Como casi todo lo que recuerdo, el binomio espacio tiempo va adquiriendo un aspecto borroso con el paso de los días. He explicado con frecuencia en clase que cuando nos echan a la vida el cerebro no es un recipiente completamente vacío que con el paso de los años vamos rellenando de conceptos desde todo lo que nos rodea, la familia y la escuela por ejemplo, y que percibimos a través de los sentidos. Que nos pasa a nosotros como a esos trastos que llamamos ordenadores pese a que no ordenen casi nada; no nos venden una caja vacía. Viene algún que otro dato con el cacharro.
Favorecer el desarrollo de los sentidos era, a mi entender, la pretensión de esa asignatura sideral que se ha nombrado de incontables maneras en los siglos transcurridos desde la puesta en marcha de la enseñanza obligatoria, con lo fácil que hubiera resultado darle una sola denominación, Dibujo, por ejemplo. El nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, nada existe en el intelecto que no haya pasado primero por los sentidos, con el que animaba a favorecer el desarrollo de la inteligencia mediante el uso de los cinco que nos da la naturaleza para la creación de cualquier objeto artístico o funcional, encontraba una excepción evidente: los conceptos de espacio y tiempo.
Predicaba con insistencia que no tenemos necesidad de aprender esos dos conceptos desde las experiencias sensoriales porque vienen colocados de serie en nuestro cerebro y por consiguiente ya los tenemos aprendidos: son elementos apriorísticos que aporta nuestra propia facultad de conocer, solía decir poniendo cara de filósofo antiguo. Argumentaba luego indicando que a ver quien era capaz de pensar en algo –como el primer estacazo que recordaban– que les había ocurrido en ningún momento; o si era posible dejarse la mochila con los libros en ningún lugar…
Durante los años vividos vamos rellenando espacios y tiempos que quedan de inmediato vacíos; desaparecen en esa nebulosa que nos empeñamos en definir como realidad pasada, como historia aunque, en ocasiones, espacios y tiempos que ya no existen vuelven al primer plano como si de nuevo formaran parte de nuestra cotidianidad. Me ocurrió hace unos días en la calle Loreto que albergó durante años la oscense galería S’Art con puerta y ventanas del escultor Iñaki en su fachada. Fue un sobresalto que me hizo pensar en la dudosa realidad del binomio que aquí se trata.
En ese espacio, que albergó algunas de las mejores pinturas producidas en España a partir de los años setenta del pasado siglo, una gran viga triangular, siempre pintada de blanco, obligaba a reverenciar el altillo que se había dispuesto para almacén y había servido en sus últimos tiempos como estudio de un excelente pintor en su tarea de iluminar dos ermitas del Somontano, por la zona de Lascellas, que desde entonces merecen visita por doble motivo.
La viga soportaba el tejado de la sala en la que anduve algunos meses de esos años setenta preparando exposiciones y catálogos y la reverencié casi a diario por el bien de mi recipiente recolector de ideas. De regreso a casa en uno de los atardeceres mágicos que nos ofrece el principio del invierno la fachada, que había perdido ya los hierros que la adornaban tras su cierre, había desaparecido por completo y la viga había dado una soberbia pintacoda y permanecía como acróbata boca abajo en un equilibrio inestable que le fuera a durar tan solo unos instantes más.
El vuelco de la viga dio lugar a otro vuelco interior que convirtió en actuales algunos de los momentos y los espacios que teóricamente ya no existen; espacios y tiempos que pasaron a componer lo único que nos pueden arrebatar porque es lo único que nos pertenece: el presente. Montajes, inauguraciones, conferencias, ventas, amigos que pasaban a clientes y viceversa, conciertos, recitales… en tardes como la que se extinguía con cromática momentánea de violetas y rojizos que serían negros transcurridos apenas algunos segundos. Espacios y tiempos pasados ocupando el presente.
El binomio espacio tiempo alterado una vez más. Qué le vamos a hacer.