Como si de un cuento de infancia se tratase, intentaremos poner voz a la historia de un pueblo pobre y pequeño, el nuestro, situado en el Alto Aragón oriental y que comprende el perímetro geográfico correspondiente a la Diócesis de Barbastro-Monzón. Y pondremos la voz nosotros, sus diocesanos ya que, si no, parece que nadie lo hará. Porque, realmente, ¿a alguien le interesa la historia de este pueblo pobre y pequeño?
Para su consideración, en este rincón de la España vaciada habitamos personas… ¿pobres personas? Desde luego, la pobreza podría ser nuestro sello distintivo, si bien no siempre desde un punto de vista socioeconómico, sí ciertamente en lo que a relevancia se refiere. Las personas que habitamos en este punto de nuestra geografía destacamos por ser irrelevantes, completamente irrelevantes para el interés público general y, sobre todo, para instituciones grandes u organismos que ostentan algún tipo de poder.
Y es verdad, los números nos delatan: una diócesis pobre y pequeña que cuenta con un reducido número de sacerdotes locales, escasas comunidades de religiosos y que está aprendiendo a salir al paso de esta situación gracias al compromiso y la formación de sus laicos. Y este panorama no se diferenciaría mucho de otras diócesis pequeñas de nuestra España laica si no contáramos, además de todo esto, con la tempestad desencadenada en torno al templo de Torreciudad.
Preguntar al pueblo pequeño de esta Diócesis por Torreciudad es arriesgarse a no recibir la contestación que uno esperaría. Un pueblo como el nuestro debería estar agradecido y hasta orgulloso de que en un territorio tan poco significativo se contara con un lugar de peregrinación que atrae a miles de personas al año, y que mueven nuestro turismo y nuestro comercio. Sin embargo, esta realidad se edifica sobre una herida y una sensación generalizada de que no se hicieron bien las cosas, y que resulta difícil de disimular. Esta herida todavía abierta nació cuando a este pueblo ciertamente pobre y pequeño llegaron personas de fuera, movidas por sus intereses institucionales, si bien posiblemente lícitos, para nosotros totalmente ajenos, edificaron su templo alrededor de nuestra devoción popular, tomaron como suya una imagen que era del pueblo y la sacaron de la que siempre fue su ermita para colocarla en su retablo.
Una vez vaciada la ermita, ésta se cerró con una cadena y se ignoró el sentir popular. Se humilló al pueblo pequeño con la única razón de que el criterio del que era más grande se impuso como mejor, y se trasladó a la que hasta entonces era la Madre de los sencillos a un nuevo lugar, que puede ser imponente, pero que nunca hemos sentido que fuera para nosotros. A partir de ese momento, se nos bombardea con cifras, con criterios que pueden ser ciertos, pero quizás demasiado cuantitativos y, en definitiva, humanos para personas que, se supone, deberíamos tener fe. Y el pueblo se acerca a ver a la Virgen que ahora está expuesta a la veneración de miles de personas. Y uno se alegra, pero se pregunta por el verdadero valor de las cosas y si a la Virgen no le valía con el amor de su pequeño pueblo sencillo. Y no se equivoquen, no es oposición a que la Virgen sea de todos, sino sentimiento de orfandad de que haya dejado de ser también nuestra.
Una cosa es hablar de periferias, otra muy distinta vivir en una periferia y, desde luego, algo impensable es comprometerse con esta periferia. El pueblo pequeño no tiene voz ni, por tanto, opción a réplica. Lo único que puede esperar es que venga alguien que se preocupe y haga suyo el estado de indefensión en el que yace su pueblo. Y para nosotros esta persona nos llegó hace casi diez años, en la figura de nuestro pastor y obispo, don Ángel Pérez Pueyo, quien siempre se ha señalado por no defender sus intereses personales, sino los de esta Iglesia que peregrina en Barbastro-Monzón.
Sin embargo, defender al pueblo pequeño tiene sus consecuencias. Y triste, muy triste es que lo primero que afloraba a los labios cuando don Ángel comenzaba a arremangarse para regularizar lo irregular de esta diócesis fuera: “señor obispo, tenga cuidado”. Sin embargo, ahora parece que no nos equivocábamos y la sombra del “cambio de obispo” para acallar el grito del pueblo pequeño, que resulta molesto para quienes no acostumbran a tener problemas con personas como nosotros, se cierne sobre nuestra diócesis. Primero nos quitaron a la Virgen, y ahora parece que también nos quitarán al pastor, no para buscar una solución más justa y, en definitiva, más cristiana, sino para volver al estado anterior de falso equilibrio, en el que todo está bien porque nadie se queja lo suficientemente fuerte como para ser escuchado. ¿Debemos entonces asumir, como pueblo pequeño, que la consecuencia a ser responsable de nosotros, a no mirar para otro lado, a defender a los pobres frente a los poderosos es ser relegado, destituido y trasladado lo suficientemente lejos como para no influenciar en nuestra suerte?
No sabemos cómo se acabará resolviendo esta situación, pero lo que tenemos claro es que va más allá del estado del templo de Torreciudad, pues nos habla del lugar que ocupamos los pobres y pequeños en este mundo y, sobre todo, en esta Iglesia nuestra. Por ahora, como pueblo pequeño, nos toca esperar, pero lo hacemos teniendo por esperanza una advertencia: “Quien cierra los oídos al clamor del pobre, no será escuchado cuando grite” (Prov 21, 13).