La brújula de mi corazón indicaba que Etiopía era uno de los países más fascinantes del mundo. Antes de llegar, sólo era una corazonada, que después quedaría plenamente confirmada tras las seis semanas que pasé allí. La entrada en Addis Abeba no hacía presagiar nada fascinante. El primer contacto podía llevar erróneamente a la decepción, emoción que, con la ayuda de mi amigo Paolo, italiano que trabajaba allí de profesor, se corrigió de inmediato.
Mi primer salida para conocer la ciudad fue en la misma tarde del día de mi llegada. La impresión que fui llevándome se formó entre la vista y el olfato. La arquitectura era un fiel reflejo de la agonía económica que sufría el país, acrecentada después de la guerra contra Eritrea terminada una año antes, si bien los acuerdos de paz no llegaron hasta el año 2000. La guerra había profundizado la escasez de recursos, de manera que la prosperidad parecía haberse alejado del país. A la vista quedaba un tejido suburbial que mostraba la pobreza dispersa por toda la ciudad, donde hasta los edificios nuevos ya parecían viejos antes de terminarse, mientras los modernos o contemporáneos simplemente no existían. Lo que predominaba eran las casas-chabola construidas con tablas, chapa o barro.
Otro signo visible que anunciaba la pobreza era la mendicidad. Existía una gran pululancia de niños en la calle sin otra ocupación que mendigar, niños para los que la miseria se había apoderado de sus vidas y sobrevivían de la caridad ajena o de lo que podían conseguir por sus propios medios. Los había de todas clases, tímidos, descarados, rateros, simpáticos…
Los extranjeros eran su principal objetivo, nos llamaban “ferengi”. Por entonces no había turistas. Sin embargo había mucho personal de Naciones Unidas, sabían identificar al país que pertenecía cada uno para pedirle dinero con las pocas palabras que aprendían en cada idioma, la más utilizada era “money”. Si no les hacían caso contraatacaban repitiendo la palabra “ya, ya, ya” sin parar, convirtiéndolo en un martirio para quien lo escuchaba. Pese al escaso tráfico que había, en cada semáforo grandes y pequeños se disputaban el terreno para abordar a los ocupantes de los vehículos. Cuando íbamos en el coche de Paolo directamente se dirigían a él con algunas frases en su idioma, recuerdo una que repetían como un eslogan: “no manjare, no cagare, estómaco zero”.
Recuerdo una frase que repetían como un eslogan: “no manjare, no cagare, estómaco zero”.
Mendigar era el recurso más popular en Addis Abeba, aunque lo más sorprendente era los métodos que utilizaban algunos. Quienes sufrían alguna desgracia física la exhibían como reclamo de compasión, entre ellos había varios que por alguna razón padecían una hinchazón extrema en sus manos o sus pies, pies de elefante los llamaban, aunque había discapacitados de varias clases o personas con deformaciones extrañas. Uno de los que más me sorprendió fue un hombre con unos testículos descomunales, evidentemente hinchados por alguna enfermedad, que los mostraba sin el menor pudor para con ello reclamar dinero.
Recuerdo una mujer que vi varias veces en la calle que, como no sufría ninguna desgracia física, para conmover a la gente se colocaba sobre su cabeza una gran piedra que debía pesar unos diez kilos, soportándola así durante varias horas al día. Sólo verlo se me encogía el alma.
Los pequeños ladrones callejeros podían considerarse otra consecuencia de la pobreza, jóvenes adolescentes que habían convertido los robos en plena calle en su medio de vida, de lo que mi amigo Paolo ya me advirtió esa primera tarde que salimos, algo que bien pronto comprobé. No habían pasado ni cinco minutos de bajarnos del coche cuando un chico me agarró del brazo izquierdo y empezó a tirar de él como un loco con ambas manos. Por suerte en el camino Paolo ya me había explicado los métodos que utilizaban, por lo que de inmediato lo que hice fue girarme a la derecha y ver cómo otro pillo me estaba introduciendo su mano en mi bolsillo derecho del pantalón. Le solté un codazo en el pecho a la vez que lo cogí de la muñeca y la apreté fuerte sacándole la mano de mi bolsillo, desembarazándome del otro lo más enérgicamente que pude, todo debió suceder en un par de segundos. A Paolo ni le dio tiempo de reaccionar. Solté al que pretendía robarme y los dos adolescentes siguieron su camino como si nada.
Aunque el lugar menos aconsejable para visitar un extranjero era el “mercato”, decían que el mercado al aire libre más grande de África, a la vez del más peligroso. Ambas cosas juntas lo hacían irresistible y al día siguiente lo visitamos. Después de aparcar el coche Paolo buscó un chico para que lo vigilara, cosa obligatoria si no queríamos regresar a pie. Al rato volvimos para dejar algo en el coche y junto a él encontramos a un policía agarrando a nuestro vigilante de un brazo y con el cañón de su pistola puesto en la cabeza del chico. Fue una imagen impactante. Preguntamos qué había pasado. El policía dijo que lo había cogido intentando abrir el coche. Le contamos que nosotros lo habíamos contratado para vigilarlo, y aún así era él mismo quien primero estaba intentado robarnos. El policía se lo llevó con él, el chico no tendría más de quince años.
El mercado al aire libre más grande de África, a la vez del más peligroso
Después de eso decidimos no dilatar mucho más nuestra presencia allí. Mientras caminábamos entre los puestos yo tenía la sensación de que la gente nos miraba como si fuéramos intrusos. Las miradas de algunos se clavaban en nosotros como puntas de alfiler, cada roce era motivo de alerta, uno no podía sentirse ni cómodo ni seguro.
La prostitución era otro signo homologador de la miseria. Si los chicos usaban la calle para acometer sus robos, las chicas lo hacían para obtener dinero con la prostitución. Si los mendigos pedían dinero a cada coche que veían en la calle, las chicas se ofrecían igualmente insinuándose a cada vehículo que pasaba. Algunas incluso más que insinuarse lo que pretendían era exaltar a los conductores exhibiéndose descaradamente en mitad de la calle. Había calles, como Bole Road, que entre unos y otros parecían un circo. No importaba que las chicas fueran adolescentes de catorce años, que todavía estuvieran estudiando, o como alguna que reconoció Paolo, estuviera estudiando en un colegio de pago como el Liceo Italiano, donde daba clases él, con la única diferencia de que unas actuaban en la calle y otras cambiaban los libros durante el día por la aventura en una discoteca por la noche, todas con el mismo fin: obtener dinero.
El olfato servía para percibir lo que la vista no alcanzaba a ver pero estaba presente en muchas partes de la ciudad, el olor a orines y mierda flotaba en el aire junto a las moscas que revoloteaban delante de la cara de uno, como consecuencia de que la gente orinaba allí donde le entraban las ganas, y no sólo orines, muchos hacían sus necesidades en cualquier parte sin siquiera ocultarse, tomando la gran explanada de la plaza Menelik (antiguo emperador etíope) situada en el mismo centro de la ciudad, como el mayor defecadero público de Addis. A esto se añadían las basuras, alojadas en la calle por tiempo indefinido, únicamente las calles principales se encontraban libres de esta peste. En Addis vivían las moscas mejor alimentadas y más pesadas del mundo, nunca te dejaban en paz, y los niños más pesados aún que las moscas.
Suciedad, olores hediondos, moscas, indigentes, mendigos y prostitutas formaban parte de una carta de presentación poco recomendable y escasamente atractiva para atrapar a un visitante extranjero. Sin embargo la pésima impresión que recibí al llegar fue transformándose a medida que fui descubriendo Addis Abeba hasta llevarme a una rotunda fascinación.
La pésima impresión que recibí al llegar fue transformándose a medida que fui descubriendo Addis Abeba hasta llevarme a una rotunda fascinación
Los primeros signos de que la cosa no estaba tan mal como parecía los vi en determinados servicios públicos, en los que sorprendentemente en algunos comparados con España salíamos perdiendo. La oficina de correos era un modelo de eficacia, la compañía nacional de telefonía funcionaba adecuadamente bien, emitía el recibo mensual computerizado, detallando en la factura el número de llamadas, los minutos de duración, la fecha de cada una, el destino que había tenido y el costo individual cuando se trataba de llamadas interurbanas, algo que en España no teníamos ni por asomo en nuestras facturas.
Había poco tráfico, pero el transporte público estaba bien organizado entre taxis colectivos, minibuses y autobuses, representando uno de los mejores transportes públicos en África. En cuanto a los servicios privados, pese a la casi inexistente llegada de turistas, junto con Nairobi contaba con la mejor selección de restaurantes internacionales, italianos y pizzerías, por supuesto, pero también había un restaurante francés, inglés, chino, hindú, armenio, árabe, sin olvidar evidentemente los etíopes.
Viendo cómo estaba la ciudad, por el día se hacía difícil imaginar que la noche tuviera algo interesante. Sin embargo se transformaba en un lugar atractivo para la diversión. A la ya mencionada variedad de restaurantes para elegir, a diferencia de la mayoría de países africanos donde la vida nocturna no existe, aquí para tomar desde un café etíope a uno irlandés o unas copas, estaba un popular pub inglés, luego se podía continuar en cualquiera de las discotecas que tenía la ciudad, donde se fundía la música inglesa con la africana y los blancos con los negros, siempre, incluso en los días de semana, con buen ambiente.
Para escuchar y bailar música en vivo estaba el “Coffee House”, otro local muy popular con éxito de afluencia cada noche, donde tenía el ambiente más variado de todos, etíopes rastas, modernos, universitarios, chicas bellísimas, extranjeros residentes, hombres de negocios…, uno de mis lugares preferidos en Addis Abeba.
Por último estaban los tradicionales clubes etíopes con música y bailes en vivo, había unos cuantos, lo sé porque Paolo me llevó a varios de ellos, los cuales me cautivaron desde el primer momento. Los había de diferentes clases y categorías, desde los bien acondicionados y mayor nivel, a tugurios de mala muerte, justo lo que más me atraían. En ellos la tradición se conservaba de una forma más auténtica. Todos estaban unidos por la misma música y baile tradicional etíopes, músicos, un cantante hombre o mujer y grupos de bailarines por parejas. Todos vestían con los mismos trajes tradicionales, mujeres con vestidos de vuelo ancho blancos hasta los pies con bordados en colores, y los hombres con pantalón y camisa blanca, también bordados en algunas partes.
Los tradicionales clubes etíopes me cautivaron desde el primer momento
En las primeras dos semanas visité y probé los diversos restaurantes internacionales junto con Paolo y sus amigos italianos profesores del Liceo. Conocí y bailé en las mejores discotecas, incluso un par de noches nos fuimos todos de visita al vertedero de Addis. Por nuestra seguridad nos llevamos un policía armado con un kalashnikov en cada coche de los que solía haber en la noche de guardia vigilando en la calle, los cuales abandonaban su puesto por ganarse una propina con nosotros. Al vertedero íbamos a ver hienas, por las noches estaba lleno de ellas rebuscando en las basuras. Era como una alucinación, al ser iluminadas con la luz de los coches sus ojos se veían como puntos de luz naranja en movimiento como flotando en el aire, nos retábamos a ver quién era el valiente en bajarse del coche, pero no, nadie era tan idiota como para bajarse y quizá servir de festín para las hienas. Antes de marcharnos nos dedicábamos a perseguirlas con los coches todoterreno.
Circular de noche fuera de la ciudad era peligroso. Existían bandidos armados que asaltaban a los vehículos, a veces matando a sus ocupantes. Con Paolo y otros cinco profesores compañeros del Liceo Italiano, en las vacaciones de Semana Santa hicimos un viaje a Eritrea visitando diferentes e interesantes lugares del país como Gondar, Bahir Dar, el lago Tana, las cataratas donde nace el Nilo Azul, Aksum, la región de Tigray, y por supuesto Lalibela, la principal joya del país y lugar único en el mundo. Siempre teníamos que calcular bien el tiempo de ruta para llegar al destino antes de hacerse de noche. Además, en caso de asalto, llevábamos el dinero escondido en lugares de difícil acceso en los coches. No tuvimos ningún problema, en cambio a otros dos profesores que decidieron ir a Yibute, en su regreso a Addis, quizá porque apuraron el tiempo y llegaban tarde, a sólo unos treinta kilómetros de la ciudad los mataron a balazos para robarles el día antes de volver a las clases.
Una noche en el Coffee House conocí a una chica colombiana que vivía en Addis, estaba casada con un suizo director de Cruz Roja en Etiopía. Para ella, que no hablaba otro idioma que el español, encontrarme a mí y poder comunicarse con alguien que no fuera su marido fue motivo para elevarle el ánimo y desde el primer momento nos hicimos amigos. Su marido le había comprado un coche para que tuviera independencia y pudiera desplazarse por la ciudad, de modo que por las mañanas, que a veces se extendían hasta la tarde, salíamos con su coche a conocer lugares de la ciudad y pasar el tiempo juntos descubriendo cosas o haciendo de guía para mí. Con ella visité el Museo Nacional, donde se encuentra Lucy, el esqueleto humano mas antiguo encontrado en el mundo.
Pese a ser una ciudad que no tenía mucho que mostrar, siempre descubríamos alguna cosa interesante para observar, como por ejemplo un funeral. En Etiopía cuando muere una persona, debido a la modestia de las casas, el funeral se celebra en la calle, la familia del difunto alquila una gran tienda de campaña o varias, para alojar a los visitantes, y una carpa para cubrir las mesas donde se da comida y bebida a quienes asisten al funeral. La calle quedaba cortada y aquello más que un funeral parecía una fiesta.
En los restaurantes al pedir la comida se empieza por el café, pues en el procedimiento se tarda una media hora o más
Por las noches, después de la primera semana en la que salí con Paolo, como ya me conocía la ciudad, me dejaba su coche y yo salía por mi cuenta. El Coffee House era el lugar más “cool”, como dicen los ingleses, a mí me encantaba el ambiente. Sin embargo, los clubs etíopes ejercían una poderosa atracción sobre mí a la que no podía resistirme, en especial uno que visité varios días seguidos. Tenía un amplio “hall” de entrada. Para acceder al interior del club había que traspasar una gran cortina de terciopelo rojo que bajaba del techo.
Cuando yo llegaba, sobre las diez de la noche, el local se encontraba ya prácticamente lleno. Lo primero que se percibía al entrar era el olor a incienso. Eso y el suelo cubierto de hierba eran señal inequívoca de que se había preparado café, porque para preparar el café en Etiopía se necesita un largo ritual, que entre otras cosas es tostar los granos de café entre brasas acompañadas de incienso y el suelo del lugar donde se hace cubierto de flores, muchas veces sustituido por hierba que era gratis, por lo tanto también se podía percibir cierto olor a café, una de mis bebidas y olores preferidos. Debido a este ritual, que se realiza cada vez que uno toma café, en los restaurantes al pedir la comida se empieza por el café, pues en el procedimiento se tarda una media hora o más.
El local disponía de una tarima elevada medio metro del suelo donde estaban los músicos y bailarines, y una gran pista de baile en el centro, alrededor de la cual quedaban las mesas donde se situaban los clientes. El local se encontraba en semioscuridad iluminado por luces rojas, con el ambiente cargado por el humo de los cigarrillos, música vibrante, muchas chicas jóvenes y guapas, clientes de cualquier condición salvo extranjeros blancos, yo era el único.
La atmósfera que se respiraba allí seducía todos los sentidos y embargaba los míos de placer. Según me había dicho antes Paolo, la mayoría de aquellas chicas eran prostitutas somalíes, aunque a simple vista no actuaran como tales, al parecer a los etíopes les gustaban más las mujeres somalíes. A mí personalmente, las mujeres etíopes me parecían de las más bellas en África.
A mí personalmente, las mujeres etíopes me parecían de las más bellas en África
Entre los instrumentos que tocaban los músicos había un órgano, un saxofón e instrumentos de cuerda tradicionales etíopes. Con ellos y la voz de un solista hacían una música tradicional popular con ritmos trepidantes, aunque el espectáculo crecía con los bailarines y sus movimientos imposibles. Se colocaban en el centro de la pista dos parejas con trajes blancos y bordados de colores. Cada pareja bailaba frente a sí como si ambos estuvieran en una competición por realizar los movimientos más rápidos y difíciles en una especie de mutua seducción, lo más curioso es que esa pugna entre ambos la realizan en su mayor parte con brazos en jarras sobre la cintura y movimientos de hombros, movimientos tan rápidos de atrás adelante como el aleteo de un colibrí frente a una flor, algo imposible de conseguir para cualquier otro ser humano. La fusión entre la música y el baile formaban una espectáculo embriagador.
Después se pasaba a una parte del baile más libre, en la que bailarines y bailarinas se mezclaban entre el público y bailaban delante de ellos. Los chicos lo hacían para las mujeres y las chicas para los hombres. Cuando terminaba el baile, los clientes para quienes habían bailado solían meter un billete en el cinturón del bailarín o en el escote de la bailarina. La verdad que no me cansaba de ver aquel espectáculo. Me parecía increíble la velocidad a la que movían sus hombros y el cuerpo entero de cintura para arriba, movimientos que parecían más de un contorsionista que de un bailarín, surgiendo las palmas de los clientes enfervorizados cuando aumentaba la intensidad del baile y sus impresionantes movimientos.
Cuando abandoné Addis Abeba lo hacía con cierta tristeza, me hubiera gustado poder estar un mes más, insólita de día y fascinante de noche, pocas ciudades como ella habían llegado a cautivar tanto todos mis sentidos.
Etiopía, marzo-abril de 1994