Objetivamente observado, resultó una performance entretenida. Las caras de satisfacción eran evidentes y generalizado el sentimiento de estar participando en un acontecimiento histórico. Celebración eucarística y consagración de la mesa-altar supusieron dos horas y media, en las que el multitudinario despliegue de coloridos clérigos y ayudantes y una meticulosa precisión ritual conformaron una original y llamativa escenificación de no se sabía exactamente qué. Los asistentes estaban tan concentrados que ninguno se dio cuenta de que por allí andaba el Galileo de Nazaret que de vez en cuando exclamaba “¡Madre, la que han armado en mi nombre!” Visiblemente estaba entre admirado y aturdido. Acertadamente no estaba, porque no debía estar, su Vicario.
Había que ser conscientes de que la descomunal empresa con resultados indudablemente espléndidos se había realizado en cinco años, cuando en otros tiempos reconstruir una catedral después de un incendio llevaba décadas y no siempre se recuperó la construcción. Hazañas como la recuperación de Notre Dame son posibles cuando se unen dinero y poder, o poder y dinero, que son un matrimonio indisoluble y fiel.
Notre Dame siempre ha estado allí. Es su devenir lo que la ha hecho símbolo de la cultura occidental, a diferencia de Roma que constituye las vísceras connaturales de la misma cultura. Notre Dame destruida ferozmente por los “sans-culottes”, reinventada por los nostálgicos con Viollet-le-duc, por imperativo de las circunstancias ha tenido que someterse a un costoso lifting en su interior con resultados evidentemente espléndidos. Es síntesis de una manera de ver una cultura, la nuestra, y una sociedad, la del bienestar que sin escrúpulos reivindica poder con todo lo que se le antoja. Dada la relevancia del monumento y el atractivo que siempre ha ejercido Y que va a aumentar, aun cobrando menos que en las catedrales de Milán y de Sevilla, si quieren, pueden amortizar el coste total de los 700 millones de euros en cinco años. Excelente inversión.
El riesgo que debería considerarse es que lo que allí se celebre con motivación creyente, puede quedar en un acto meramente ilustrativo y accidental, hasta si se quiere didáctico, como es la activación de los muñecos de la torre del reloj de Praga o la recreación pretendidamente histórica en el castillo de Stirling o en cualquier otro histórico lugar de la cultura occidental donde las recreaciones son usuales. Ya hace décadas que para entrar en la iglesia del Monasterio de Mont Saint Michel en la Normandía, había que hacer cola para participar en la eucaristía, entrando a menos cinco, para después, con el ite misa est, oir que había que desalojar la iglesia, porque había turistas esperando
Notre Dame es necesaria para Europa a pesar de que con sus destrucciones y transformaciones tiene bastante de mero remedo de sí misma. Era necesario como en cada pueblo y ciudad de la cultura occidental son necesarias las procesiones, las devociones, los cultos a las imágenes, los lugares santos y milagrosos…, las iglesias de los pueblos, aunque la gente no vaya a misa, y las catedrales. Al catolicismo actual le falta responder adecuadamente a la necesidad de cultura y práctica creyente sin descuidar la religiosidad, esa que necesita el pueblo. Coordinar esta dualidad que no pocas veces esta contrapuesta, incluso es incompatible, implica actuar con tacto. Envolver en colorines a los figurantes, puede sorprender, pero por allí no va la solución del problema.
Notre Dame es del Estado y su recuperación ha sido gestionada por el Estado. El que paga, manda. Antes de que nuestras iglesias, transferidas o no, queden reducidas a lugares históricos y las celebraciones a performances que iluminan la historia, los gestores, en definitiva el clero debe asumir el compromiso que le está pidiendo el cambio cultural que nos arrastra. Si las celebraciones religiosas quedan reducidas a una puesta en escena de lo que se hace o hacia en las iglesias, como se hace para ver cómo funcionaba un molino de harina o como era una clase de niños, un acontecimiento histórico en un monasterio, o la vida y muerte en un campo de concentración, será haber perdido la oportunidad y probablemente haber perdido el control de una una catedral o una parroquia. Es la consecuencia del sometimiento a la superficialidad de la deseada llegada de turistas, quienes por su parte ya dicen que no aceptan limitaciones porque se paga con dinero de todos. Paradójicamente quienes dicen que poseen la clave del futuro nunca actúan pensando en el inminente devenir.