama los colores y le seduce el aroma del cerro de San Jorge. Seguro que, tan creyente como es, reza (y buena falta que nos hace). Está muy bien en Pamplona, y lo estará en cualquiera que sea su nuevo destino, porque es -buen-hombre de mundo. En la despedida, ¡suerte!, contesta igual. La diferencia es que él no la necesita salvo para evitar las lesiones. Así pues, hasta siempre. En menos que canta un gallo, otra vez en su casa. En la de Huesca.