Las meditaciones del docto romano Marco Aurelio comienzan describiendo a una serie de ciudadanos de diversa índole de los que ha conseguido aprender. En realidad lo que parece pretender sin demasiados rodeos es poner a cada uno de ellos en su sitio vistos en sus facetas más positivas que fueron las que le interesaron e influyeron en su resultado como persona.
Pero procura no excederse en los halagos dado que uno de los aspectos que le enseñan sus maestros y conocemos a través de esas Meditaciones es no pasarse en loas hacia absolutamente nadie, incluso los que se las merecen todas.
Así en el párrafo 8 indica que de Apolonio de Calcis (filósofo estoico que, a instancias de su predecesor al frente del Imperio, Antonino, acudió a Roma para instruir a Marco Aurelio) aprendió cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto. Y algo más adelante en el 16, añade que de su padre (en realidad el antedicho emperador Antonino Pío, tío político y padre adoptivo cuya norma de conducta dejó profunda huella en Marco Aurelio) entre otras muchas características más le quedó especialmente grabada la represión de las aclamaciones y de toda adulación dirigida a su persona.
Mi amiga y futura catedrática de la universidad aragonesa le aplaudiría largo y tendido dado que uno de los motivos que le llevaron a desligarse de alguno de los grupos de los que formó parte fue pensar que los excesivos parabienes eran un pernicioso caldo de cultivo que parecía reunir a los componentes del mismo. Convengo con mi amiga en que el exceso de felicitaciones y la reiteración en las enhorabuenas, no siempre imprescindibles, restan con frecuencia credibilidad a muchas de las acciones que sin duda merecen el favor de los amigos e incluso de los que no lo son, y convierten en innecesarias, impertinentes y hasta ridículas las adulaciones sobresaturadas.
No quisiera llevar esta consideración social al campo de la política, pero he de conocer que me viene como pedrada en ojo de boticario sin necesidad de grandes disquisiciones. Pese a que creo que política y filosofía se llevan tan mal como algunos perversos decían de cierto periódico de la de autonomía vecina que vio nacer a mi amiga, cuya cabecera rezaba: El Pensamiento Navarro…
El caso es que, mire usted, me ronda con insistencia por las escasas neuronas restantes la idea de lo contrario, lo dejase escrito o no Marco Aurelio, que igual a ese capítulo no he llegado todavía. El exceso en los reproches como he ido aprendiendo de alguno de mis verdaderos maestros, no titulados algunos e incluso analfabetos, tampoco resulta beneficioso para nadie.
Inclusive cuando quien es señalado se haya hecho acreedor a muchos de los reproches que se le dedican siempre es posible encontrar un aspecto positivo del que hablar o escribir. Llevado de nuevo a la política, en los últimos meses hemos asistido sin interrupción a una lluvia excesiva de halagos preelectorales que aburrían hasta a las piedras, fueran del color que fueran, y a una dana (¡qué palabro, santo cielo!) de reproches e insultos que tampoco conocen colores, pero que empiezan a resultar igual de aburridos que la sarta de maravillas primaverales con que se envolvían las promesas de mejora para todos hace menos de ciento cincuenta días.
A lo mejor si quienes hablan y escriben meditaran, como hizo Marco Aurelio, llegarían a conclusiones menos tajantes y como él aprenderían y nos enseñarían a los demás lo que él aprendió de su preceptor. Así lo cuenta en el quinto apartado: no haber sido de la facción de los Verdes ni de los Azules, ni partidario de los parmularios ni de los escutarios; soportar las fatigas y tener pocas necesidades; el trabajo con esfuerzo personal y la abstención de excesivas tareas, además de la desfavorable acogida a la calumnia.
Esa que empapa ahora mismo una gran cantidad de lo que conocemos como noticias y goza de acogida más que favorable por parte de demasiados.