China, fieras con uniforme

Una peripecia policial después de una estafa en un país en el que es muy difícil encontrar a alguien que hable inglés

Marco Pascual
Viajero
12 de Marzo de 2023
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En la Muralla China
En la Muralla China

Era mi segunda vez en China, me encontraba en Xian y después de pasar cuatro días en la ciudad fui a la estación de tren para ir a Pekín. Compré un billete en “asiento duro”,  lo que correspondía a una segunda clase, más económico, donde viajaba la mayoría. En aquella época los extranjeros pagábamos cuatro veces más del precio que pagaban los chinos, pasaba en el tren y en todos los lugares turísticos que pertenecían o controlaba el gobierno chino, como ocurría en los Guerreros de Terracota de Xian, La Muralla China y todo lo que estaba bajo la tutela del gobierno, es decir, prácticamente todo.

En la estación de tren de Xian había varias ventanillas para la venta de billetes y una exclusiva para la venta a extranjeros. Me dirigí a ella y compré uno. En el billete no entendía nada, todo venía en chino. En aquella época no había trenes de alta velocidad, de manera que el viaje era largo, recuerdo que salí por la tarde y llegué a media mañana del día siguiente. Viajé en un compartimento donde íbamos ocho personas, cuatro en cada bancada, junto con abundancia de bultos. No quedaba espacio para moverse, por lo que el viaje resultaba algo incómodo y aburrido al no poder intercambiar ni una palabra con nadie. Recuerdo que todos los chinos de mi compartimento se pasaron el viaje comiendo y  bebiendo té.

Por fin llegamos a Pekín, yo sin dormir nada.  El hall de llegadas era una auténtica marabunta de gente yendo de un lado a otro, cruzando y tropezándose unos con otros cargados de bultos, un caos. Subí a la planta superior que daba a la calle. Para salir había que hacer cola, era necesario pasar por unos tornos de uno en uno.  Al llegar al torno de mi fila, antes de pasar tuve que mostrar el billete a la revisora, había una en cada torno. Miró el billete, me miró a mí, y empezó a gritarme como si hubiera pillado a un ladrón robando algo.  Me quedé sorprendido, no sabía por qué me gritaba ni qué podía haber hecho para esa desmedida furia en sus palabras contra mí. Le pregunté en inglés qué ocurría, completamente desconcertado. Naturalmente no comprendía una palabra de inglés, por lo que siguió gritándome, me parecía estar delante de un perro de presa ladrándome y enseñándome los dientes. Supuse que algo pasaba con mi billete, porque no me lo devolvió ni me dejó pasar el torno de salida.

Entrada en la estación de tren
Entrada en la estación de tren

No entendía nada, le pedía explicaciones y lo que hizo ella fue bloquear el torno, cerrar una portezuela para que nadie pudiera traspasarlo y dar la vuelta para venir junto a mí. Sin mediar palabra me cogió del brazo de una forma agresiva y gritándome algo tiró de mí.  En ese punto acabó la calma con la que me había conducido.  Me revolví con fuerza y me solté. Yo también grité entonces, mostrándole que también podía tener mal carácter si me trataban mal.  Ella, con idénticas malas formas, volvió a cogerme del brazo gritando como una loca.

La mujer vestía un uniforme militar verde oscuro, aparentaba ser de mediana edad y sus gestos faciales mostraban una exagerada hostilidad, la veía como un peligroso pitbull dispuesto a atacar.  De otro brusco movimiento me solté del brazo, advirtiéndole con la misma mala cara que ponía ella que no me volviera a tocar. No surtió el menor efecto, aquella loca de uniforme me había tomado como si fuera un delincuente al que no podía dejar escapar. Después de soltarme me giré para salir de allí como fuera y ella volvió a usar su agresividad física y verbal para agarrarme de nuevo. La cosa se tensó bastante, tanto que otra revisora del torno contiguo lo bloqueó, cerro la portezuela y se vino igualmente hacia mí para intentar sujetarme entre las dos.

El asunto había tomado cariz de espectáculo, dos mujeres vestidas con uniforme militar agarrándome cada una de un brazo intentando llevarme a alguna parte, y yo dando bandazos y codazos a uno y otro lado para soltarme con toda la energía, impulsado por la rabia que me estaban provocando. A nuestro alrededor se había formado un gran círculo de curiosos observando la función

Entre gritos y forcejeos se formó un alboroto que cada vez atraía a más gente. No sabía lo que pasaba ni lo que querían, lo único que podía entender es que debía de haber algún problema con con mi billete y querían llevarme a alguna parte dentro de la estación, ¿quizá a la policía? A las dos revisoras se agregó otro hombre, también vestido con uniforme militar, quien seguramente atraído por el alboroto llegó para sumarse a mi captura.  Ahora tenía tres uniformados con muy malas pulgas intentando sujetarme para llevarme con ellos a la fuerza.

Me resistí a los tres, las dos mujeres eran quienes más gritaban y quienes más intentaban tirar de mí, parecían poseídas por una paranoia delirante y agresiva, tanto por sus violentos gestos como por su incontinencia verbal.  Como el diálogo era absolutamente inútil, por gestos traté de hacerles entender que no quería que me pusieran sus manos encima, no estaba dispuesto a permitirles que sin haber hecho nada me trataran como si fuera un delincuente, con tan malas formas y sin el menor respeto.  El hombre, que parecía más racional que las dos fieras enloquecidas que tenía a mi lado, también me hizo entender por gestos que los acompañara. Me mostré de acuerdo, volviendo a advertirles que no me tocaran un pelo.

Como si se tratara de una atracción circense, el grupo que nos rodeaba nos siguió, parecía que el espectáculo les gustaba y no querían perdérselo.

Llegamos a las puertas de lo que parecía una oficina, la revisora me miró con su malcarado rostro y con algo que parecía un rugido saliendo de su boca me señaló la puerta para que entrara. Me detuve, receloso de lo que realmente pretendían, negándome a entrar.  La tensión volvió a crecer.  En aquel nuevo cruce de palabras gruesas, apareció un chico extranjero que se paró a ver qué sucedía conmigo. Me preguntó qué pasaba y le expliqué que en realidad no sabía qué pasaba, sólo que al salir me habían cerrado el torno impidiéndome la salida y ahora parecían querer algo de mí. El chico era un americano que estaba allí como profesor de inglés, por lo que conocía el chino e hizo de intermediador.

Según le explicó la fiera, es decir, la revisora que me impidió la salida, yo había viajado con un billete para chinos y ahora tenía que pagar una sanción.

Estaba claro que el chino de la estación de Xian donde compré el billete me había estafado, había pagado por un billete de extranjero y me había dado uno para chinos. Como era el primero que compraba, a Xian había llegado en un vuelo desde Hong Kong, no sabía cuál era la diferencia entre el billete de locales y el de extranjeros, y por otra parte era incapaz de leer lo que ponía en el billete porque no sabía chino.  Se lo dije al chico americano, que al parecer había sido estafado en la estación de Xian, no era mi culpa, yo había pagado el precio de extranjero.

En el Templo del Cielo
En el Templo del Cielo

Seguimos discutiendo sin llegar a ningún acuerdo, querían hacerme pagar una sanción y yo no quería pagar.  No solucionábamos nada y el chico americano tenía que marcharse, me dijo que entrara a la oficina, seguramente había un encargado allí, y le explicara a él lo que había pasado. Después podía discutirlo con ellos y quizá podíamos llegar a un acuerdo.

En la oficina había dos mesas con dos hombres vestidos de civil, entré y tomé asiento frente a quien parecía ser el jefe. La revisora que tenía mi billete se lo dio al hombre y debió explicarle por qué me llevaban allí. Después de que ella terminó fue el turno de exponer mi versión, contándole en inglés que yo había pagado por un billete para turistas, si me habían dado un billetes de chinos no era mi culpa. Después de un silencio, el hombre se dirigió a mí en chino, no sabía inglés, con lo que no había entendido nada de lo que le dije, estábamos en las mismas. La revisora sabía por el americano qué era lo que me había pasado, no sé si llegó a decírselo cuando hablaban entre ellos, la cuestión es que aunque se lo dijera, no debían creerme. El hombre cogió un papel, anotó una cifra y me lo pasó para que la leyera, los números sí que eran igual en chino como en español.  Vi que había escrito la cifra 400, conminándome a que debía pagar esa cantidad de yuanes.  Me negué rotundamente. El billete para chinos debía costar 30 yuanes, como turista yo tuve que pagar 120, y ese hombre quería imponerme además una sanción de 480 por supuestamente pretender viajar con un billete para chinos.

Cogí el papel y un bolígrafo, apoyando con gestos mis palabras pasé a exponerle mi disconformidad con la sanción, manifestando mi rotunda negativa a pagar esa cantidad. Le volví a explicar que en Xian ya había pagado 120 yuanes. Aunque no me creyeran debían saber que en las ventanillas a los turistas no nos vendían billetes para chinos, teníamos que ir a otra exclusiva para turistas, y a mí quien me vendió el billete me estafó dándome un billete para locales, ganándose así 90 yuanes con la estafa. Como conclusión, le dije que solo estaba dispuesto a pagar esos 90 yuanes, que era la diferencia entre un billete local y uno para turista.  Así que anoté esa cifra diciendo que eso era todo lo que estaba dispuesto a pagar.

No hubo acuerdo. El hombre siguió insistiendo que debía pagar los 480 yuanes, que sumados a los 120 que pagué por el billete, suponían un total de 600. 

Yo creo que me entendía por qué me negaba a pagar la sanción y por qué sólo estaba dispuesto a desembolsar los 90 yuanes, pero discutiendo con alguien en lenguas diferentes y criterios dispares, era imposible llegar a razonar una solución justa. Cada uno se mantenía en su posición, era la indiferencia china contra la tozudez aragonesa.

En la Ciudad Prohibida.
En la Ciudad Prohibida.

Después de un buen rato de tira y afloja y viendo que el tiempo pasaba decidí optar por una última determinación.  Metí manos en los bolsillos y fui sacando el dinero chino que llevaba, fui colocando los billetes sobre la mesa hasta sumar 90 yuanes, los cogí y los puse delante del hombre diciéndole que ahí estaba el dinero, eso era todo, le dije, haciendo ostensibles gestos de indignación por tener que pagar dos veces por el mismo billete.

El hombre ni lo tomó ni lo rechazó.  Me levanté de la mesa y cargué con la mochila dispuesto a marcharme. Ni el jefe a quien le daba el dinero ni el vigilante que me acompañó hasta allí y que aún permanecía en la oficina, me impidieron la salida.  Al traspasar la puerta me dirigí al vigilante y le pedí que me acompañara para facilitarme el paso por el torno para salir de la estación.

Ese mismo día en el hotel donde me quedaba conocí a Jose María, un catalán de Barcelona, un buen tipo, con el que desde el primer momento conectamos muy bien.  Él vivía en Pekín desde hacía algún tiempo, en España había aprendido chino y, pese a estar casado, había decidido ir a China a buscarse la vida allí.  Por entonces él ya tenía la visión de que la economía china iba a ascender de forma meteórica y quería estar allí para hacer su propio negocio. Hacía poco que empresas de todo el mundo se estaban trasladando allí para producir formando “join ventures” con empresas chinas, entre ellas las españolas, de manera que pretendía ser el consejero, asesor y gestor de los empresarios españoles que llegaran a China con la intención de instalarse allí. 

En Pekín, cenando con José María
En Pekín, cenando con José María

Después de contarle mi episodio en la estación de tren, José María me dijo que para no pagar el precio de turista lo que podía hacer era sacarme un carnet de estudiante chino, con eso pagaría el precio local en todo.  Él mismo me acompañó hasta el lugar donde los hacían, por supuesto ilegalmente.  Sólo tuve que darles una fotografía y mi nombre, cuando me preguntaron en qué universidad quería decir que estudiaba, les dije que en la de Xian, ya que acababa de llegar de allí.

Por muy poco dinero tuve un carnet auténtico de estudiante chino, al menos lo parecía, porque en todas las partes que lo usé dio el pego, nadie lo rechazó ni me dijo nada.  Durante el siguiente mes pude viajar en tren por medio país pagando el precio local y entrar abonando lo mismo que un chino en todos los lugares de interés, como la Muralla China, La Ciudad Prohibida y muchos otros en diferentes ciudades.  Incluso con ese carnet hasta pude quedarme a dormir en las residencias universitarias de dos ciudades por un precio ridículo, ya que era verano y las universidades estaban cerradas. Al final ese carnet de estudiante me hizo ahorrar algo más de 300 dólares, dándome la posibilidad de resarcirme de sobra de la estafa que me hicieron a mí.

China, agosto de 1994

 

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