Existen diferentes versiones del origen de la palabra carnaval, que unos derivan del latín (o el italiano según sea la fuente de información) carnevale que significa la despedida de la carne que no se comerá en los siguientes cuarenta días de la cuaresma cristiana antes de la Pascua. La relación filológica del término con las celebraciones que los romanos hacían en honor a Carna, hija de Heleno, diosa de las habas y el tocino se establece decididamente por una sección de investigadores.
Otro grupo de sesudos analistas se decanta por explicar que Carna, Cardea, también conocida como Cardinea y Cardo en la mitología romana, era la diosa de la salud de los órganos, los umbrales, las bisagras y pomos de las puertas, y diosa titular de las casas romanas; también estaba asociada con el viento, protegía a los niños de los vampiros y las brujas, y era también benefactora de los artesanos lo que daba lugar a las correspondientes celebraciones en honor de tan completa encargada.
Hay terceros que van mucho más allá y afirman sin rubor que los registros del verdadero origen del carnaval datan de cinco mil años atrás entre las poblaciones sumerias y egipcias. Para los sumerios era importante expulsar a los malos espíritus de las cosechas con una gran fiesta y ahí estaban dispuestos al sacrificio. Por su parte, los egipcios consagraban estos días a Apis, el dios asociado a la fertilidad que no parece tener una gran relación con el ayuno, pero que era motivo suficiente para organizar una considerable algarada.
Al ser una fiesta pagana los cristianos, en la edad media, la convirtieron en una celebración de desestrés, desinhibición, fiesta y baile antes de comenzar la abstinencia y purificación de la cuaresma. Está claro que la fiesta carnavalera precede, al menos en los dos mil años pasados, a un periodo de ayuno y de purificación tanto interior como exterior.
San Atanasio, quien las crónicas nos advierten que nació en el 328 y falleció 45 años más tarde, resumió de manera contundente los efectos del ayuno: Cura las enfermedades, aleja los espíritus malignos, ahuyenta los pensamientos malos, da mayor claridad a la mente, purifica el corazón, santifica el cuerpo y, finalmente, conduce al hombre ante el trono de Dios. Un programa completo, vamos.
No sé si en la actualidad hay un porcentaje excesivo de ciudadanos, incluidos los creyentes, que tengan demasiado en cuenta para su existencia general y para la particular práctica del ayuno cuaresmal esa conducción final hasta un trono. A mi padre, por ejemplo, en su condición de republicano convencido y creyente católico pertinaz tanto o más que las sequías, no me lo imagino dirigiéndose a ningún trono como efecto de las abstinencias queridas o no que tuvo que practicar a lo largo de su vida; me cuesta menos pensar que, como muchos otros, aprovechara los ayunos para clarificar la mente, ahuyentando los pensamientos perversos o buscara cierta purificación cardíaca.
Últimamente el sentir de los promotores festivos parece dirigirse a una cuestión que se predica desde todos los programas oficiales o particulares organizados en tan festiva semana que nos advierten, desde pasquines y medios de comunicación, que durante estos jolgorios hemos de disfrazarnos, aparte para favorecer un sector productivo concreto, que no está el comercio como para echar cohetes, para convertirnos en alguien que nos gustaría ser; que en estas fechas previas al periodo purificador podemos pasar a ser quienes de verdad queremos ser; quienes nos de la real gana.
La publicidad en este caso me parece no mala sino perversa. En una sociedad en la que sus componentes juegan habitualmente a parecer cualquier cosa menos lo que son en realidad (y no me refiero solo a los políticos) sería mucho más sensato y ajustado a la vera imagen de sus ciudadanos vender la semana de carnavales como el momento del año en el que todos podemos aparecer ante los demás como lo que somos en realidad.
Una semanica tampoco es tanto rato, ¿no?