Maite Ordóñez

Guerra y Paz: Niños soldados y Niños que ríen

09 de Enero de 2025
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La dualidad entre la guerra y la paz ha definido la historia de la humanidad. Mientras los segundos “luchan” por preservar la armonía y el entendimiento, los primeros son arrastrados a conflictos devastadores que destrozan al ser humano. En este contraste, una de las imágenes más desgarradoras es la de los niños soldados, pequeños inocentes obligados a empuñar armas en lugar de jugar y soñar. Frente a esta realidad, resulta inevitable comparar su destino con el de nuestros propios hijos, quienes, en condiciones de paz, disfrutan de derechos, educación y un entorno seguro. Este paralelismo no solo revela las injusticias de la guerra o el privilegio de haber nacido en un lugar u otro, sino que también nos solicita que seamos claros sobre nuestro papel como ciudadanos del mundo, como seres humanos.

Niños Soldados: Víctimas de la Guerra

En muchos países afectados por conflictos armados, los niños son reclutados como soldados, tanto por el Estado como por grupos revolucionarios. Los niños soldados son una realidad en diversas partes del mundo, generalmente en regiones afectadas por guerras interminables, pobreza extrema y ausencia de sistemas de protección infantil, donde todos y cada uno de los Derechos Humanos son pisoteados por los que mandan. Lugares como la República Democrática del Congo, Sudán, Siria o Yemen, utilizan a menores en sus conflictos.

Según estimaciones de UNICEF, hay miles de niños soldados en el mundo. Estos menores, algunos apenas mayores de cinco años, son utilizados como combatientes, espías e incluso escudos humanos.

El reclutamiento de niños soldados es una violación incuestionable de los derechos humanos. En muchos casos, son secuestrados de sus hogares o se ven forzados a unirse a las guerrillas debido a la pobreza. Se les roba su infancia, viven el horror de la violencia, el abuso físico y psicológico y la pérdida de cualquier esperanza de una vida normal.

Las historias de estos niños son desgarradoras. Algunos se ven obligados a cometer atrocidades, incluso contra sus propias familias, para garantizar su supervivencia o demostrar lealtad a los guerrilleros que les han secuestrado. La deshumanización es parte de su entrenamiento; se les niega la posibilidad de sentir compasión o arrepentimiento, transformándolos en herramientas de guerra. Recuerdo una escena impactante de una película en la que un niño congoleño es forzado a disparar contra su propia madre. Esa desgarradora imagen se ha quedado grabada en mi mente, persiguiéndome como un recordatorio eterno del horror, la crueldad y la obscenidad del ser humano.

Nuestros Hijos: El Privilegio de la Paz

En contraste, nuestros hijos —aquellos que crecen en entornos seguros y estables— tienen la posibilidad de vivir una infancia normal. Van al colegio, juegan con amigos (aunque a veces con armas que simulan ser de verdad, una atrocidad), tienen acceso a cuidados médicos y pueden soñar con un futuro prometedor donde ser útiles a la sociedad. Este privilegio, que muchos damos por sentado, es el resultado directo de vivir en sociedades que han logrado, al menos en gran medida, la paz.

Nuestros hijos tienen el derecho de ser niños, de cometer errores y no por ello ser castigados sin medida ni piedad, de formarse y educarse en ambientes estimulantes y de ser protegidos por adultos —padres, tutores, médicos…— que buscan su bienestar. La brecha entre su realidad y la de los niños soldados es un recordatorio brutal de las desigualdades que hoy, mil novecientos noventa y cuatro años después de que un ser fuese crucificado, persisten en el mundo.

La comparación entre los niños soldados y nuestros hijos no debe reducirse a un ejercicio de lástima o compasión, que se nos olvidará a los diez minutos de haber visto una noticia sobre ello en un telediario. En cambio, debería motivarnos a actuar, no sé cómo, pero actuar. La paz no es un estado que se mantenga por sí mismo; requiere esfuerzo, compromiso y solidaridad. Sin embargo, el poder, el fanatismo, las fronteras y la maldad hacen que pueblos enteros se enfrenten.

Debemos reconocer nuestra responsabilidad como ciudadanos del mundo. Las guerras que convierten a niños en soldados no surgen de la nada. Casi siempre están motivadas por intereses económicos y políticos, como la explotación de recursos naturales o la venta de armas —siempre lo mismo, el vil dinero.

Además, es esencial apoyar a las organizaciones que trabajan para rescatar y rehabilitar a los niños soldados. Estas iniciativas brindan no solo asistencia inmediata, como alimentos y refugio, sino también servicios psicológicos y educativos que permiten a los niños reconstruir sus vidas.

Por otro lado, es fundamental educar a nuestros hijos sobre estas realidades. Aunque puedan estar físicamente lejos de los conflictos, es importante que comprendan que la paz y los derechos que ellos disfrutan son privilegios que muchos otros niños no tienen. Sé que como padres deseamos protegerlos del sufrimiento, pero ayudarles a abrir los ojos a una realidad distante, aunque presente, es un paso hacia la construcción de un mundo más justo. 

La paz no es solo la ausencia de guerra, sino un estado en el que los derechos humanos, la justicia y la igualdad son respetados. En este contexto, los niños no deberían nunca ser víctimas de los conflictos de los adultos. Cada niño, ya sea en un país en guerra o en uno en paz, merece la oportunidad de vivir una infancia segura y plena.

Al mirar a nuestros hijos, vemos potencial y esperanza. Al mirar a los niños soldados, deberíamos ver el precio de nuestra indiferencia. No podemos permitirnos cerrar los ojos ante estas realidades. 

La paz no es un regalo que se nos da; es una meta que debemos construir juntos, con la firme convicción de que cada niño, sin importar su lugar de origen, merece un futuro lleno de posibilidades.

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