Hace muchos años, en aquel gozo de ciclo de debate que parimos y decidimos entre Ruspi, Pepe y un servidor llamado Diáspora, la genial Guayente Sanmartín, ese talento originario de Anciles (no sólo de Iris y Bruno Jordán vive el ingenio de este pequeño pueblo), contestó a una insistente pregunta sobre el más inminente lanzamiento de HP, la multinacional tecnológica en la que la ribagorzana sigue surcando hacia los cielos directivos. Primero, dijo "No". Ante la pertinacia del inquiridor, ella replicó más contundente, eso sí, con una sonrisa en la boca: "¿Qué parte de la palabra No no has entendido?" No hay más preguntas, señoría.
Algo similar me ha sucedido ante las reacciones de toda la patulea de socios del Gobierno que han puesto a parir a Felipe VI tras su discurso de Navidad, entre la impavidez exigida y timorata del ejecutivo que no puede siquiera defender al Jefe del Estado por temor a represalias. Tal es la miseria moral. Sólo desde el odio feroz a España se puede concebir una profunda discrepancia a las palabras del monarca. ¿Qué parte de la bondad de la serenidad, de la negatividad de la atronadora contienda política, de la virtud del consenso, de la solidaridad con los vecinos de la dana, de la fertilidad de la convivencia y el civismo, de la conveniencia del diálogo, de la responsabilidad como consecuencia de la libertad no han comprendido o no consideran una barbaridad propia de regímenes anquilosados y anacrónicos?
La conclusión a la que podemos llegar con la rabiosa respuesta de los bildutarras, los filobildutarras peneuvistas, las ionebelarristas anhelantes de ser presidentas de república, el rufianesco humor a golpe de talonario del Congreso, es que al rey hay que anatematizarlo por versionar aquella famosa expresión admiradora de Otto Von Bismarck, al recalcar Felipe VI que "España es un gran país. Una nación con una historia portentosa, pese a sus capítulos oscursos, y modélica en el desarrollo democrático de las últimas décadas, derrotando incluso el acoso terrorista que tantas víctimas causó".
Ahí, justo ahí, es cuando saltan las alarmas, los resquemores y las furias infernales de estos cancerberos que con sus gruesas y estólidas cabezas impiden el tránsito hacia la razón de sus conmilitones. Y todo en medio del juego que está revirtiendo el sentido de la historia cual se vivió en tiempos de Fernando VII, al que el gran fugado ha emulado invirtiendo el histórico devenir: el disputado voto del señor Cayo Puigdemont demuestra que ha pasado de ser un "rey felón" a "El Deseado" (hasta el presidente del gobierno obviará su carácter delictivo para visitarle y la oposición ya no le hace ascos). Y este es el reflejo inequívoco de que una extraña peste está asolando el sentido común en nuestro país, y de que el único antídoto es la sensatez de un rey deseable.