Viene a suceder que hemos devenido en una especie de 'neogoebbelsianismo', peligrosa y estúpidamente, que pone en entredicho el valor de la Constitución. Hasta hace unos años, cuando el bipartidismo imperfecto se rodeaba acaso de nacionalismos que no se atrevían a cruzar determinadas líneas, nadie osaba dudar sobre la Carta Magna. Apenas un puñado de antisistema periféricos y frikis se atrevían, con argumentos peregrinos, a calificarla de desfasada y, por tanto, renovable. Conforme los populismos, fenómeno hoy generalizado en cuanto a discursos y planteamientos, fueron aliándose con los separatistas para parasitar al gobierno, los ecos de las mentiras repetidas mil veces generaban un ruido amorfo del que tan sólo sale una frase nítida: hay que reformar la Constitución.
En estos tiempos de oquedad intelectual, todo cuela en una clientela cada vez más iletrada, y emerge una suerte de debilidad al estilo de la que preconizaba Einstein, que observaba una evolución desde la originada en la actitud hasta la desembocada en el carácter. La Constitución, simple y llanamente, es odiada por quienes abjuran de España y por quienes se sitúan en las lindes entre la ley y el delito. No gustan a quienes quieren destruir este gran país ni a los que han convertido con pretensión de impunidad las instituciones en un mercadillo, en un centro de negocios o en la caja de la que salen las juergas en puticlubes y otros tugurios de esnifar en coca enrollada en dinero sucio.
Y, sin embargo, entre muchas de las virtudes que la convirtieron en la Constitución más admirada del mundo porque fue la que consiguió transformar armónicamente una dictadura en una democracia, se sitúa su construcción de un Estado de Derecho que no admite ni atajos ni regates a la ley. Por eso la temen quienes la temen, porque uno de los pilares de su trinidad mantiene rígida la vara que, en manos de gentes sin atisbo de ética, estaría en el vertedero.
A la cita de los enemigos de la Constitución, es cierto, se suman cada vez más huestes dispuestas a convertir la convivencia en secta, a eliminar la alternancia y la alternativa, a primar el poder absolutista sobre la autoridad del estadista, a beneficiar a los que quieren explosionar las instituciones democráticas mientras la esquilman a golpe de sueldazo, a escoger los privilegios contra la igualdad de oportunidades, a empobrecer a la sociedad para nutrir su enriquecimiento,... No negaré que existe el peligro de una dana que, por las ciénagas de los barrancos de gentes sin escrúpulos, arrastre al fango a la democracia. No en vano, sostenía Maquiavelo que la habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Pero, llegado ese riesgo, con las aguas de la corrupción al cuello y la vulneración del sentido de responsabilidad en el uso de las estructuras y las herramientas del Estado, en el último momento, cuando apenas encontremos respiración, sólo nos quedará la Constitución. La de 1978, sí. Tan fuerte que es el único material resistente a amnistías, latrocinios y satrapías que nos amenazan y nos obligan a recurrir a la última esperanza, una última Carta de libertades y derechos. Y es magna.