El médico de su pueblo había sido un hombretón respetado, querido y totalmente solubilizado en el cargo. Era maravilloso verle hacerse con la situación desde el umbral del dormitorio de cualquier enfermo mientras liaba pausadamente su cigarro de picadura y decía a la vez: “Señora, tranquila, que la ciencia está haciendo todo lo humanamente posible; si el paciente se ha de salvar, se salvará”.
Asombraba su elocuencia y su extraordinaria capacidad profesional. Él, siempre decía que solamente se le morían las personas justas. Bueno, las justas y siempre las mejores, según rezaban los tópicos sermones responsariales de D. Pedro, el cura párroco.
Un médico de cuerpo cabal y de mil vidas, puesto que como todo el mundo sabía, era capaz de ponerse enfermo ante cualquier enfermedad de sus pacientes y que se recuperaba cuando ellos lo hacían, participando siempre de su sufrimiento. Así evitaba la rutina, pensaba, mientras desarrollaba más su arte y su instinto, por la cuenta que le traía.
Y aquel estudiante de Medicina que había soñado en ser como él, al acabar la carrera, allá por los años setenta, cogió su acartonada maleta y se dirigió a un pueblo de los Montes de Toledo, El Campillo de la Jara, en donde aún a todos los muertos los sacaban a hombros por muy mal que lo hubieran hecho.
Llegó dispuesto a cultivar sus propios errores y a practicar la caza, su afición favorita. Todo un triple salto mortal sin red, eso de pasar del Hospital Provincial a Las Hurdes toledanas, casi la selva africana.
Había leído que un ámbito pequeño era el ideal para escrutar mejor los mil rincones patogénicos de la vida de cada paciente y pensaba que con un poco de prestigio profesional conseguido en base a llevar limpios los zapatos y no embriagarse, todo podía llegar a ser sencillo.
Así es que comenzó a ejercer en una incuriosa consulta, palideciendo y adelgazando como un preocupado enamorado ante cada nuevo caso clínico, sin dejar de pensar ni un momento en los mil síndromes raros de la patología médica y quirúrgica que el buen Dios le podía tener reservados para hundirlo. Hasta que a los pocos días le llegó el primer mensaje tranquilizador de parte de su quintacolumnista, su cobrador de igualas, que en gloria esté.
Don Nicasio, Vd. tranquilo, que la gente está muy contenta, que eso de dar la cifra máxima y la mínima de la tensión ha sido una cosa revolucionaria, porque todos los médicos anteriores solo daban la máxima. Eso sí, una cosa debería de evitar, si se me dispensa: dice el pueblo que lo ven estudiar por las noches a través de rendijas de la ventana. Y eso, mire Vd., dicen que es malo, porque debe de ser que no se lo sabe todo; que D. José Luis, el anterior, no estudiaba y apenas se le moría nadie, solo los que se le ponían realmente enfermos.
Tomo nota, tío Bienvenido. Nunca, nadie más en adelante podrá decir que me ha visto estudiar. Guardaré las formas.
Así es que al día siguiente se apresuró a tapar las malditas rendijas e intentar descifrar las claves del nuevo estatus social logrado: ser médico, aquella cosa casi sagrada, de orgulloso anagrama pegado en la puerta domiciliaria y en el coche, hoy lamentablemente desaparecidos.
A descifrar las claves y a aplicarlas, porque se daba cuenta de que era en el pueblo un personaje importante, como un feto valioso, el muerto de cualquier entierro o el niño de cualquier bautizo, vamos. El centro de todas las miradas, por lo que…
- No debería de ir en bicicleta a la visita domiciliaria, por aquello de lo del médico pobre y el pobre médico Hipocrático.
- Debería de darles el cariño que algún otro compañero les había negado, alegándoles que que aquello no entraba en la simple cartilla de la Seguridad Social, para administrarlo con cuentagotas y generosamente, solamente a aquellos que pagaban una igual aparte. Caprichos de la miseria humana.
- Debería también apresurarse a aprender una pazguata terminología médica, una nueva jerga que nunca antes nadie le había enseñado. A hablar al paciente con palabras sencillas, para hacerle entender todo lo que le pasaba, porque Marañón le había enseñado que ese era el primer paso para curarse.
Así es que cuando se encontraba a alguien aquejado de irrealidad, aprendió rápidamente a hacer sutiles e inteligibles diagnósticos como aquél de …”Vd, tranquilo, que lo que tiene es sistema nervioso”, para a continuación enseñarle a vivir y a no desesperarse. Oyendo siempre sus explicaciones como parte casi única e integral de la terapéutica, evitándole así las malas noticias, los picantes pimientos de Padrón del alma, para acabar aconsejándole como en el Ayurveda ( la guía hindú de la vida)… ”un paseo a primera hora de la mañana y tomar el sol”.
Y si se le ocurría morirse. Porque había decidido rendirse o simplemente veía como Larra que la cosa no merecía la pena, entonces, en el magro sueldo entraba el que como médico de cabecera debería de estar allí a su lado en la hora final, procurándole el que la boina, entre otras cosas, estuviera debidamente colocada en la cabeza, para evitarle llegar acatarrado al otro mundo. Ayudándole así a hacer el sublime tránsito sin mayores aspavientos, acostumbrados como estaban a haber hecho de la continuada desdicha un miembro más de la familia durante toda su bronca vida, un espinoso camino entre el que habían tenido que buscarse los garbanzos de uno en uno.
Años después vendría lo de la medicina tecnificada y de equipo, un nuevo oficio de a ocho horas diarias, y muchas de aquellas mágicas cosas se perderían para siempre, generándose profundos abismos en la relación médico-paciente, todo el desamparo de montones de pueblos huérfanos de asistencia médica y... añoranzas tan grandes como la mía.
Y es que la moderna forma de entender la medicina, con sus Centros de Salud y toda su apuesta por lo Público por parte de nuestros dirigentes sanitarios, hace años que viene deteriorando todo lo consolidado desde años .
Pero, ¿quién habrá iluminado a todos nuestros jerifaltes sanitarios, para hacerles entender que fuera del libre mercado y la libertad de competencia está la salvación de todos nosotros?
¿Acaso ninguno de entre ellos habrá ido a Cuba para ver “las excelencias” a que conduce la estatalización de cualquier necesidad social?... Deberíamos de regalarles un viaje en Mundo Senior a más de uno para que dejaran de tocarnos los ya vacíos callejones de nuestra vaciada España.
Que el buen Dios nos proteja a todos.