Recuerdo con gratitud las lecciones de Economía Aragonesa del profesor José Antonio Biescas durante mi paso por la universidad. Como joven estudiante de Económicas, asistir a sus clases siempre prometía buenos descubrimientos y alguna anécdota interesante. Su conocimiento enciclopédico y su claridad en la enseñanza hacían que su autoridad académica fuera incuestionable.
Volví a coincidir con el profesor unos veinte años después en un curso de doctorado sobre el gasto farmacéutico. Ofrecía su sabiduría en su despacho, aquejado de una enfermedad que empezaba a vencerle, siempre lúcido y con la humildad que poseen sólo los más sabios. Con “el Biescas” aprendimos Estructura Económica de Aragón muchas generaciones de estudiantes, en las aulas del vetusto edificio de Gran Vía que alberga la facultad de económicas y empresariales de la Universidad de Zaragoza.
Hace treinta años, el temario de la asignatura de economía aragonesa incluía temas tan familiares en la actualidad como la importancia del sector porcino, los usos del suelo, el turismo y la especialización industrial. Entre los conceptos teóricos, se abordaba una idea que entonces era desconocida fuera del ámbito académico: las rentas de situación, definidas como aquellas obtenidas gracias a una ventaja geográfica y a la proximidad de los mercados.
Tres décadas de transformación y modernización de la economía aragonesa han convertido esa actividad ganadera inicial en un poderoso sector agroindustrial, la tradición fabril ha evolucionado hacia un diversificado y competitivo sector industrial, el turismo otro tanto, sobre todo en el Alto Aragón, y esas rentas de situación se han materializado en una fuerte implantación de plataformas y empresas logísticas.
Las nuevas inversiones en centros de datos anunciadas recientemente por el gobierno aragonés, y las ya ejecutadas estos últimos años en este mismo sector por las empresas tecnológicas, también se pueden explicar desde esta teoría de las rentas de situación.
Aragón, y muy principalmente Zaragoza, va a ser la beneficiaria de este incipiente modelo económico sustentado en el binomio de transición energética y nueva economía digital.
La oportunidad para que la capital aragonesa se posicione entre las ciudades más innovadoras aún debe concretarse. No es suficiente con que el foco de este tipo de inversiones esté puesto en Aragón. Cuando se serene el entusiasmo político y se ejecuten los miles de millones de euros comprometidos en los diferentes emplazamientos seleccionados habrá que abordar una realidad tan evidente como ineludible: la dificultad de reconvertir estas rentas de situación en rentas del conocimiento.
La “productividad económica” de la mayor inversión empresarial de la historia de Aragón se quedaría corta si el gobierno aragonés se conformara con la cifra prevista de nuevos empleos y el incremento estimado del PIB regional derivados de esta operación. El objetivo gubernamental debe ser más ambicioso y enfocarse en la creación de un entorno empresarial y académico centrado en la economía del conocimiento.
No nos debemos llevar a engaño. Hay una diferencia enorme entre una granja de servidores rodeada de pasto fotovoltaico y la empresa matriz que diseña el software, fabrica los equipos informáticos y gestiona este tipo de instalaciones. Es la misma distancia en “talento contenido” que hay entre el supermercado de la esquina y la sede central de esa misma compañía de distribución. Los antecedentes en Aragón de inversiones de capital exterior con retorno local en forma de investigación y desarrollo se pueden contar con los dedos de una mano.
Vivir de rentas de situación favorece la autocomplacencia social y política, alejando a quien depende de ellas de las economías más innovadoras y prósperas. Esta evidencia, respaldada por numerosos estudios, sigue siendo ignorada por la política aragonesa treinta años después. Porque, como seguramente suscribiría el profesor Biescas, la geografía es una aliada excelente para el crecimiento económico, pero por sí sola es un factor insuficiente para el desarrollo regional.