La naturaleza, este absoluto que marca el ritmo de nuestra existencia, ha parcelado el tiempo y ritmo del colectivo humano en periodos de civilización y cultura de singular esplendor que ineludiblemente han acabado en decadencia, como la vida misma. Nuestra España, no la única pues entre otros países está Francia, en estos momentos, están marcando el final de uno de los grandes ciclos de la humanidad como es el periodo de la cultura grecolatina del que formamos parte como cultura occidental. Esta decadencia es indefectible, como lo fue el destino de todas las civilizaciones y culturas conocidas.
Porque ya, a la aberración la llamamos derecho, al caos, libertad; a la manifestación del dislate, expresión libre; lo cutre se presenta como alternativa a la belleza, la ética ha quedado postergada como una solterona relegada a vestir santos, el sentido común ha sido subsumido por los auto creídos demócratas que se lo han apropiado sustituyendo la sabiduría popular por sus veleidades…
Los valores han sido actualizados por no se sabe qué, pero señalando como anacrónico todo lo que ha hecho grande a un país; a los delincuentes políticos se les ha otorgado la arbitrariedad de que modifiquen la calificación de sus aberraciones, en vez de exigirles que rectifiquen sus actitudes… las referencias inmutables están siendo despezadas con pachochadas como aquello del todos-todas-todes.
Los mitos, ¡oh, los imprescindibles mitos! han sido desbancados sustituyéndolos por chuminadas presentadas como “crème de la crème” en París 2024. En esta desolación, la vida, que es el único valor absoluto palpable, se reivindica de forma antojadiza y autocomplaciente, a costa de estar condenado a formar parte del predeterminado listado de “fachas”, cuando se muestra resistencia a aceptar la eliminación de seres humanos, los todavía no nacidos, llegando a formular de este asesinato un derecho constitucional, como pretenden los progres franceses, mientras que del maltrato animal, que es una cosa muy fea, se ha hecho un delito abominable…
No da para más, pero a menos no podíamos llegar. Esta es la conquista de la sociedad del bienestar a costa de destruir la del bien-ser. Esto es lo que los nuevos mesías y vocacionados redentores, porque se presentan como mesías y redentores, llaman progreso. Este enjambre de bellacos, zánganos improductivos, pero que se creen abejas reinas, están diseñando una sociedad donde, uno puede agarrarse a lo que quiera, porque todo es válido mientras no se importune a los que democráticamente, eso dicen, han conquistado el poder.
Los atenienses prohibieron tocar la flauta porque la hinchazón de carrillos deformaba la armonía del rostro, nosotros nos hemos hundido en un pseudo éxtasis en que se pretende hacer de lo cutre la nueva armonía y germen de la actualizada estética. Eso fue el disparate necio y grosero presentado en el puente Debilly con esa gorda, informe, rebosando sebo por todos los costados teniendo impunemente la osadía de emular y desbancar uno de los relatos aceptados por buena parte de humanidad, o ese rudo estibador, con cara de bruto, embadurnado con todos los repintes de mujer, también el tipo, pretendidamente manifestación de una divinidad, con ambigüedad hasta el vómito, exhibiéndose con la indefinición de todo mal parido, el discapacitado reclamando legitimidad para que se acepten sus torpes movimientos como nueva estética, y el fulano de las barbas y pechos de mujer personificando la aberración…..
No es solo un sorprendente fallo de organización de los Juegos: es una evidencia del nivel de la cultura del auto creído país vecino, Francia, siempre encumbrada en la egolatría de creerse pionera de toda la cultura occidental, la nuestra. Y como leitmotiv a todo este dislate, esa música reiterativamente torturadora, inspirada en las convulsiones epilépticas. Se intenta llevarnos a un estado catatónico. Todo eso es la decadencia, el agujero negro que ha succionado nuestra cultura, es el afloramiento de la vacuidad existencial
Exactamente hace cien años, en la década de los veinte del pasado siglo, también en Francia y en los países centroeuropeos que pretendían emularla, se palpaba otra decadencia. Los que vivían bien, porque vivían bien, no las vieron venir y cuando quisieron darse cuenta estaban metidos en otra guerra, porque los iluminados del momento, los que estaban instalados en el poder, los que habían perdido el norte, democráticamente decidieron que ellos eran los llamados a regenerar la cultura occidental, trastocando los valores, destrozando los paradigmas, anulando a los jueces, discriminando a los que no les caían bien, eliminado antojadizamente hasta el asesinato a los feos y a los que pensaban de otra forma …
En definitiva, poniendo de manifiesto que la democracia, esta democracia, la que nos están vendiendo como el no va más, sirve para hacerse con el poder, pero que conseguido éste, los pudientes o poderosos, después de conseguido, se creen con patente de corsarios para decidir que es bueno para la gleba. Esto es lo que hacen los que están engrosando la galería de políticos infames, los nuestros, los actuales, los de nuestro país.
En esto ha quedado la occidentalización, ya en caída libre. De ella es espejo y anuncio puestas en escena como la del puente del dislate en los Juegos de París 2024. Es el precipicio al que nos han arrojado los autocolocados en el “Carro del heno”, del premonitorio pintor El Bosco, los que a su medida han diseñado “El país de Jauja” de Brueghel. Como en el “Jardín de las delicias”, vamos, como dicen en alguno de nuestros pueblos con prosaica y cruel imaginación, ”de culo y cuesta abajo”.