Vivimos en un perverso mundo tuitero. Primero lanzamos la ocurrencia y, luego, si acaso, si hubiera que aplicar alguna argumentación, la envolvemos de motivaciones, que no de razón. No hay otra causa que el poder en tal desempeño. Sólo así se explica la cierta naturalidad que se desprende de las más que presumibles negociaciones con quienes indisimuladamente sostienen que su objetivo es derrotar, derrocar y derribar al Estado. Y una parte de este país admite que tal resignación es legítima, porque conciben que no hay bien mayor que abrazar el gobierno. Sí es legítimo, que no legal, la atribución de tal autoengaño a VOX y todas las atribuciones que se le hacen. Y lo es por la libertad de expresión, pero no por pensar que, de no estar el partido de Abascal, Pedro Sánchez hubiera renunciado a la Moncloa por la inferioridad en su escrutinio respecto a Feijóo.
En todo caso, en el capítulo de intenciones, de anhelos y de subjetividades, resulta difícilmente objetable en democracia cualquier pretensión. Exactamente igual que lo es la afirmación de los voxistas de su constitucionalidad y carácter democrático. Todo entra dentro del derecho de opinión y también, con un espíritu libre, de la volubilidad de ésta en función de la evolución del pensamiento de las personas, de los colectivos y de los países. Lo contrario es negar nuestro derecho al cambio.
Esta pasada noche, al albur del escaño madrileño que se ha ido al refuerzo de las tesis de Feijóo, hemos leído dos urgencias proclamadas por el ansia de poder. Por un lado, Sumar que quiere crear un Estado asimétrico de corte federal o confederal. Por otro, un dirigente del socialismo vasco que propugna también un cambio en la constitución para convertir a España en un estado federal. Uno de los peores negocios que puede acometer un país es el cambio de toda su estructura democrática por una conveniencia coyuntural, sin un profundo estudio. Además de poco serio, en el mejor de los casos puede tener efectos nulos o mínimos, en el peor muy negativos y en el más habitual puede provocar, cuando la coyuntura y el interés cambie de bando, la retroacción de lo acordado. Sólo desde la reflexión, el análisis y la abstracción a cualquier tipo de circunstancias puede perdurar una Constitución lo que ha hecho la de 1978.
La realidad es que España ya es en sí mismo un país asimétrico. Lo son todos, igual que lo son nuestros cuerpos. Tenemos una pierna más corta que otra, un pecho más voluminoso y un brazo más musculado. En España, por las circunstancias de que Aznar ha tenido que pregonar que habla catalán en la intimidad y Felipe González, Zapatero o Rajoy lo han hecho sin necesidad de vocearlo, hemos vivido una gran parte de la democracia al albur bancario de Pujol y de los recogenueces del nacionalismo vasco, siempre prestos a llenar las arcas públicas -y presuntamente no pocos bolsillos privados- discriminatoriamente a favor de las comunidades apriorísticamente -y también por razones históricas franquistas, para qué vamos a manipular la historia- más ricas de España. Quiere esto decir que esos volúmenes de los Presupuestos Generales del Estado han sido destinados al País Vasco y Cataluña en detrimento de regiones menos desarrolladas del país. Curiosamente, las más leales al modelo de construcción de España. Esa resistencia en las convicciones, pese al desafecto gubernamental, sí que es meritoria.
En los últimos cuatro años, aparte hemos padecido algunas indignidades del Estado que chocan con la dignitas hominis que predica Fernando Savater, como la influencia de los herederos de ETA o la excarcelación de quienes atentaron en grado de tentativa al Estado en Cataluña. El uso de las prerrogativas gubernamentales para favorecer a algunos de los más conspicuos delincuentes juzgados y condenados ha ido acompañado, lógicamente, de abundantes partidas presupuestarias por reclamación de peneuvistas, esquerrianos, bilduetarras y toda la ralea más insolidaria con el resto del país.
Nada indica que esa evolución vaya a cambiar, sino al contrario, porque el bien supremo es sentarse en la Moncloa, lo cual es legal pero en materia de legitimidad podríamos discutir largo y profundo. Por eso conviene advertir de lo que va a suceder. No es catastrofismo ni apología del apocalipsis. Pero las arcas son finitas -con el techo de gasto que impondrá Europa aún se estrecharán más- y todo el exceso de inversión en Euskadi y Cataluña habrá de ser reducido en aportaciones al resto de las comunidades, algunas tan ricas -ironía, modo on- como Extremadura, las dos Castillas, Aragón, o Asturias. Quiere decir que habrá menos recursos para educación, para sanidad, para acción social, para infraestructuras y, a su vez, menos competitividad para la atracción de empresas, de desarrollo y de empleo. Nada que ver con estados federales, por cierto, donde el grado evolutivo es mucho más parejo.
¿Cuál es la conclusión? Que la implantación por ocurrencia o por conveniencia de un modelo federal -que esperemos que sea imposible porque proteja de tal indecencia a los españoles el Constitucional- representa una injusticia atroz, un agravio hacia las regiones menos desarrolladas, una desigualdad evidente entre los ciudadanos del país, una doctrina del desequilibrio y, de paso, un aliciente para el desinterés de los españoles por España. Y es que, si las comunidades ricas no contribuyen sino que chupan desmesuradamente del bote común, ¿para qué coño queremos un Estado? Esto es, la brecha entre mis vecinos de la calle Los Olivos de Huesca, los del Paseo de Gracia de Barcelona y los de las Arenas de Guecho no tienen otra evolución posible que la del agrandamiento. Ellos más ricos, nosotros más pobres. Lo dicen las artes de la políltica y las ciencias de la lógica y la economía, y sostener lo contrario es engañar y engañarse.
"España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino, lo que es más hondo y substantivo que la política, en la convivencia social misma. De esta manera no podrá funcionar mecanismo alguno de los que integran la máquina pública. Hoy se parará una institución, mañana otra, hasta que sobrevenga el definitivo colapso histórico". José Ortega y Gasset. Hace 102 años.