Y sí, no se tiene la misma percepción de las ciudades desde los agujeros por donde pasan los valles de los ríos que desde sus óvalos, barrios para la paz parcelados por curas y antes llenos de parcelas de casitas baratas o desde el cerro de San Jorge.
No digamos cuando puedes salir a desayunar al ático del primer amago de rascacielos de Zaragoza, hoy tan replicado por torres “singulares” –cuando son ya plurales-, esa colmena de la esquina Bretón-Avenida de Valencia.
En los hoyos físicos sin vistas se enrarece el aire. Aun estando cercanos a cursos fluviales y filosofías de Héraclito aparte, la vida te lleva por inercia. Cada gota de agua fotocopia de la anterior y de su deshielo, eso puede que esté en retroceso, vives en la modorra del “botxo” bilbaíno aunque tu barrio porte el resonante nombre de Abandoibarra o árabe de Almozara. No digamos si ya vives sobre balsas, picarrales (tierra mala), cascajos o en un barrio hijo de acrónimo de ley o expediente, ACTUR y tantos.
Por ubicación y desempeño, no se lleva camino ni por el carismático hombre del tiempo de Aragón Televisión ni resto de números que en ratoneras urbanas pasamos la vida de ser modelos para esos personajes que construye Vilas y suben que por escaleras del amor gentil, que a veces superan las de los poemas provenzales. Las vaporosas antecedentes escaladas, naturalmente, de forma exclusiva por caballeros de la Beatriz dantesca, a la que nunca te imaginas sudada o lavándose por partes y bien como mi madre. Desde el bajo medievo, el negacionismo de la sequía.
Así que por las masas sin fermentar se ama presuntamente, se vota y participa por inercia, incluso de la recetada como buena.
Esa que parece que mitiga la soledad a cambio de participar siempre desde la distancia, de forma timorata y lejos de la pancarta que es el proscenio, en un vermú solidario de la Madalena; en una organización sin ánimo de ánimas aunque también pasada por cierta mecedora de libre opinión pero cuarta enmienda y con élites; como número de una manifa sin sorpresas en contra de la ocupación de todos los cerros aragoneses por molinos.
Aunque la coincidencia de real life de cada viernes en el barrio, una de las muelas careadas del agujero negro, haga que sientas vergüenza de cenizo de predicar cual apóstol tus posiciones por la defensa del paisaje que ¿es de todos?, ese escriturado o gestionado por inexpertos concejales, frente a un encofrador o una instaladora de aerogeneradores. Y así reventarles sus cervezas de merecido descanso tras jornadas semanales estajanovistas con plus, esprintando aún en la cincuentena.
Contentos ambos por mantener su trabajo y formar parte de un “yacimiento de empleo” –volvemos al subsuelo- aunque les tironee la columna. Conocedores de los mejores menús del día sin platos precalentados a poderse aún hoy disfrutar a 12 euros en Erla como en Ojos Negros, en que introducen más que el expediente retórico para la obtener la nacionalidad a sus compañeros latinos y africanos en el arte de comer los tres platos correspondientes con cubiertos y sin bandeja que compartir.
Nuestra inercia se nos inculca con la escolarización, al dejar de ser tolerado jugar, al prescribir el deporte, canto o jota como competición y deber tragarse al árbitro desde crío. En lugar de aprender a perder en la mediación y así desarrollar recursos contra la fuerza física como único argumento que hoy se llama acoso. Pero a diferencia de en mi infancia a la que denomino “Bajo neolítico con burro”, hoy a toda la población infantil se la crotalan.
Para ser ciudadano y no dejarse llevar por la violencia de la ley del Talión, a cambio de delegar ese exceso de fuerza mal reconducida a los partidos de fútbol o a vivir en la república independiente de tu casa, cansado y capado.
Para soportar y así aguantar carretas de órdenes, en muchos casos arbitrariedades, perpretadas contra el más animoso o dulce, contra auxiliares expertos en sanidad o elaborar sin más “ambición” matrices de piezas. Consignas de productividad para quien ya funcionaba que vienen emanadas de bipolares esquizoides a los que la sociedad que venimos concibiendo desde la industrial no revolución, eso que se llama humanidad y que por formar parte de ella –no en otros lugares del orbe, luego el tiempo es una convención- dota de presuntos derechos desde hace pocos telediarios, parece poco interesada en diagnosticar.
Será que no existe tal entelequia o existe para que no se la distinga disfrazada de personas jurídicas, acompaña más un gato. Como si llegó a Canfranc el estado moderno fue por las guerras de religión u otros intereses en marcar el ganado.
Malos escenarios para sentir, llegar al amor y luego mantenerse, sin la poética de que te caiga un meteorito en forma de herencia o compensatoria de separación. Lucha titánica es optar por vivir en la excepción.
Puesto que se trata de despachar vida por inercia se trata, como Vilas bien apunta, el confort de nuestros refugios de invierno que depende de qué muebles o relojes sumergibles tengamos. Y no tanto de nuestro presunto buen gusto para soñar con ellos. Porque la sociedad es estratificación por materialización, se desprende que así piensan los protagonistas de su última novela. Y el amor en ese escenario es anarquismo no violento.
Esta realidad inerte y en que la participación en política es siempre zombi se queda para el resto, nos afecta a los que no vivimos asomados a balcones como los de Valdespartera o Berdún divisando cincuenta kilómetros de presuntos terrenos a reconquistar. Parándonos a descansar la vista para enfocar la mirada y así limpiarla, así sonreír.
Combatiendo la pérdida de memoria repasando el cultivo y propietario de cada finca, el número hasta dormir de los que hoy viven pero en mi infancia vivieron en mi calle, todos parte de mi vida. Controlando cuándo va a labrar o sembrar, ahora a levantar polvo en remolinos, quién en qué artefacto y si lo hace temerariamente pronto por tenso o tarde por lazy.
Estamos más personal sobrellevándolo en el agujero de lo que nos parece, además de que no alquilen para hacer el farute relojes de élite por un día. Sin embargo en intimidad muchos se presentan incluso ante sus parejas y obran como indestructibles, triunfadores, van y vienen en aviones para amar y que si no llueve lo que llovió cuando esto lo pararon, aplican con suficiencia raciones de gimnasio para aprovechar, así lo dicen, con vida activa ese tiempo que perderían (se deduce a sensu contrario) en participar en asociaciones o vida pública por ser todo tan kafkiano –así provocan que pase a ser pasto y terreno para otros especialistas-.
Así que a la vez que el fomento de vivir por inercia se esté administrando dosis de narcisismo para tragarlo mezclado con mieles y sin hieles.
Claro que en nuestros lares, en la superada y sin natalidad Europa, al narcisista rampante no lo podamos bautizar como hijo del sueño o pesadilla americanos, sino que todavía es más cutre. Se trata, como bien vislumbra el maestro de Barbastro, de vivir hasta en casa sin preguntar por el otro, de abolir la casualidad por amor y no al contrario, de ser indiferente –posiblemente ya marcado desde por la sobredosis de extraescolares y los programas de mini triunfitos- a estímulos como el respeto por el otro, la gallardía, el pundonor o la simple constancia a varias velocidades. Trocándolos por conveniencia de competición, y a meterte otro alerón en cola a ver si das la vuelta más rápida, pero incluso si quieres ir lento, para tí tenemos en la botica motos chopped y que carreteras descuidadas, que “puestas en valor” se llaman “slow drive” y atraviesan pueblos sin pan.
Y es que la avaricia es narcisista. Produce motores gripados por obsolescencia que terminan en los desguaces de la chatarra de seres arrojados en montones por no escépticos. Con nóminas de ingeniero, con pluses por el reparto suicida de medicamentos y a visitar treinta farmacias por día, con nombramientos como especialistas en docencia sin que el sistema, pues el tribunal de selección natural tampoco lo ha hecho, les cuestione si conocen que el poder lo tienen Falstaff, la Celestina o Macbeth. Si queremos aprobar, la consigna democrática es bajar el nivel.
Lo grotesco es lo no inerte y lo expuesto, los muñecos que bailan con Trump y repiten y aún les nombraremos, el trasplante 30 de Berlusconi. Todo lo que sea ajeno a las escaleras de la pasión y el amor y a las rutas por paradores, restaurantes con pescados de pincho y relojes de museo que sin embargo algunos parece que viven.
En esa novela se omite como marca de reloj y parece inclasificable a los Omega, símbolos en los 60 de la nueva alta burguesía del desarrollismo franquista y que hasta los japoneses digitales se llevaban en la muñeca por encima de la manga del jersey de cuello vuelto por los imitadores de Nino Bravo.
A mí Cartier me suena a Cartier Bresson. Mi padre, regalo de mi madre, llegó a tener un Festina clásico, esos suizos de La-Chaux-des Fonds, de los 50 chapado en oro con kilates incabloc y a llevar con correa metálica para hombres de verdad, de las de pillar pelos que tanto aborrezco. A juego para sus dos trajes y tres corbatas. Uno de ellos y dos de ellas siempre azul marino.
Mi padre, aunque agente de contrabandistas de ganado caballar para subsistir y después hortelano y tras ello metalero, siempre miró sin saberlo al Cantábrico desde Elantxobe. Echaba la vista al oeste y lo veía más allá de Yesa con la misma que la de los ingenieros vascos para los que mandrinaba.
Su color de pantalón siempre fue el azul ola de surf de Mundaka. No se dejaba llevar por la inercia y todas las grúas de puerto que recortó, cirujano de toneladas, las dibujó en su cabeza y un cuaderno de espiral cuadriculado en su propia escala, como diferentes. Así como cada partida de guiñote de memoria la jugaba como única, cubicaba todos los troncos y daba leche hervida de beber a las matas de pimiento para curarlas de sus cosas, a las necesitadas de cariño y calor de mano de sarmiento.
No pudo ser narciso porque ninguno de sus padres se planteó ni siquiera ni atenderle ni echarle a perder, lo concibieron como fuerza bruta al servicio de levantar una deuda. Como a mí, por otra parte.