No fue un pregón más. Fue palabra de pastor. De enviado con verbo divino. De testigo secular de los padecimientos que sufrió Jesús. No un Jesús neutral, indiferente. Del Jesús incómodo para los poderosos e impopular para las clases humildes renuentes al compromiso, renuncia que en realidad lo es a la propia humanidad. José Antonio Satué, para quien le quiso escuchar y quien le quiera leer (recomiendo su pregón íntegro pinchando aquí), encendió un fuego que no sólo calienta en el frío de los tiempos sin corazón, sino que alumbra en medio de un pretendido apagón de la razón y de la fe.
Sólo con amor a la verdad y con verdad de amor se puede proclamar que Jesús tuvo el final como hombre coherente con su condición rebelde a las convenciones y a la conveniencia. Como el Cristo, José Antonio Satué puso el dedo en la llaga. O en las muchas llagas que hoy se convierten en profundidades en las que entra la deshumanización y la intrascendencia. En su recorrido por la semana de pasión y calvario del Señor, el obispo de Teruel y Albarracín iba sembrando de incomodidad, de dolor y de severidad nuestro confort de sofá mullido. "Los buenos, cuando son cobardes, acaban siendo injustos".
En los oídos dispuestos a escuchar, en las mentes proclives a procesar las enseñanzas, el prelado cercano y bueno que es el de Sesa fue introduciendo en los surcos semillas de fe y de autenticidad, para expulsar las malas hierbas del conformismo y la inanidad. El relato se espesaba con las felonías y las barbaridades que padecía Jesús camino de la Cruz, ese Dios que elegía la versión de carne y hueso para quedarse prácticamente en una "piltrafa". Así, descarnadamente, sin iconografías idealizadoras. La muerte terrenal "coherente" con su desempeño redentor.
Y, en la Resurrección, como las campanas de la leyenda, monseñor Satué Huerto vitaminaba la cristiandad de los presentes con pruebas del fuego que invitaba a avivar. No, no era un sermón, apenas un pregón convencional. Era un aldabonazo tras otro en las mentes. El individualismo, la indiferencia, los sectarismos, el relativismo, la mentira, las guerras y las injusticias, el egoísmo, la solidaridad de pacotilla, la desesperanza, la pérdida de sentido que sólo son posibles cuando la oscuridad del desdén por los demás y por uno mismo se apodera de una comunidad que debe ser universal.
Quizás, sólo quizás, alguien de entre el público piense que está exento de esas calamidades, esas lacras que están en el fondo de todos los males sobre el planeta tierra. Quizás también entre quienes me estén leyendo. Me retracto: si no quieren ver la luz, no lean el pregón como les recomendaba antes. Vivan en su castillo oscuro, en sus doctrinas sin introspección ni reflexión. La abulia también es una opción, aunque deshumanice, aunque haga perder el hálito de la vida.
Pero, si son iglesia, o son humanidad, lean y escuchen, observen. Identifiquen a los pastores buenos como José Antonio, o Ángel Pérez, o el Papa Francisco. Esos que nos explican lo que al principio nos duele, como el pinchazo de una inyección de verdad y trascendencia, pero que luego refuerza nuestra consciencia de la integridad no sólo física, sino espiritual. Y aprecien la sensación agradable de acoger la palabra de los demás, interpretarla y, si es preciso, rectificar. Ese sí que es un valor que falta en buena parte de la Iglesia y que nos hace más universales, mejores cristianos, personas óptimas. Cerrar los ojos, taponar los oídos, sirve para pastar, pero no para seguir el fuego del buen pastor. Del guía de verdad. Reflexionemos. Nos ayuda ese Señor que, en "mi" paso de la Enclavación, sufre bajo el tormento de los soldados que lo clavan a la Cruz. Mírenlo y descubrirán el fuego. Gracias, monseñor Satué Huerto. Ha avivado mi existencia con el instrumento de la palabra cierta.