La generación de la mano tendida y la vista al frente

Diego Cajal Artero (*)
01 de Abril de 2025
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El pasado lunes, el Espacio Rosa Luxemburgo acogió una mesa redonda que llevaba por título “Juventud: retos y perspectivas de una generación”, a la cual fuimos invitados media docena de jóvenes, desde estudiantes de bachiller y universitarias hasta trabajadoras de la educación o la hostelería. Lejos de ambiciosos análisis académicos, o de pretender desmentir las acusaciones y prejuicios que se vierten contra las nuevas generaciones, se habló de anhelos y de cómo realizarlos, del mundo que habitamos y de cómo transformarlo. Y es que, en una sociedad asediada por la individualización y el inmediatismo, sentarse entre iguales a compartir nuestros problemas y desafíos comunes y a reflexionar sobre iniciativas es -aun tratándose de un ejercicio democrático básico- todo un acto de resistencia frente al desasosiego imperante.

Constatamos que no combatimos realidades novedosas: el desinterés por cuidar aquello que sostiene la vida en comunidad –que dio lugar en la Grecia Antigua a la palabra “idiota”-, la ignorancia que allana el camino de la mentira y el bulo, la avaricia de unas minorías contra el bienestar de las mayorías, o el uso del miedo como herramienta de control y disgregación social, han supuesto una amenaza a la convivencia y la supervivencia misma de los pueblos desde el inicio de los tiempos. Pero hay un elemento diferencial en la actualidad: las dinámicas de un capitalismo desbocado -en connivencia con una revolución digital y una globalización tan aceleradas que no hemos sido capaces de procesar sus trasfondos cuando ya estamos pagando sus efectos-, han diluido todo espacio de socialización y de construcción colectiva que no pueda ser mercantilizado. Desde el ocio individualizado que ofrecen las plataformas digitales hasta la atomización del mundo laboral mediante el teletrabajo, pasando por macrourbes donde la vecindad se evapora en el anonimato cotidiano, han dado como resultado una generación desprovista de las herramientas básicas de comunidad a través de las cuales encauzar su participación en el entorno social y desarrollar su personalidad a través de identidades compartidas.

Ante este diagnóstico, no resulta sorprendente que las propuestas, bien respondiendo a la precariedad laboral, los obstáculos a la emancipación y la realización profesional, la despoblación, la crisis ecoclimática, o las amenazas y retos del modelo democrático, pasaban inexorablemente por el triduo gramsciano: "Formación, ilusión, organización". Coincidían Pablo y Ana al hablar del aula como el gran campo de batalla en la forja del pensamiento crítico y la reflexión pausada frente a la (des)información breve, segmentada, y descontextualizada de las redes sociales. Pero también Carla, divulgadora en Instagram de la realidad del medio rural desde Almuniente, defendía el potencial de los medios digitales para visibilizar asuntos que suelen quedar fuera de los espacios comunicativos hegemónicos, democratizando la difusión y recepción de información. Quizá el problema nunca fue el medio, sino el propósito. Hablaba Marta del lastre de la frustración en nuestra generación (muy relacionado con el protagonismo adquirido de la salud mental, que pendulea entre la necesaria ruptura del tabú de la salud psíquica y el enésimo parche para no acometer las reformas sociales que eviten la depresión y ansiedad generalizadas), en la que medra una actitud de dar batallas por perdidas antes incluso de acometerlas (algo que Allende señalaría como una contradicción incluso biológica en la juventud), y la vital importancia de reconstruir memorias y horizontes comunes para abandonar una actitud de resistencia frente a las distopías y pasar a la acción en pos de las utopías.

Una acción donde lo importante no es tanto llegar a un lugar concreto, sino el proceso de reflexión, debate, y construcción colectiva que devuelva la ilusión a las sociedades democráticas. Belén y Diego, desde sus experiencias organizativas (una desde el sindicalismo tradicional de clase, el otro desde las nuevas formas asociativas político-culturales de corte territorial), resaltaban la vital importancia de la unidad, de romper la dinámica atomizadora de vehicular nuestra rabia y nuestras aspiraciones en un tweet y estructurar entidades permanentes en el tiempo donde trascender la individualidad. En ese triple aporte de las organizaciones (debate real, acción grupal, e identidad compartida) reside el baluarte de la transformación social y cultural que nuestra generación está llamada a encabezar, y de la que sin tener clarificado el contenido, sabemos por lo menos que las formas han de pasar más por la asamblea y lo común que por el aislamiento robinsoniano. Una de las asistentes preguntó al final de la charla si las personas jovenes creíamos en el futuro. Se le contestó que creíamos en el potencial de nuestra generación, que creíamos en el presente de las causas justas, que creíamos en el poder de la mayoría social caminando e imaginando unida. Pero ante un momento histórico donde las distopías copan el debate público, quizá lo correcto no es afirmar que creemos en el futuro, sino asumir una tarea mayor: la juventud crearemos el futuro.

(*) Coportavoz municipal de Cambiar Huesca/IU

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