Un tsunami está destruyendo la facultad fundamental de la especie humana: la inteligencia. El conocimiento, la capacidad de comprender, ha de nutrirse activamente. No existe comodidad para su desarrollo, porque, de no ser ejercitada, acaba sucumbiendo a la estulticia, a la imposibilidad de leer la vida, a la inaccesibilidad a los arcanos de la existencia, de la individualidad y del cuerpo social.
De cuando en cuando, hay que rebelarse para renacer. Cual ave fénix. En mi caso, he tomado la determinación, como tantas veces en mi vida, de dejar de escuchar las tertulias. Entiéndase bien, de escuchar. Es posible que, por circunstancias de sociabilidad familiar o comunitaria, en mi espacio se ofrezcan los debates. Y, sin embargo, en mi libertad, he escogido que si es el caso, si no puedo evitarlo por respeto a los demás, me coloco unos cascos metafóricos y hago incluso fuerza para ser impenetrable a las ondas.
Retumba en estos tiempos Kapuscinski y su sentencia más aplaudida, la de que, cuando se descubrió que la información es negocio, la verdad dejó de ser importante. Y me pregunto si es posible que, internamente, la polarización de los opinadores que es como mínimo tan real como la de los dirigentes de la función pública constituye una cerrilidad inabordable para la flexibilidad, para la ductilidad que es fundamento de la inteligencia. Pensar toda la vida lo mismo es de una pobreza aplastante, porque la realidad no es homogénea sino cambiante.
Escuchar, hasta el cierre voluntario al que he aludido, siempre los mismos argumentos en las mismas posiciones sin ápice ni centímetro de variación ante las realidades no sólo es aburrido, sino sobre todo expresión de una misérrima dotación cognitiva. No reconocer en torno al asunto que nos entristece en nuestros días que los errores, negligencias e incompetencias han sido multidireccionales, multifocales y de orígenes duales o múltiples es tanto como renunciar a la honradez intelectual. En un porcentaje prácticamente total, la información se alza como una mercancía. De izquierdas, derechas o mediopensionistas, son capitalistas informativos, la tratan como mercancía despersonalizada.
Y en ese escenario se vive mal, pero lo más grave es que se actúa peor. En la manipulación, que no es patrimonio de ninguna bandería, pierde quien la admite y empeoramos, cuando se acumula por cantidad de acólitos irreflexivos, los que conformamos la sociedad. Sobre todo mientras los que se desenvuelven en tales prácticas tienen cualquier tipo de influencia. Hasta entonces, tenemos la opción de apuntarnos nuevamente a Kapuscinski y colegir que no hay verdad más alta que la literaria.