Soy educadora social, vocacional y con suficiente autonomía para decidir lo que quiero hacer.
El reciente asesinato de una educadora social en Badajoz ha generado un fuerte impacto en la sociedad y ha abierto un debate sobre la seguridad en esta profesión. Sin embargo, es fundamental dejar claro que la educación social no es una actividad de riesgo, sino una labor esencialmente educativa y transformadora. Más que reforzar la idea de peligro, este trágico suceso debe impulsarnos a reflexionar sobre la importancia del respeto, la tolerancia y el reconocimiento de esta profesión.
A menudo, la figura del educador social es malinterpretada. Se le percibe como un agente de control en contextos difíciles, cuando en realidad su labor se centra en la mediación, el acompañamiento y en ofrecer, dentro de sus posibilidades, oportunidades para personas en situación de vulnerabilidad. Desde la infancia y la juventud hasta la inclusión social y la educación en valores, estos profesionales desempeñan un papel clave en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. Lo digo desde la lejanía, porque ya no estoy vinculada a esta profesión.
Sin embargo, la falta de conocimiento sobre esta labor ha llevado a que, en ocasiones, se perciba como peligrosa. Es cierto que los educadores sociales pueden desenvolverse en contextos complejos, pero su objetivo no es la confrontación, sino el diálogo, la enseñanza y el desarrollo de herramientas que permitan a las personas mejorar sus condiciones de vida.
Mi experiencia en este ámbito me recuerda los manuales donde estudiábamos asignaturas para modificar conductas, psicología, derechos humanos, medicina y muchas otras disciplinas en las que lo social se volvía tangible. Allí, la educación en valores se consolidaba como la clave de la convivencia.
El caso de la educadora social de Badajoz no debe utilizarse para etiquetar la profesión como de alto riesgo. En su lugar, debe servir para subrayar la necesidad de educar en valores (los míos: respeto, empatía e igualdad), a toda la sociedad. La educación social solo puede desarrollarse plenamente en un entorno donde prime el respeto mutuo y donde los usuarios comprendan que estos profesionales están allí para ayudar, no para imponer. Sé que esta máxima es difícil de llevar a cabo: imponer, siempre imponer—normas, actos, reglas...—pero, si además de imponer, explicamos las razones, quizás hayamos subido un peldaño en la comprensión y el respeto.
Es responsabilidad de todos, desde las instituciones hasta los propios ciudadanos, fomentar la tolerancia y el reconocimiento del trabajo educativo en el ámbito social. La violencia no es el resultado de una profesión peligrosa, sino de una sociedad que aún no ha alcanzado el nivel de respeto y convivencia que necesita.
Es momento de reivindicar la figura del educador social y darle el lugar que merece a nuestro lado. No podemos permitir que su labor se vea ensombrecida por hechos aislados ni que se normalice la violencia contra aquellos que trabajan para mejorar la vida de los demás.
La educación social no debe ser vista como una tarea heroica en un entorno hostil, donde las personas se enfrentan por lograr algo, porque lo único que se intenta conseguir es la igualdad y el respeto de los derechos humanos. Conozco de primera mano centros sociales donde existen conflictos, por supuesto, pero donde la educación, la convivencia y la dignidad florecen (la CEMU, un claro ejemplo). No se trata de una lucha, sino de una misión educativa que, con el compromiso de todos, debe llevarse a cabo en un ambiente de seguridad, apoyo y valoración. Solo así podremos garantizar que estos profesionales sigan desempeñando su función de manera efectiva, contribuyendo a la construcción de un mundo más humano.
Un beso desde mi alma de educadora social —que poco ejercí— a la tuya, compañera y amiga. DEP.