Sea de quien fuera la iniciativa fue oportuna la solución, ciertamente exótica pero elegante y oportunista, de nombrar un arzobispo como Administrador Apostólico de este Obispado. Se evitó que los locales eligieran un Vicario Capitular. Todo trepa es un depredador merodeando.
Dada la endogamia local mantenida durante los dos últimos episcopados hay una incapacidad generalizada para asumir que frente a la religiosidad se ha impuesto el secularismo y, frente al clericalismo, la laicidad. Por eso, en el trasfondo, la trascendencia ha quedado desarticulada por la inmanencia, el vivir de cada día por los creyentes. Asumir estoicamente la inercia que lleve a alguna parte, como recurso para la supervivencia, es como haberse subido a una balsa de fabricación casera como única posibilidad de salvación.
El relato, la narrativa del cristianismo y más particularmente del catolicismo, ha estado sostenido por pompas que han explotado desde una realidad, una inmanencia, en la que la evidencia ha marcado otros referentes más consistentes. La laicidad o el laicismo han hecho obsoleto el clericalismo. Ha sido desbancado el que sea necesario un intermediario para conectar con lo que haya, porque algo hay. Prácticas como la confesión han quedado tan obsoletas, que los confesonarios han pasado a ser excelentes muebles hechos con arte en la Europa central, o desarbolados cajones en las iglesias de nuestros pueblos. Sucedió lo mismo con los baptisterios cuando la inmersión fue sustituida por el rito del chorrito.
A pesar de las obsolescencias de los sustratos, que se están incrementando, queda y quedará una religiosidad difusa, cultural y sociológica, que es imprescindible al ser humano pues desde que tiene consciencia se ha hecho preguntas sin respuestas que sean convincentes, como qué hacemos aquí y a dónde vamos, si es que vamos.
En este marco o contexto identificado como secularismo y laicidad, seguir reclamando el papel inmutado e inmutable del sacerdote católico es no haberse enterado de que las cosas ya no son lo que fueron. Quienes llevan cincuenta años incitando a que El de arriba los envíe, adolecen de una patente carencia de fe existencial, pues no escuchan los mensajes enviados durante los mismos años, con la respuesta de que ese modelo no sirve, por eso no son enviados. Esto no hace mucho se llamaba “signos de los tiempos”.
El sacerdocio ha sido muy útil y determinante a lo largo de toda la historia de cultura occidental a partir del momento en que las primeras comunidades de creyentes, más bien las segundas, perfilaron su papel y su figura, pero ni siquiera tiene apoyo en la innovadora práctica religiosa propugnada por el galileo de Nazaret. La iglesia católica perdió la oportunidad de llevar a cabo, al menos, parte la revisión que pedía la Reforma en el siglo XVI; el Vaticano II eludió el tema, aprobando en el último momento de la última sesión por todos contra setenta y ocho, dejar las cosas como estaban. En esa línea se ha movido la práctica posterior, hasta llegar a Juan Pablo II, que obstinadamente propugnó que las cosas seguirían igual, con su Pastores dabo vobis. La Evangelii Nunciadi de Pablo VI, había abierto otros senderos.
No menos desconcertante es que en la sinodalidad que actualmente pretende afrontar el problema, los problemas, no se ve voluntad de llegar a las raíces de estos problemas. No es muy distinta de lo que en otros tiempos se llamaba estado de Misión y, después, Nueva Evangelización. No tiene posibilidades pretender recuperar el atractivo por el producto de siempre, sin modificarlo.
Mantener un seminario como siempre es como preparar mercenarios para llevar alabardas, yelmos y calzones acuchillados, equivalente a recuperar la bata talar negra, para atraer la atención. Una instrucción llevada a cabo por quien no barrunta que la realidad es la que nunca le enseñaron a imaginar, es abocar a sus encomendados al desconcierto. Solo un neorretro como líder, por lo tanto de corto alcance, puede pretender que eso del secularismo y la laicidad es un mero relato narrado como sucedáneo a la trascendencia de pompas estalladas y al laicismo, y que todo lo que hay que hacer es desbancarlos. No son pocos los seminarios, centros de instrucción, que trabajan a destiempo. En estos, habría ya que hacer un seguimiento de los egresados para prevenir a tiempo su desencanto y frustración aunque con buenas intenciones se hayan metido en ellos. Han sido superados los tiempos en que el maestro de novicios ponía en trance de divina alienación a los postulantes para facilitar las obsesiones del superior.
Es ineludible un nuevo obispo, si se quiere salvar el obispado que se remonta a la Osca visigoda, pero no puede ser mero congeniador, aunque sea hábil, porque no hay nada que congeniar. Tiene que ser alguien con una capacidad inusitada para suscitar energía y entusiasmo en una cruel desolación, ensombrecida con la pérdida del sentido de la realidad en los “llamados”, y pretendidamente elegidos.