´Todos los extremos se tocan y todos son malos. La reducción de la jornada a 37,5 horas constituye una medida absolutamente demagógica, populista e insensata. Ajena a toda ciencia, ayuna de cualquier lógica. Y, lo que es peor, un atentado no ya contra los derechos de las empresas, sino también de los trabajadores a los que se ha metido en una medida despótica, de todo para el pueblo pero sin el pueblo.
Sinceramente, me preocupan poco los lamentos del señor Garamendi respecto al diálogo social que, siendo importante, es una cuestión de formas. Fea, pero de formas. La democracia también se juega, de manera sustantiva en las formas. La rotundidad de las organizaciones empresariales, como las respuestas de los hosteleros y los agricultores, debiera dirigirse (y así lo espero) a las dificultades añadidas que van a tener que soportar las pequeñas empresas, esas que sufrimos no sólo los costes laborales, sino cada tres meses que 21 de cada cien euros de nuestro sudor vaya a parar a las manos de María Jesús Montero, en unos casos para infraestructuras y servicios justificables y deseables, en otros -muchos- para auténticas estupideces.
Es evidente que no voy a defender la fórmula 9 9 6 de Jack Ma, de 9 a 9 (doce horas) seis días a la semana, aunque su argumentación sería perfectamente aplicable para quienes consideramos que el trabajo dignifica. La ministra de Trabajo, paradójicamente, no lo cree porque no sabe lo que es pagar cada tres meses 21 de cien euros producidos ni lo que es generar empleo más que a través del Boletín Oficial del Estado y a espaldas de los contribuyentes. Esos guarismos que manipulan con las medias verdades los datos del paro cuando sólo las administraciones generan empleo neto.
En el decreto, fórmula que está viciando de una manera denunciable los designios de una democracia que no merece esta sistematización arropada en una composición parlamentaria tan abyecta que confluyen -por intereses propios y no por el general- partidos de ideologías contrapuestas, se ha procedido a una simplificación aberrante: considerar que son idénticas las 37,5 horas de un agricultor bajo el sol o un minero bajo tierra que las de, pongamos, Yolanda Díaz en su butaca mullida. Y en un acuerdo con los sindicatos que, en su molicie de vino y rosas, reniegan de una concepción moderna del mercado laboral por la que la suerte de los trabajadores se halla inmersa en el destino de las empresas. Y, en un país con tantas pequeñas, de las pymes.
De hecho, he de reconocer que me gustaría proponer, aunque sea sin éxito, una insumisión conjunta empresas-trabajadores desde un sentido crítico y reflexivo, porque me encuentro camareros, dependientes y agricultores que son conscientes de que de ellos depende el funcionamiento de las empresas y, con ellas, del país. Quiere decir que la ministra de Trabajo más izquierdista de la historia de la democracia en España está perpetrando un atropello a los derechos de la sostenibilidad de los trabajadores. Pero, en este país insensato y poco productivo, pueden ustedes considerar que este artículo es "fachosférica". Y echarse la siesta en la que han convertido sus lacónicas existencias a la espera de que, como preconiza la Universidad de la Singularidad, concurramos en un mundo en apenas dos décadas con sólo un treinta por ciento de la población activa con puesto de trabajo. Y ahí, amigos, como rezan las Sagradas Escrituras, llegará el rechinar de dientes.
Yo, de momento, empiezo una jornada laboral de 37,5 horas... cada tres días (más alguna extra).