Más de treinta años, que no es poco, llevan las administraciones públicas promoviendo políticas orientadas al desarrollo del medio rural. Un intervalo de tiempo lo suficientemente amplio para poder certificar que estamos ante uno de los fracasos más sonados de la política en nuestro país. Para corroborar esta afirmación basta con hacer un repaso a los periódicos publicados hace tres décadas y comprobar como los problemas que ahora nos preocupan ya estaban en la agenda de los partidos políticos y de los agentes sociales en esos años.
Fue alrededor de los años noventa cuando se crearon las primeras asociaciones y grupos dedicados al desarrollo local, y cuando se empezó a promover -y subvencionar- las actividades económicas en el medio rural. Estas entidades fueron pioneras en la realización de los primeros diagnósticos socioeconómicos del territorio los cuales, ya por, entonces, subrayaban la encrucijada en que estaba inmerso el medio rural. Corría la última década del siglo XX y el debate político, con un discurso muy familiar al actual, giraba alrededor de la despoblación, de las oportunidades laborales para los jóvenes, del déficit de sanitarios y de vivienda, y de la escasez de servicios en los pueblos, entre un largo etcétera.
Tres décadas después, en el año 2023, seguimos discutiendo sobre esos mismos problemas con la única diferencia que los destinatarios de esas políticas, los habitantes del medio rural, cada vez se cuentan por menos. Como si viviéramos en un bucle, los políticos que entonces se pronunciaban sobre el abandono de los pueblos siguen en sus despachos clamando en contra de las mismas desigualdades. Por no hablar del despilfarro de la mayoría de las iniciativas encaminadas al desarrollo del medio rural que, con algún retoque en el marketing, se repiten una y otra vez con la esperanza de que ofrezcan algún resultado. Seguimos, como en una letanía, dando vueltas a los mismos discursos, diseñando las mismas propuestas y cosechando idénticos fracasos.
Escuchar a nuestros representantes insistir en las mismas soluciones que ofrecían en los años noventa nos lleva al agotamiento de la iniciativa política como instrumento de cambio social y en los casos más desesperados, a la desconfianza con las instituciones que nos representan. Lo hemos estado viendo estos días con la polémica generada con el proyecto de unión de las estaciones de esquí de Astún y Formigal por el amenazado valle de Canal Roya. Una iniciativa que ha desempolvado el gobierno autonómico para, según fuentes oficiales, “relanzar” la competitividad del Pirineo Aragonés y espolear el crecimiento económico de los valles. Este proyecto de inversión, finalmente desechado, es un ejemplo meridiano del contrasentido con que los gobiernos abordan los problemas de los territorios rurales sin llegar realmente a solucionarlos. Sabemos desde hace muchos años que este tipo de iniciativas de desarrollo (sic) reportan un beneficio más bien escaso para la sociedad si no van de la mano de una política que favorezca el acceso a la vivienda, que garantice los servicios públicos de los residentes y sobre todo que diversifique las fuentes económicas de las zonas rurales. La reacción de los ciudadanos del Pirineo al proyecto de interconexión de las estaciones de esquí va, junto con la defensa del legado natural, por esta dirección.
Los pobres resultados de la estrategia de desarrollo rural en el territorio aragonés son imputables en su totalidad a la política y, más concretamente, a la debilidad teórica de las ideas que están en la base de las iniciativas públicas. No olvidemos que las ideas son la fuente inspiradora de los proyectos en los que trabajan los organismos dedicados al desarrollo rural por lo que si estas ideas están obsoletas, o no responden a los desafíos del presente, la efectividad de la política de desarrollo se verá comprometida. Esta reiterada falta de efectividad de la política es la principal razón de la situación de crisis a la que se ha visto abocado el mundo rural.
A efectos de desarrollo rural, estas tres décadas no son recuperables. Para muchas localidades este periodo de tiempo ha supuesto el paso de la esperanza a la decadencia, de un horizonte posible de pervivencia a la implosión final del modo de vida rural. Los brotes verdes que recientemente han arraigado en algunos pueblos con la llegada de nuevos pobladores y con la puesta en marcha de interesantes iniciativas de índole comunitario no son fruto de ninguna estrategia de desarrollo rural llevada a cabo por los instituciones públicas. Para nada. Esta nueva ruralidad está más cerca de la filosofía que de la política convencional. Un cambio de enfoque que será motivo de reflexión en otra ocasión.