Según los neurocientíficos, la mayor parte de las decisiones humanas responden más a los sentimientos que a la razón. Aquello que realizamos en el día a día, de forma casi automática, se basa en los sentimientos, mientras que utilizamos la razón para las actuaciones más importantes, que suelen ser menos frecuentes.
Alexander Todorov, psicólogo de la Universidad de Princeton, es quien más ha investigado la psicología detrás del voto. Considera falsa la afirmación de que la apariencia es lo de menos, al menos en política. Los políticos que presentan una apariencia física más adecuada han demostrado tener mejores resultados. Todorov realizó un experimento en el que, tras mostrarle a un grupo de voluntarios muchas fotos de rostros a los que debían calificar por la confiabilidad que reflejaban, y sin sospechar que efectivamente se trataba de candidatos reales a la Cámara y al Senado estadounidense, los participantes coincidieron en un 70% con los resultados que efectivamente se dieron en el posterior proceso electoral.
El poder de la imagen para influir políticamente en la sociedad es innegable. A finales del siglo XIX, en el ámbito de la pintura, se desarrolló un subgénero del realismo social llamado ‘pintura hospitalaria’. Su punto álgido lo alcanzó entre 1880 y 1900, cuando el Reino Unido vivía la última etapa de la época victoriana. En 1887, Henry Tate encargó una obra al pintor Samuel Luke Fildes por la nada desdeñable cantidad de 3.000 libras. La premisa era provocar reacciones caritativas ante la pobreza y los problemas sociales de la época, pero el artista podía elegir libremente el tema a tratar.
Para cumplir con el encargo, Luke Fildes se inspiró en una tragedia personal: la muerte de su primer hijo, Philip, la mañana del día de Navidad de 1877 en su casa de Kensington. Tenía un año de edad y la medicina de entonces nada pudo hacer ante la tuberculosis que padecía. Aún nos encontrábamos en la era preantibiótica, por lo que apenas se disponía de herramientas para contrarrestar las enfermedades infecciosas.
Al parecer, tanto el pintor inglés como su esposa quedaron impresionados por la manera en la que el Dr. Murray, médico que atendió y cuidó a su hijo, se involucró en la enfermedad del pequeño. Impresionado por los desvelos y por la profesionalidad del médico, decidió realizar este homenaje como agradecimiento. El cuadro lo tituló sencillamente The Doctor.
En la escena se recogen varios detalles que nos ayudan a reflexionar. La estancia es pequeña, el mobiliario pobre. Se han utilizado sillas de distinta procedencia para acomodar un lecho a la niña enferma, que se encuentra apoyada en un almohadón. Mantiene el brazo derecho flexionado sobre el cuerpo mientras que el izquierdo lo tiene extendido hacia el doctor con la muñeca al descubierto, probablemente para facilitar la medición del pulso periférico. Junto a la niña, en un banco de madera, aparecen un cuenco, una jarra y unos paños. Parece que han sido utilizados para combatir la fiebre durante la noche.
Los padres están detrás, intentando no molestar. La madre, apoyada sobre una mesa, esconde la cara entre sus brazos que se han unido en actitud de plegaria. Mientras tanto, el padre apoya su mano sobre el hombro de su esposa intentando consolarla. La mirada del padre está fijada en el doctor que a su vez no pierde detalle de la paciente. Con el ceño fruncido, la cara de preocupación y de reflexión encarna el verdadero significado de la profesión médica: dar la vida por los enfermos.
El médico, ataviado con prendas elegantes y cuidadas, ha dejado su sombrero de copa en una mesita a su derecha. La taza en el borde de la mesa nos hace pensar que ha estado tomando un café -o más probablemente un té, tratándose de la campiña inglesa- para soportar la noche despierto junto a la paciente. En esa misma mesa, una lámpara de aceite, enfocada hacia la enferma, realza cuál es el personaje de mayor importancia en la escena. Junto a la luminaria, se aprecia un frasco con más de la mitad de algún tipo de líquido que, quizás, haya servido de tratamiento.
No he encontrado un cuadro que refleje mejor lo que supone la profesión médica. Una vocación que, con mayor o menor dedicación, implica una forma de vida. Todo médico, el mismo día de su graduación, se compromete bajo juramento a “consagrar su vida al servicio de la humanidad”. La palabra médico procede del griego mederi, que significa “el que se preocupa de”. En su derivación latina medicus la traducción sería “el que cuida de otro”. Ser médico supone tener el conocimiento científico, las habilidades técnicas, la capacidad para observar y la suficiente confianza en la intuición para ser capaz de ayudar a aquellos que lo necesitan. La experiencia que adquiere el profesional con los años de trabajo ayuda a manejar las circunstancias que, en medicina, siempre están acompañadas por un cierto grado de incertidumbre. Además de ser un buen científico, debe saber ponerse en el lugar del otro. No saber curar una enfermedad, sino a la persona que está enferma. Finalmente, si todos los conocimientos, esfuerzos y habilidades no son suficientes para resolver la situación clínica, tener la humildad para reconocer las limitaciones, y la humanidad para cuidar al paciente en el tránsito hacia la muerte, evitándole el sufrimiento y ayudándole a que no se sienta solo en el trance que supone enfrentarse al final del ciclo de la vida.
En 1949, la AMA (American Medical Association) utilizó el cuadro de Luke Fildes en una campaña contra el propósito del presidente Harry S. Truman de crear un sistema de salud público. Se distribuyeron 65.000 carteles con el eslogan “Mantengamos a los políticos fuera de este cuadro”. La AMA consiguió su propósito. La imagen era lo suficientemente evocadora. Los ciudadanos no entendían por qué los políticos tenían que inmiscuirse en un acto médico, en la sagrada relación médico-paciente.
La política y la gestión sanitaria son imprescindibles para asegurar y mejorar la atención sanitaria de un país. Sin los recursos necesarios, la organización apropiada y la solidaridad entre los contribuyentes, sería muy difícil presentar unos resultados en salud como los de España. Se lleva hablando desde hace años, décadas, de la necesaria reforma sanitaria en nuestro país, de los nichos de ineficiencia existentes o del inmenso margen de mejora sobre el que podemos trabajar, pero pasan los años, cambian los gobiernos de distinto signo político y apenas se toman medidas. Cuando la situación es dramática se buscan soluciones de urgencia que, aunque tengan un inmediato efecto económico positivo, no dejan de ser parches cosidos a un paracaídas hecho jirones.
Debido a la perspectiva demográfica de los próximos años, con la inminente jubilación de los nacidos durante el llamado baby boom de los 60, el elevado coste que supone la maravillosa innovación farmacológica y la necesidad de renovar el parque tecnológico para obtener diagnósticos cada vez más precisos, la sostenibilidad económica del actual modelo se hace muy difícil.
Una reforma sanitaria de calado supondría enfrentarse a las resistencias por parte de algunos profesionales, colectivos de pacientes, sindicatos, industria relacionada… Y sin embargo es absolutamente imprescindible si queremos seguir disfrutando de un sistema de salud accesible, con la máxima calidad y que asegure la equidad.
El populismo sanitario encabezado por las mareas, que han pasado de pleamar a bajamar, ha conseguido manipular socialmente un debate necesario: reinventar el Estado del Bienestar y convertirlo en una digna y sostenible Sociedad del Bienestar. Es falso que tengamos la mejor sanidad del mundo, y desde luego no es la más eficiente, pero sí una de las mejores. Si queremos, tenemos mucho margen de mejora y, sobre todo, debemos corresponsabilizar a todas las partes implicadas en la viabilidad del sistema: gestores, profesionales y pacientes.
Nuestro modelo tiene solución, pero hay que dedicarle la atención necesaria y confiar en el compromiso de los responsables. Lamentablemente, faltan discusiones de altura. A pesar de los malos augurios que los técnicos pronostican, no se escucha un debate político al respecto. Se sabe que la sanidad no te hace ganar elecciones, pero sí te las puede hacer perder.
Volvamos al cuadro. La estancia es tremendamente humilde y lúgubre. En la parte superior derecha de la imagen, una luz tenue entra por la única ventana de la habitación. Se han vertido ríos de tinta sobre el verdadero significado de este detalle. El propio Luke Fildes nos lo aclaró hace ya más de un siglo:
“En la ventana de la habitación el amanecer está llegando -el amanecer es el tiempo crítico de toda enfermedad mortal- y con él los padres recobran esperanzas en sus corazones, la madre ocultando su rostro para no mostrar su emoción, y el padre apoyando su mano en el hombro de su esposa como para dar confianza en los primeros atisbos de la alegría por la esperada recuperación de su hija”.
Esta vez, el autor tenía el control de la historia y no iba a permitir que, la protagonista del más bello de los cuadros sobre medicina, perdiera la batalla como lo hizo su pequeño Philip.