No somos capaces de aplicarnos los aforismos más arraigados de nuestro idioma. Invasimos como somos, opinamos de todo y en ocasiones sin necesidad de conocimiento. Es legítimo. Pero no olvidemos ese refrán, certísimo, de que sabe más el loco en la casa propia que el cuerdo en la ajena. La hostelería es una de esas materias en las que todos somos expertos. Es obvio. Exactamente igual que los policías siguen siendo represores; los empresarios, especuladores y los curas, franquistas para las mentes obtusas y poco evolucionadas, de cafés, bares y restaurantes todos tenemos un máster sobre sus virtudes y sus defectos, sobre las soluciones a sus problemas de personal, sobre las aplicaciones frente al encarecimiento de la luz y de las materias primas, sobre los cuadrantes para que tengan abierto a nuestra conveniencia a todas horas en compatibilidad con los derechos de los trabajadores, sobre los salarios dignos y las conciliaciones. Es, por esa erudición que para sí hubiera deseado Anthelme Brillat-Savarin -quien acuñó el término gastronomía- que todos hemos montado un establecimiento y ha sido un rotundo éxito.
Del cierre en San Lorenzo del Tatau Bistro he escuchado toda clase de vituperios. Ni siquiera sabiendo que Borges sostenía que la duda es uno de los nombres de la inteligencia, nos planteamos que, quizás, debiéramos pronunciarnos con más prudencia. O preguntar. Es una buena vía. A mí no me surge la inquietud. Si lo hacen, Tonino y Arancha sabrán sus razones, que quizás tengan que ver con el conocimiento del negocio y con la experiencia sobre las fiestas. Es probable, sólo probable pero no imposible, que conciban que su servicio no se puede prestar en las condiciones que se dan en la calle Azara de esta ciudad. Sería incluso plausible, si las autoridades no lo han hecho, que desde las instancias turísticas alguien se cuestionara el motivo de la clausura laurentina de uno de los iconos de la restauración oscense.
Voy a ser bruto en la expresión. Quizás San Lorenzo, que es una fiesta maravillosa, no sea seductor para la alta restauración. Quizás, sólo quizás pero quizás sí, no estaría mal pensar en estos nobilísimos refectorios, como la Taberna de Lillas Pastia y su aledaño Café del Arte. Recojo una llamada de Carmelo Bosque pasada la medianoche de la víspera, ya metidos en Día Grande, y entiendo su enojo. Su clientela ha estado sometida a un estrés acústico importante porque la programación oficial ha determinado que, a unos metros de su establecimiento, haya un concierto de rock que dificulta el entendimiento en las plácidas mesas del salón. El confort forma parte ineludible de un restaurante con Estrella Michelín, pero nadie ha pensado, a la hora de colocar el escenario de la plaza de Navarra, en este pequeño detalle. 23 horas. Cena, música de violines, luz relajante, viandas deliciosas y, ¡zas!, el chunta-chunta. Nadie entienda esta queja como una crítica al conjunto que sonaría al lado de la obra de Manuel Camo y Nogués, sino como un lamento por la falta del detalle. Resulta tan sencillo como reorganizar el horario a las 00:30 horas, si bien ahí podemos encontrar con una cierta incomodidad del vecindario en el que también hay que pensar.
Como espero ya los improperios oficiales, les diré que conozco la destemplada advertencia del Che Guevara de que, si no hay café para todos, pues no hay café para nadie. No es una cuestión de privilegio. Es una elección. Y todo es legítimo. Pero, al menos, seamos conscientes de que podemos estar sembrando el camino para que las Estrellas se conviertan en Lágrimas y un poco del fulgor de San Lorenzo se deslice hacia el demérito. En otros lares, se consulta mucho a los profesionales. Aunque todos seamos MBA en Hostelería y Ciencias.