¡Quiten sus sucios dedos del niño!

21 de Agosto de 2024

No me puedo quitar la imagen que presupone mi mente. La persecución. La estampida. La selva en la que huyen los más rápidos. O los más afortunados. El depredador, salvaje, criminal. La víctima es siempre la que tropieza. Entre debilidad e infortunio. La bestia, la hiena, asesta la primera puñalada. Angustia. . La cara del pequeño Mateo declina el miedo y acusa el dolor. La segunda, otro retorcimiento. La tercera, la resistencia queda exhausta. La cuarta, a merced del asesino. La quinta, los músculos se contraen. La sexta, la sangre brota incontenible. La séptima, apenas queda un hilo para la voz. La octava, rendición definitiva. La novena, los estertores apenas perceptibles. La décima, la última luz. La undécima. Se acabó.

Una instalación deportiva asaltada entre la travesura de los pequeños y el instinto criminal del agresor. Veinte años. ¡Dios mío! ¿Cómo se puede acumular tal ensañamiento, tal crueldad? ¿Acaso no existe una justicia divina para evitar la destrucción por la destrucción? Hace falta mucha fe para no flaquear. Mucha fe en Dios, porque en la humanidad todo se tambalea.

El respeto se desmorona. Ni siquiera el duelo por Mateo impone el silencio debido. La serenidad para soportar el dolor insufrible. La sensatez para que las palabras, una, dos, tres, hasta once u once mil veces once, no sean otras puñaladas a Mateo. Y a su familia. Y a esos pequeños compañeros que le lloran con franqueza, mientras seguramente sus padre suspiran, si acaso cobardemente, porque no le tocó al suyo. El egoísmo, el individualismo atroz, la insolidaridad, la incapacidad de dar valor al yo poniéndome en el lugar del otro. Del apuñalado. Del que, en segundos, vivió más terror del que puede admitir un ser humano. El desvanecimiento del sentido del prójimo. El aislamiento en la barbarie. ¿Quizás es que realmente estamos solos?

Cuando Umberto Eco definió las redes sociales como una legión de idiotas que antaño hablaban en la barra de un bar después de tomarse un vino, pero no dañaban a la comunidad porque eran silenciados, y ahora compiten en legitimidad con un premio Nobel, todavía no conocía de lo que era capaz este mundo que ha pasado, como dice Byung-Chul Han, de una comunidad sin comunicación a una comunicación sin comunidad. Las alimañas invertebradas, de uno, de otro y de mil lados, están preocupadas por la líquida imbecilidad de la confrontación, por la falta de conmiseración, por la búsqueda de culpables y no de razones. Que si negros, que si blancos, que si verdes que si azules, que si rojos o amarillos, sin entender que, por caridad, por sensibilidad, por humanidad, no queda sino llorar a Mateo. Aun sin conocerlo. Para que esos dedos que expelen bazofia, odio y horror fueran destinados a acariciar el recuerdo de un inocente, de un ángel blanco al que el color, la nacionalidad, el credo o la ideología de su verdugo ni agravaron ni arreciaron el vacío en el que, de manera abrupta, se sumió repentinamente. Tristemente. ¡Qué solos se quedan los muertos! ¡Qué solo se queda Mateo! Una oración para enterrar un tuit. Dios se apiade de los miserables, porque de ellos es el patrimonio de la indignidad. ¡Quiten sus sucios dedos del niño!