Hace unos cuantos años, un director de la corporación aragonesa de radio y televisión sorprendió a la concurrencia anunciando beneficios en un ejercicio. La cuenta era tal que así: habían tenido un superávit de millón y medio largo de euros porque tal había sido el ingreso. No se contabilizaba, porque se daba por hecho, que el erario público había aportado 42 millones. Recuerdo decirle a mi amigo que el balance no era muy riguroso... a lo que añadí que, sin embargo, Aragón Televisión y Aragón Radio me parecen un buen ejemplo de medios públicos al menos por su intento de pluralidad y por un puñado de profesionales magníficos. Llegarían posteriores épocas donde se cambió la diversidad por el veto. Pero eso es harina de otro costal.
El culebrón Broncano se está analizando con una superficialidad que me resulta pasmosa. Definitivamente, estamos perdiendo la facultad reflexiva. Las tertulias se extienden en argumentos absolutamente superfluos sobre si son tirios o son troyanos, si puede ganar el uno o el otro la batalla de las audiencias, y si es legítimo soltar del erario público 28 millones por dos años, que sinceramente es una puñetera barbaridad.
Y, sin embargo, la cuestión es mucho más profunda. En las facultades de Periodismo de antaño (las de ahora por razones obvias no las he pisado) se definía la misión de los medios de comunicación con una trinidad verbal: informar, formar y entretener. Dependiendo del tipo de medio (prensa, radio y televisión) había una mayor especialización en una u otra modalidad.
Probablemente suene arcaico este discurso y, sin embargo, en su mantenimiento nos jugamos nuestra esencia como consumidores maduros de contenidos frente a las tentaciones de infantilización de las audiencias que emanan tanto de despachos directivos como de palacios presidenciales, ministeriales o gubernamentales. El problema es de raíz. Una televisión pública no puede competir con las privadas con otras herramientas que la calidad, el rigor, la profesionalidad y la ética. Programas que rozan, cuando no rebasan, la vulgaridad y que no aportan absolutamente nada edificante no pueden ser objeto de un medio público digno, salvo que le cambiemos el epíteto de público a gubernamental.
No es la cuestión si es Broncano, es fulanito o si es menganito. La competencia de una televisión pública no puede ser Pablo Motos ni El Hormiguero ni el Sálvame de turno. La única motivación ha de ser la superación a sí misma con contenidos que entretengan pero, sobre todo, informen y formen. Lo demás es frivolidad, clientelismo, mediocridad y una falta de respeto a los ciudadanos, todos, que pagamos con nuestros impuestos un medio que pierde su razón de ser con actuaciones como éstas (y otras de tendenciosidad manifiesta). Y a quienes toman decisiones estúpidas como bañar de millones a personajes indignos de percibir, vía arbitrariedad, el favor del presupuesto general.