La llegada a Birmania, ahora llamado Myanmar, fue como entrar en el cielo y ser recibido por ángeles, aunque lo parecían, no lo digo por el grupo de chicas jóvenes con preciosa sonrisa en los labios que me rodearon nada más pasar inmigración. Estas chicas ofrecían taxi y una lista de hoteles en Ragoon, ahora Yangón, para escoger uno de ellos. Todas trabajaban para la misma empresa: el gobierno, de manera que todas ofrecían exactamente lo mismo. Ser recibido con amabilidad y sonrisas al llegar a un nuevo país no era algo habitual, así que en lugar de huir escuché las propuestas de estas señoritas. El taxi costaba cinco dólares, les dije que era mucho, entonces me preguntaron cuánto quería pagar. Respondí que tres y ellas lo dejaron en cuatro. Antes de cerrar el trato quise ver de qué tipo de coche se trataba y salimos fuera para para mostrármelo. Era una limusina del gobierno a todo confort destinada a personalidades, que a veces si no estaba ocupada, también se utilizaba para turistas. No pude poner ninguna objeción.
La entrada en Birmania fue un excelente augurio de lo que me esperaba, aunque he de decir que la realidad superó con mucho mis expectativas. Enseguida fui dándome cuenta de que Birmania poseía los valores más apreciados por cualquier viajero, entre ellos lugares hermosos para conocer, cultura y tradiciones interesantes, naturaleza, hermosas atracciones, en muchos casos singulares y únicas en el mundo, seguridad, los robos eran casos excepcionales y el crimen prácticamente no existía. Viajar sin temores ni preocupación ninguna es un valor muy estimable a la hora de viajar, además era un país donde todo era barato. Pero lo más sobresaliente, lo mejor, era su población, a la que yo definiría como la gente más amable, honesta y hospitalaria del mundo, cosa que puedo afirmar después de haber estado en 122 países.
Rangoon, ahora Yangon, me sorprendió desde el momento en que llegué al hotel, una habitación gigante con aire acondicionado y el trato exquisito con la entera disponibilidad de sus empleados a satisfacer cualquiera de mis necesidades. Y lo mismo sucedió con el restaurante al que fui a cenar esa primera noche, donde para rematarla acabé en una discoteca situada en la planta diez de un edificio. Toda la gente que estaba conociendo era amable, sonriente y encantadora, me parecía vivir un sueño más que una realidad, sobre todo teniendo en cuenta que el país tenía sometida su libertad por la dictadura de una junta militar comunista.
Antes que ninguna otra cosa, entre mis primeros descubrimientos estuvo la honradez de su gente, y la prueba inicial la encontré el primer día cuando fui a desayunar. Desde pronto por la mañana los cafés y salones de té se llenaban para tomar el desayuno, cuyo servicio resultaba curioso, o cuando menos diferente. En las mesas había bandejas con distintas variedades de pasteles dulces y salados, el camarero sólo preguntaba qué ibas a tomar, si café o té, y para comer uno iba escogiendo lo que le apetecía de lo que había expuesto en la mesa. Cuando la comida se iba acabando el camarero la reponía con nuevos pasteles recién hechos. A la hora de pagar uno iba a la caja y sólo tenía que decir el número de pasteles que había consumido, todos valían igual. Los camareros no comprobaban ese dato, en el restaurante se fiaban de la honestidad de los clientes. Creo que en cualquier otra parte del mundo ese sistema hubiera sido la ruina del restaurante.
Si en Yangón, la capital, la gente ya me pareció excepcionalmente amable, en Bago, la siguiente ciudad que visité, superaba cualquier previsión que hubiera podido imaginar. Fui porque Bago tenía estimables atractivos, algunos de ellos únicos en el mundo, como una de las pagodas más famosas del país donde había cuatro budas espalda contra espalda de 30 metros de altura. O la Gran Pagoda del Dios Dorado, con 114 metros de altura y más de mil años de antigüedad. O la también famosa del Buda Reclinado, que cuenta con la reputación de ser el buda con más apariencia de vida y ser el más grande del mundo, con sus 16 metros de altura y 55 de largo. Estos monumentos eran verdaderamente impresionantes, dignos de los más extraordinarios elogios, sin embargo lo más excepcional lo descubrí en las calles de Bago, una ciudad que representaba fielmente la vida tradicional del país, en una sincronía perfecta entre la vida urbana y el paisaje rural, donde cualquiera que fuera la dirección que tomara siempre me conducía a la satisfacción. Salvo la calle principal y el mercado al aire libre, la ciudad se encontraba oculta bajo un bosque de palmeras, cocoteros y otros árboles tropicales, con muchas de sus calles convertidas en canales que habían de ser recorridos en canoa, donde las casas de madera estaban suspendidas sobre maderos clavados en el agua. Algunos para entrar en sus casas tenían que arremangarse la ropa, y en algunas tiendas ocurría lo mismo, había que quitarse las chancletas y adentrarse descalzos sobre el agua. Pese a todos los grandes atractivos de Bago el más sorprendente fue la naturaleza de su gente, niños y adultos me saludaban al verme con una sonrisa en los labios, imposible permanecer indiferente a tanta cordialidad.
Bago era una ciudad que representaba fielmente la vida tradicional del país, en una sincronía perfecta entre la vida urbana y el paisaje rural,
Nunca en ningún otro país me había sentido tan acogido y protegido. Por alguna razón desconocida, seguramente relacionada con su cultura, el trato a los extranjeros lleva implícita una serie de prerrogativas que incluían cosas como la atención, la ayuda, el cuidado, la protección… Era como por el simple hecho de haber conocido a alguien o haberle preguntado algo, se sintieran con la responsabilidad de resolver tu problema o dar solución a tu necesidad, aunque esto habría que extenderlo más allá de la gente, pues las empresas o cualquier servicio que contratara se sentían igualmente con el compromiso de velar por mi bienestar. Una prueba de ello fue el viaje a Mandalay, segunda ciudad del país a quince horas de autobús desde Yangón. El autobús era moderno y confortable, tenía aire acondicionado y monitores de TV donde pasaban video-películas. Nada más entrar al autobús los pasajeros recibimos una botella de agua y caramelos, en el trayecto nos daban café con torta, con cena incluida en un restaurante de carretera. Por la noche ofrecían de nuevo café o té con torta y por la mañana temprano una toallita perfumada y el desayuno en otro restaurante de carretera. Además durante el trayecto fuimos obsequiados con la servicial atención de una azafata. Servicios incomparablemente mejores a los que hoy recibimos de las compañías aéreas, y todo por un módico precio del billete: 900 pesetas de la época. Y por si esto fuera poco, cuando llegué a Mandalay la empresa del autobús puso a mi disposición una bicicleta-taxi para llevarme (gratis) al hotel que deseara ir. He llegado al país de “las mil maravillas”, me dije.
Mandalay era una simple ciudad sin muchos atractivos propios, sin embargo en sus alrededores se concentraba lo mejor: cuatro antiguas ciudades, colinas salpicadas de templos y otros ponderables atractivos. En el hotel donde me hospedaba conocí a Toe, un amable birmano que me ofreció su servicio de vehículo y guía para conocer todo lo destacable alrededor de la ciudad, su tarifa era de 20 dólares por día. Decidí que primero alquilaría una bicicleta para moverme por la ciudad y después quizá para visitar las cuatro ciudades antiguas y otros lugares, en un radio de unos 30 kilómetros, aunque si encontraba a otros viajeros que quisieran compartir el coche de Toe y sus conocimientos, quizá lo contrataría.
En mi primer día de visita en la ciudad me tropecé con un edificio donde se celebraba algo, asomé la cabeza y vi un escenario donde había músicos y bailarines, con un enorme salón lleno de gente comiendo sentados mirando al escenario, pregunté y me dijeron que era una boda. Entonces me di cuenta de los novios, ataviados con ropas tradicionales. Pregunté si podía hacer fotos y me dijeron que sí. Antes de empezar se acercó otro chico, me saludó y me invitó a pasar dentro, en realidad me llevó a una mesa, me hicieron un hueco, me sentaron allí y enseguida llegaron platos con comida para mí. Sólo quería hacer alguna foto y acabé siendo invitado a una boda.
Al día siguiente por la mañana vi de nuevo a Toe por el hotel, seguía buscando clientes. Le dije que el día anterior había encontrado a otros tres turistas europeos y les había propuesto alquilar sus servicios, pero habían declinado la idea, ellos preferían moverse en autobús, era más barato. Salíamos a cinco euros cada uno por un vehículo a nuestra disposición con chófer y gasolina incluidos por todo el día, pero les parecía caro, incomprensible tanta mezquindad. Le dije a Toe que el precio era bueno, pero esperaría a encontrar al menos otro viajero para compartir el coche.
Estuve hablando con Toe. Al preguntarme qué tal me iba le expliqué que tenía un pequeño problema, había amanecido con un sarpullido de granos en las ingles y la barriga, él me aconsejó ir al dermatólogo, ofreciéndose a acompañarme. Tomé su palabra y Toe me llevó en su coche a la consulta particular de un dermatólogo. Después de verme diagnosticó que tenía una infección, probablemente contraída días atrás, cosa que podía ser cierta, pues había llegado de la India y allí las condiciones higiénicas tenían pocas garantías. Me recetó dos tipos de pastillas y una crema que él mismo me proporcionó, con la recomendación de usar “longi”, una especie de pareo que allí llevaba todo el mundo, tanto mujeres como hombres, para evitar las rozaduras de la ropa y el sudor. Cuando le pregunté cuánto costaba todo, la consulta y las medicinas, su respuesta fue simple: nada. No quiso cobrarme, tuve que insistir para pagarle al menos las medicinas. Era la primera vez que veía que alguien que podía aprovecharse de un turista, no solo no lo hacía, sino que además no le cobraba por sus servicios, más increíble aún siendo un médico.
"Tenía una infección. Había llegado de la India y allí las condiciones higiénicas tenían pocas garantías"
Cuando llegamos al hotel subí a mi habitación y me puse un “sarong” que llevaba en mi mochila, otra prenda indonesia similar al “longi” y que al igual que en Birmania podían usar tanto las mujeres como los hombres, aunque éstos sólo en ceremonias, y no para uso diario como en Birmania. Solo había una diferencia, en Birmania el longi estaba cerrado y el “sarong” era abierto, igual que un pareo. Toe me aconsejó cerrarlo, pues al sentarme podía abrirse y dejar al descubierto mis vergüenzas. De modo que se lo di y él mismo se encargó de llevarlo a un taller de costura para coserlo. A su regreso le pregunté cuánto le había costado y me dijo que nada, lo había llevado a un conocido suyo y había dicho que como era poco trabajo no le había cobrado. La honradez de Toe me conmovió, podía haberse aprovechado tranquilamente de mí y no lo hizo. Eso me hizo cambiar de idea, tenía que hacer algo por él y decidí no esperar ni un minuto más para contratar sus servicios, después tuve la certeza de que los 20 dólares de ese día y los otros 20 del día siguiente, fue quizá el mejor dinero invertido en aquel viaje, Toe me mostró mucho más y mucho mejor lo que yo no habría llegado a conocer y disfrutar en toda una semana, además de introducirme en la cultura y costumbres birmanas. Con él probé por primera vez el tradicional “menú birmano”, consistente en un plato principal de carne o pescado, con doce pequeños platos adicionales de acompañantes.
Gracias a Toe aprendí muchas cosas que por mi cuenta habrían pasado desapercibidas para mí, algunas tan curiosas como la forma de declararse los chicos a las chicas. Muchos esperaban al Festival del Agua, las fiestas más populares del país, donde todos se arrojaban agua de unos a otros. Si a un chico le gustaba una chica, se le aproximaba y, en lugar de tirarle el agua de golpe, la derramaba en su cuerpo poco a poco. Si la chica en lugar de escapar dejaba que le cayera, significaba que correspondía a los sentimientos de él. Gracias a Toe pude hacer uso del “longi”, y la verdad que le cogí gusto, me sentía muy cómodo y libre con él, tanto que lo llevé puesto el resto del viaje como un birmano más.
Allá donde iba recibía las amables muestras de los birmanos, tanto de forma individual como colectiva. En el pueblo de Hsipaw, una zona montañosa y con una temperatura muy agradable, para facilitar las cosas a los turistas que pudieran llegar, entre todo el pueblo habían comprado seis bicicletas para dejárselas de forma gratuita, sólo había que ir a la librería de mister Book y pedírsela. Por mucho que uno quisiera pagar, mister Book no aceptaba dinero, gentileza de Hsipaw.
Un día de camino a Mandalay al regreso de las montañas del norte paré un minibus en la carretera, pero iba lleno, sólo quedaba la opción de subir al techo y eso fue que lo hice. Al rato empezó a llover. El conductor paró el minubús y los que iban dentro se apretujaron más de lo que ya estaban y me hicieron un hueco. Mi compañero de asiento empezó a hablarme, aunque la conversación resultaba difícil, tan apenas hablaba un poco de inglés. Él venía de Mogok, el lugar donde se extraían piedras preciosas como rubíes o zafiros. Le pregunté si él se dedicaba a eso y me dijo que sí, aunque lo hacía a modo personal, como otra mucha gente que no tenía trabajo e iba por su cuenta a cavar en la tierra en busca de piedras preciosas para venderlas después. A mitad de camino paramos para un descanso y entramos en un restaurante para tomar algo. Durante esos momentos él hurgó en un bolsillo y sacó una piedrecilla, mostrándomela me dijo: esto es un zafito. Lo cogí entre mis dedos y lo observé, era del tamaño de una alubia o un poco más. Cuando se lo fui a devolver lo rechazó diciéndome que era un regalo para mí. Le dije que no podía aceptarlo, era su trabajo y él vivía de eso, pero no aceptó mi negativa, no tuve otro remedio que quedármelo, me dijo que así en bruto valía poco, sólo después de tallados era cuando subía su valor.
Mandalay era el centro del comercio de piedras preciosas, donde además había varios talleres donde los tallaban. Acudí a un tallista para ver qué se podía hacer, me dijo que podía sacar dos piezas de kilate y medio cada una para hacer un par de pendientes, pero no estarían antes de dos semanas. Eso, y que el precio de la talla era caro, me hizo abandonar la idea de tallarlo para hacer una joya. Por curiosidad le pregunté a cuánto se cotizaba allí la piedra de un zafiro como ese, en bruto no mucho, me dijo, pero una vez tallado a 90 dólares por kilate.
El precio de la talla era caro, me hizo abandonar la idea de tallarlo para hacer una joya.
El lago Inle era otro de los lugares imprescindibles, me quedé en Yanghwe, el pueblo más próximo al lago. En el hotel coincidí con un americano, éramos los únicos extranjeros en la zona. Por la noche salimos a cenar a un restaurante, en aquellos momentos había pocas opciones, pero encontramos uno llamado “4 hermanas” que nos gustó por su apariencia. Allí también fuimos los únicos clientes. Una de las hermanas nos entregó la carta, había cosas sugerentes e interesantes, pero faltaba una cosa: los precios. Pedir sin saber el precio podía ser arriesgado, así que preguntamos por los precios que tenían los platos, la respuesta nos dejó sorprendidos: el precio lo poníamos nosotros mismos dependiendo de lo que nos hubiera gustado. Jamás en mi vida había visto algo semejante. La cena estuvo bien, a la hora de pagar lo hicimos siguiendo las instrucciones recibidas. Como además de estar satisfechos con la comida, el servicio y la atención fueron inmejorables, creo que pagamos más de lo que hubiéramos pagado en un restaurante similar.
Al día siguiente deseábamos hacer un recorrido en barca alrededor del lago y preguntamos en el restaurante dónde podíamos conseguir una barca. Las hermanas tenían una barca y podían llevarnos. Acordamos un precio y al día siguiente una de ellas nos llevó para mostrarnos las cosas más interesantes del lago Inle. El coste del alquiler de la barca unido al servicio de guía era realmente bajo. Al mediodía paramos para comer en una población con un exótico mercado a orillas del lago, invitamos a comer a nuestra guía, pero a la hora de pagar fue ella quien lo hizo invitándonos a nosotros. Por más que intentamos pagar no nos fue posible, en el lugar donde comimos sólo aceptaron el dinero de nuestra guía.
Al día siguiente hicimos un trekking al poblado Pao, situado en las colinas. Contratamos a un chico joven para que nos hiciera de guía, al regreso nos llevó a su casa, su madre nos sacó té y un plato con frutas. Allí mismo en la casa dos chicas fabricaban a mano los típicos cigarros birmanos, una especie de puritos, los cuales solían venderse por unidades en los puestos de la calle. Al ver nuestro interés, la madre quiso regalarnos un paquete de 50 cigarros a cada uno. No fumábamos ninguno de los dos, aun así eso hubiera sido demasiado. Como no éramos fumadores aceptó nuestra negativa, de todos modos antes de volver al hotel nos dio una bolsa con frutas a cada uno. Y nosotros habíamos regateado el precio del chico por guiarnos bajándolo a dos dólares, ¡qué vergüenza sentimos de nosotros mismos!
Cuando partimos del lago Inle, teníamos que tomar un autobús en la carretera que estaba a unos quince kilómetros, y ese autobús pasaba por allí a las seis de la mañana. En el hotel nos dieron el contacto de un hombre que podía hacernos de taxi con su coche. Acordamos el precio para salir a las cinco de la mañana, llegamos de noche al cruce estipulado faltando más de media hora para la llegada del autobús. Pagamos a nuestro taxista (un precio realmente bajo) y nos despedimos. No hablaba tan apenas nada de inglés, pero entendimos que esperaría con nosotros hasta que llegara el autobús. Poco después abrieron una caseta que resultó ser un chiringuito de carretera y nos metimos dentro, pedimos café para los tres y una especie de churros calientes, queríamos invitar a nuestro amable chófer, quien sin tener por qué nos acompañaba para no dejarnos solos allí. Nuevamente no fue posible, fue él quien pagó, el dueño del puesto no quiso aceptar nuestro dinero y tomó el de nuestro chofer. Para colmo habíamos pedido otra ronda de cafés y churros. El chófer se quedó allí hasta el momento que llegó el autobús y nos vio subir a él.
Desde el primer instante que la conocí nos hicimos amigos, su dulzura y simpatía no exentas de timidez, me conquistaron
Bagán es otro de los lugares imprescindibles, es el resultado de un extraordinario fervor religioso y algo de locura, contiene cientos de templos, pagodas y edificios de mil años de antigüedad construidos en un mismo emplazamiento. Cuando se sube a lo alto de uno de los templos principales se puede observar a su alrededor la inmensidad del terreno plagado de templos de todas las formas y tamaños en todo lo que puede alcanzar la vista. Sencillamente impresionante. En lo alto de uno de estos templos conocí a Yin Yin, una niña de catorce años.
Desde el primer instante que la conocí nos hicimos amigos, su dulzura y simpatía no exentas de timidez, me conquistaron. Vendía pulseras a los turistas que por entonces llegábamos por allí, aunque le faltaba el descaro para abordarlos y la insistencia para que compraran sus pulseras. La conocí a última hora de la tarde en lo alto del templo de Shwesandaw, uno de los importantes, cuando el calor había aminorado y corría algo de brisa, allí estuvimos hablando bastante rato, ya que conocía el inglés, y juntos vimos la puesta de sol. Antes de despedirnos me invitó a comer en su casa al día siguiente el “menú birmano”, para llegar me dijo que vivía junto al templo de Ananda, donde su padre trabajaba de vigilante por la noche.
Cuando llegué a la hora acordada ya estaba puesta la mesa, allí me esperaban Yin Yin, su madre, su tía y un hermano menor, con ella eran siete. La mesa no debía levantar más de 20 centímetros del suelo, las personas debían sentarse en una estera, que era donde debíamos situarnos para comer. El menú constaba de dos platos principales de pollo y ternera, seis platos de acompañamiento, plátanos y un postre dulce. Me dijeron que podía sentarme y comer, esperaba que al menos Yin Yin, su madre y su tía se sentaran también, pero me dijeron que comiera, ellas ya habían comido. Yin Yin me traducía las palabras de su madre y de su tía, transmitiéndome que se sentían muy felices de que yo estuviera allí, aunque yo no dejaba de sentirme incómodo con toda aquella cantidad de comida para mí solo, la verdad es que dudaba de que fuera cierto que ya hubieran comido. Tal como iba comiendo Yin Yin y su madre iban rellenando mi plato de comida, aunque pronto dije que estaba lleno, tenía la sensación de que estaba comiéndome el menú de toda la familia. La comida estaba excelente, pero el hecho de pensar que el padre ganaba 400 pesetas de la época al mes en su trabajo de vigilante y ellos eran siete hermanos, no me dejaba disfrutar con tranquilidad de la comida.
Yo le había llevado a Yin Yin una mochila de regalo que había comprado esa misma mañana y que pensaba darle después de la comida, pero ella se me adelantó regalándome una caja lacada hecha por su padre, pues por el día también trabajaba en un taller donde lacaban cajas y otros objetos. Antes de marcharme quedamos en el mismo templo del día anterior para ver de nuevo la puesta de sol. Me sentía conmovido y agradecido, cuando me acompañó hasta la bicicleta alquilada con la que me movía en Bagán, le di algo de dinero, teniendo que insistir para que lo aceptara. Cuando volvimos a vernos en la tarde en lo alto del templo, Yin Yin compró un coco para mí a un vendedor que también subía allí para venderlos a los turistas que llegaban cansados y sedientos a lo alto. El hombre le hizo un agujero, introdujo una pajita y me lo entregó. Debió ser lo primero en que Yin Yin se gastó parte del dinero que yo le había dado después de comer.
Durante los tres días días que permanecí en Bagán estuve acompañado de Yin Yin para ver la puesta de sol en lo alto del templo de Shwesandaw, ella fue una de las muchas demostraciones que recibí de la ejemplar e inigualable hospitalidad birmana. Birmania tiene muchos e importantes lugares de interés, algunos como Bagán únicos en el mundo, pero ninguno de esos valores brilla tanto como su propia gente.
Birmania, junio de 1996