Cuando llegué de regreso a Dungu después de haber visitado el campo de refugiados sudaneses, me esperaba una buena noticia, había quedado una habitación libre y Miguel, el portugués que conocí en el viaje a Dungu, la había guardado para mí. Ya no tendría que dormir de okupa en su habitación como la noche anterior. Por su parte Marceline, la chica que había comprado en Uganda dos sacos de lentejas y también hizo el viaje hasta allí con nosotros, había vendido ese día sus lentejas, lo cual era otra buena noticia. Los chóferes se frotaban las manos, le habían hecho prometer que si las vendía les invitaría a una cerveza a cada uno.
Después de haber andado treinta kilómetros bajo un sol abrasador necesitaba ducharme y descansar, pero Miguel me dijo que lo dejara para después, no había nada de comer y si queríamos cenar algo (el día anterior le había dicho que ese día yo me ocuparía de comprar la comida) ya podía ir al mercado sin perder tiempo antes de que nos quedásemos sin nada.
El mercado se hallaba en una explanada, los puestos oficiales se encontraban bajo la sombra de los árboles y disponían de una rústica mesa para exponer sus productos, pero la mayoría eran puestos libres muy elementales. Se colocaban en cualquier parte del mercado, situaban una tela en el suelo y ya tenían su puesto de venta, o los aún más simples y abundantes, quienes presentaban sus productos en un balde o un plato. Incluso los había que las mercancías a la venta se exponían directamente sobre la mano, como quien sólo tenía un huevo o dos para vender. Un mercado de pobres para pobres.
Algunas de esas mujeres que acudían al mercado para vender sus exiguas mercancías llegaban a recorrer distancias cercanas a las tres horas a pie de ida y otro tanto de vuelta, permaneciendo en el mercado todo el día o hasta vender lo que cabía en un balde o un plato. Tanto esfuerzo y sólo para sobrevivir un día más.
Después de dar una vuelta alrededor del mercado para ver qué podía comprar, la expectativa de una buena cena quedaba totalmente descartada. Había poca cantidad de productos y escasa variedad. Algunas cosas, más que atraer el hambre la ahuyentaban por su desagradable aspecto, como trozos de pescado de un color negruzco, no sé si porque estaba ahumado o porque estaba podrido, y lo mismo ocurría con la poca carne a la venta. Presentaban tan pocas garantías de estar en buenas condiciones que era mejor pasar hambre antes de correr el riesgo de caer enfermo. No quedaba otro remedio que recurrir a una dieta vegetariana. Compré arroz, tomates, cebollas y patatas, para hacer con ello un potaje. Lo mejor fue el postre, compré la única piña que había en el mercado, una hermosa piña de más de dos kilos de peso.
Sólo tenía un huevo o dos para vender. Un mercado de pobres para pobres.
De vuelta del mercado y antes de preparar la cena, le pedí a la dueña de la habitación, que también era la dueña del bar-discoteca, que me calentara agua para darme un baño, de manera que de nuevo tomé el “baño africano”, al aire libre en calzoncillos y entre la gente. Cerca de mí también se bañaba el hijo de la dueña, él metido directamente en un cubo. Puede parecer raro, pero me sentía contento de disfrutar de aquel extraño privilegio.
Tal como le había prometido a Miguel, me puse a cocinar nuestra cena, arroz con vegetales. Los demás del grupo, los chóferes, el mecánico y Marceline, se las arreglaban como podían, aunque la piña sí, esa era para todos. Aún guardo en mi retina las risas de los demás al verme cocinar, algo tan extraño en un blanco, y hombre además, para mayor rareza. También recuerdo mis propias risas de felicidad, no hubiera cambiado el mejor banquete del mundo para mí sólo por aquella cena, porque en realidad el valor no estaba en la cena, sino en los amigos que me acompañaban.
Después de la cena llegó la chica que Miguel se había encargado, por suerte esa noche ya no volvería a ser el convidado de piedra como lo fui la noche anterior. Era sábado y abría la discoteca que teníamos justo al lado, le pregunté si no pensaba ir y me dijo que no, la discoteca le daba igual. Mis amigos me dijeron que yo tenía que ir con ellos para tomar cerveza y bailar. Estaba cansado de la enorme caminata y del calor que había pasado ese día, pero no tuvieron que esforzarse en convencerme, yo sí que deseaba ir, además no podía estar en mejor compañía. Marceline también se apuntó. Cuando creía que ya nada podía sucederme peor que lo ocurrido por la mañana en el campo de refugiados, ese final de día me esperaba el encuentro con el peligro más inesperado y absurdo. Como seguía arrastrando cansancio, para reponer fuerzas me fui a descansar a la habitación hasta la hora de ir a la discoteca.
Nunca había tenido una discoteca tan a mano, después de descansar sólo tuve que levantarme, vestirme y cruzar los quince metros que me separaban de su parte trasera, que también tenía entrada. Cuando entré eran las diez de la noche, para mi sorpresa la discoteca estaba llena. Desde luego nada que ver con una discoteca de aquí. El estilo africano, sobre todo si es fuera de sus capitales, prescinde de muchas cosas, allí lo único importante es la cerveza y la pista de baile, todo lo demás es secundario, quizá lo único similar era la baja intensidad de las luces. Estiré el cuello para tratar de ver a mis amigos entre la gente, pero fueron ellos quienes primero me vieron a mí, llamándome a grito pelado y haciéndome gestos con la mano.
-Te estábamos esperando -dijo el joven mecánico Alphonse, ofreciéndome un taburete que guardaban para mí.
No hubiera cambiado el mejor banquete del mundo para mí sólo por aquella cena, porque en realidad el valor no estaba en la cena, sino en los amigos que me acompañaban
Faltaba Marceline, quien después de pagar las cervezas prometidas se había marchado a dormir. Sin embargo se encontraban acompañados de otras personas que yo no conocía ni esperaba, en concreto de tres chicas que veía por primera vez. Las tres eran jóvenes, esbeltas, atractivas, no sabía si eran amigas o las habían conocido esa noche. Me las presentaron.
Pedí unas cervezas nada más sentarme, pero Teo, el chófer más veterano, dijo que esperase, primero había que terminar la que tenían, si no se calentaría. Las cervezas de allí eran de más de medio litro, la costumbre para beber era pedir una cerveza y con ella llenar los vasos, cuando se terminaba pedían otra, los hombres nos encargábamos de pedir y pagar las cervezas, las mujeres se ocupaban de rellenar los vasos de todos.
La música estaba alta, a la gente le gustaba beber y bailar, la música congoleña era famosa en el continente entero, sonaba en todos los países africanos que he estado. En aquel ambiente de fiesta y diversión era difícil imaginar la crisis económica, de abastecimiento y seguridad que había puertas afuera, allí todo el mundo bebía, bailaba o charlaba animadamente, allí se evaporaba cualquier rastro de preocupaciones. Por supuesto, yo también me sumé a la fiesta. Animado por mis amigos, salimos todos a bailar junto a las chicas, creo que sentían curiosidad de ver cómo bailaba yo, en África todos creen (y con razón) que los blancos no tenemos ritmo en nuestros cuerpos para bailar. No sé si lo hacía bien o mal, pero ellos se reían, quizá no tanto de verme bailar como de ver un blanco bailando en medio de toda la gente negra.
Tomamos unas cuantas cervezas, que sudábamos enseguida, hacía mucho calor, no había nada que refrigerara la discoteca y estaba llena de gente, pero no importaba, charlábamos animadamente disfrutando de aquellos momentos. Desde el momento en que llegué a la discoteca dejaron de hablar en su lengua para hacerlo en francés y que yo pudiera integrarme en la conversación. Y todavía -pensé-, habrá gente que cree que en África son gente sin civilizar. No era mi país, pero no me sentí extraño con mis amigos.
Todo iba bien, me sentía feliz de estar allí y seguro en compañía de mis amigos, pero cerca de la medianoche sucedió algo que lo cambió todo.
Nos encontrábamos sentados alrededor de una mesa, yo de espaldas a la barra del bar. De repente, sin saber por qué, vi que todo el mundo se levantaba de golpe de sus asientos y empezaba a gritar. Sólo pude ver las caras asustadas de mis compañeros. Todo ocurrió en un sólo segundo, gritar, levantarse e intentar salir corriendo de allí. Un segundo después escuché el sonido seco de un tableteo ta-ta-ta-ta, era el sonido de varios disparos seguidos.
Todo ocurrió en un sólo segundo, gritar, levantarse e intentar salir corriendo de allí.
Lo de salir corriendo se quedó en pura intención, en el acto se armó un barullo tremendo queriendo huir de allí todos a la vez. Bebidas derramándose por el suelo, gente tropezando con mesas, sillas y taburetes, tropezando con otra gente mientras empujaban y gritaban de forma histérica chocando unos contra otros en su desesperado deseo de fuga. El pánico se había apoderado de todos ellos y yo seguía sin saber la razón. Nosotros estábamos cerca de la parte trasera, es decir, cerca de la salida de la parte de atrás, que era donde se dirigía la mayoría de la gente empujando sin contemplaciones, yo mismo me vi arrollado. Se armó un verdadero caos. Al estar de espaldas yo no pude ver qué había sucedido para provocar aquella estampida, pero aquella reacción de la gente anunciaba algún peligro grave, lo único que podía hacer pues era seguir a los demás.
Cada uno intentaba ponerse a salvo por su cuenta, la chica que estaba sentada junto a mí me cogió de la mano y tiró de mí para que la siguiera, o para no separarnos, pues poder caminar en el caos y el miedo era muy difícil. La salida trasera daba al lugar donde estaba mi habitación y allí se había producido un tapón que frenaba el escape, de hecho debimos tardar más de un minuto en recorrer los cinco o seis metros que teníamos hasta ella.
Una vez en el exterior, el mismo lugar donde por la tarde me había duchado y después cenado, nos alejamos hasta el fondo. En el caos formado perdimos de vista a nuestros compañeros, creo que todo el mundo evacuó la discoteca hacia la parte trasera, al menos allí parecíamos estar todos agolpados. Intentamos divisarlos entre la gente, pero no conseguimos verlos. Le pregunté a mi amiga qué había pasado, pero como al igual que yo estaba de espaldas, no lo sabía, entonces preguntó a la gente que teníamos a nuestro lado, así fue como nos enteramos.
Habían entrado dos soldados uniformados y armados que se dirigieron a la barra del bar para pedir cerveza, en ese momento uno de ellos se dio cuenta de que su novia se encontraba allí, sentada a una mesa con otro chico. Al parecer eso lo irritó y no se le ocurrió otra cosa que descolgar del hombro su fusil ametrallador y apuntar hacia ellos, que casualmente su mesa se encontraba cerca de la nuestra. Todos los que se dieron cuenta de lo que hacía echaron a gritar y huir allí en desbandada. Si no hubo heridos o muertos fue porque su compañero, al ver que apuntaba hacia la mesa donde estaba su novia, estuvo presto para darle un golpe hacia arriba en la parte inferior del cañón del kalasnikov, de manera que al apretar el gatillo la ráfaga de balas salió hacia el techo de palma de la discoteca.
Después de un rato de espera volvió a sonar la música, algunos volvieron a entrar y dijeron que habían invitado a cerveza al soldado y lo habían calmado, estaba tranquilo y se podía volver a entrar. Tanto mis amigos como las amigas de la chica habían desaparecido y no sabíamos dónde estaban, desconocíamos si habían regresado al interior o se habían largado de allí. Mi amiga me preguntó si entrábamos. Estuve pensándolo, lo cierto es que me encontraba bien en la discoteca, me estaba divirtiendo, pero no era fácil recuperar la tranquilidad después de lo que acaba de pasar. Decidí ir a dormir a mi habitación, por ese día ya había tenido suficientes emociones fuertes. Estaría más tranquilo dentro de mi habitación, que se encontraba a escasos metros de donde estábamos. Me despedí de mi amiga y ella entró a la discoteca.
Se dio cuenta de que su novia se encontraba allí, sentada a una mesa con otro chico. Al parecer eso lo irritó y no se le ocurrió otra cosa que descolgar del hombro su fusil ametrallador
Justo después de acostarme escuché que llamaban a la puerta. No respondí, no sabía quién podía ser ni que quería. Volvieron a llamar, pensé que quien fuera que llamaba sabía que yo estaba allí. Me levanté y antes de abrir pregunté quien era.
-Soy yo -escuché decir a través de la puerta a una voz que reconocí, era la chica con la que habíamos huido juntos de la discoteca. Abrí la puerta tal como estaba, en el exterior ya no quedaba nadie, parecía que todo el mundo había regresado a la discoteca. Le pregunté qué quería.
Ella no contestó en principio, después, con gesto tímido, dijo que hablar. ¿Hablar de qué?, pregunté. Tampoco respondió, sólo bajó la mirada al suelo. Luego dijo que sus amigas no estaban en la discoteca.
No sabía realmente qué quería de mí, aunque intuí que quería entrar en mi habitación. No sabía que hacer, le pregunté si quería entrar y respondió que sí. Medité unos momentos, la chica era bastante atractiva, tenía un buen tipo, parecía una buena chica. Después de un breve debate interior le dije que entrara.
Cerré la puerta y encendí una vela, la única fuente de iluminación disponible. Me acerqué con ella en la mano y mi amiga se sentó en el borde de la cama, el único mueble en la habitación, mientras yo plantaba la vela en el suelo y me sentaba junto a ella. La tenue luz que desprendía iluminaba nuestros rostros en la oscuridad recortando la silueta de nuestros cuerpos, el mío simplemente en calzoncillos. Era un inesperado encuentro en un lugar imprevisto y en extrañas circunstancias entre dos seres hasta hacía poco desconocidos. Precisamente el lugar, las circunstancias, el fortuito azar que nos había reunido allí y la proximidad de su presencia, prendía el deseo como prende el fuego en la maleza seca. Viéndola a ella con una camisa blanca escotada, una falda que al sentarse se acortaba permitiendo ver en la penumbra la hermosa longitud de sus piernas, apoyada en la cama con las dos manos hacia atrás, era como sentir la proximidad de una llama peligrosa para alguien que se estaba convirtiendo en materia altamente inflamable.
Para enfriar el caldero de mis pensamientos le pregunté de qué quería hablar.
Después de emitir un suspiro, su respuesta fue: hace calor aquí.
Venció la sensatez activando la precaución, diciéndole que se vistiera y regresara a la discoteca porque quería estar solo.
Verdaderamente lo hacía, pero sólo fue la excusa para desabotonar su camisa y quitársela, quitándose también la falda a continuación para quedarse igual que estaba yo, en ropa interior. La miraba sin saber qué decir o qué objetar. Si resulta difícil pedirle a una mujer que uno acaba de conocer que se desnude, aún resultaba más difícil pedirle que no lo haga.
-Ven, siéntate aquí -dijo señalando con la mano un lugar a su lado.
Después de aquella declaración de intenciones, se suponía que ahora era yo quien debía tomar la iniciativa para dirigir la parte que me correspondía, sin embargo en mi interior había un debate entre decirle que se marchara o dejar que se quedara, una decisión nada fácil de tomar. Los impulsos iban por un lado y la racionalidad por otro, valorando si aquel encuentro podría tener algún riesgo para mi salud.
-No te inquietes -dijo ella observando mi indecisión-, yo no tengo ninguna enfermedad.
Finalmente venció la sensatez activando la precaución, diciéndole que se vistiera y regresara a la discoteca porque quería estar solo.
Ella aceptó mi decisión sin oponerse o enojarse, se vistió de nuevo, me dio las buenas noches y se marchó.
Después de marcharse, tendido en la cama mientras escuchaba la música que provenía de la discoteca, pensé que quizá había sido un poco brusco con mi respuesta, que podía habérselo dicho de otra manera, tal vez la había hecho sentir mal, parecía una buena chica. Podía haberle propuesto vernos al día siguiente por el día, en el fondo me gustaba, pero ya era demasiado tarde. Debía olvidarme del asunto y dormir, había sido un largo e intenso día de emociones.
A los pocos minutos, siguiendo despierto, oí llamar de nuevo a la puerta. ¿Quién será ahora?, pensé. Me hice el dormido para no ir a abrir, pero volvieron a insistir. Tuve que levantarme. Me acerqué a la puerta y desde detrás pregunté quien era. Volví a escuchar la misma voz de antes.
-Soy yo -dijo nuevamente.
Abrí la puerta y nos quedamos mirando, yo preguntándole con la mirada.
-Mis amigas no están en la discoteca, no las he visto. Tengo miedo de volver sola a mi casa… ¿puedo quedarme contigo?.
Tardé un poco en responder, no sé si le estaba haciendo un favor o me lo estaba haciendo a mí mismo, pero me aparté de la puerta para dejarla pasar. Después de todo no podía ser más peligroso que la discoteca.
Congo, abril de 1992