Hace cuarenta y cinco años, creímos los españoles haber descubierto la piedra filosofal de la res pública. El Estado de las Autonomías. No es que naciera perfecto, porque en aras de la conciliación se reconocieron comunidades históricas allí donde, en realidad, no había sino deseo de no molestar lo que se venía a denominar las inquietudes identitarias. Suponíase entonces que era algo transitorio, porque no tenía lógica alguna una discriminiación positiva amparada en la residencia en una tierra u otra de España. Eran tiempos en que nos creíamos las dos grandes expresiones que toda duda sanaban: la vertebración y el reequilibrio territorial.
El paso de los lustros y las décadas constató que anhelaban las 17 autonomías de España el café para todos, aunque había dos que querían añadir la copa y el puro (habano). La aritmética parlamentaria y la falta de escrúpulos por quienes detentan el poder les ha puesto güisqui Macallan y el mejor Partagás de los más acreditados estancos. Mientras, aquello del reequilibrio, la vertebración y la España (y Europa) de los ciudadanos ha transferido su depauperación al concepto de España Vaciada en la que han confluido gentes bien intencionadas con practicantes de la cueva de Alibabá. La brecha no es sólo de género o de clases, hoy por hoy también lo es entre ciudadanos de acá y acullá, acá los condenados a la pobreza, allá los ricos beneficiarios de la cobarde entrega de los monclovitas.
Dos grandes catástrofes han dado un doble aviso al Estado de las Autonomías. La pandemia, olvidados ya los cientos de miles de personas que crían malvas en el tramposo conteo ministerial (salvo los 7291 de Ayuso que hay quien recuerda recurrentemente), constató que no sólo no teníamos la mejor Sanidad del mundo sino que, además, nuestro sistema era obviamente mejorable. Muy, muy mejorable. La gestión del coronavirus, como afearon organismos internacionales, fue deficiente. Y este modelo autonómico, aunque no lo quieran ver los gobernantes, quedó debilitado por su ineficiencia y sus lagunas. No sólo por la Sanidad. En vez de reinventar la educación y los servicios sociales, en Moncloa decidieron que era mejor tirar de decretos inspirados por funcionarios muy, pero que muy mediocres.
La dana de Valencia ha puesto en evidencia nuevamente al Estado de las Autonomías. Una catástrofe, éste, en sí mismo. Una demostración del ejercicio de trileros en el que se ha convertido la pugna política, en el que todo vale, incluso doscientos y pico muertos, con tal de obtener miserable rédito. No, no es de recibo que un español haya de levantar la voz para que inmediatamente acudan en su auxilio todos los recursos estatales, estén en Valencia, Aragón, Andalucía, Cataluña o País Vasco. Va de oficio, va de observación, va de honradez. Y aquí, que si tirios y troyanos, lo que se ha comprobado nuevamente es que el sistema no sólo no funciona, sino que en sus grietas mata.
Como en los parlamentos, han sido dos avisos. Particularmente, pienso que hay que repensar el sistema y no por que lo reclamen Bildu, Junts, PNV o el sursum corda, porque siempre que se hace bajo una presión abyecta el resultado es horrible. Es por salud democrática, para prevenir los extremismos y, sobre todo, para responder con honradez intelectual a una inquietud que no es caprichosa: cuando se tensiona por un desastre cualquier parte de España, el conjunto estatal responde mal. Es, como mínimo, incompetente. Y, entonces, se llenan los camposantos. Quien no quiera verlo así es que tiene una gran cortedad de miras y una insufrible miseria moral. Al tercer aviso, el Estado será retirado a los corrales o la razón le retirará la palabra.