Consuelo García del Cid desenmascara la crueldad del Patronato de Protección de la Mujer

La autora de Las desterradas hijas de Eva relató su dramática experiencia bajo la institución más "atroz" contra las mujeres

30 de Abril de 2024
Consuelo García del Cid, entre Irene Abad y Sescún Marías. Foto María José Sampietro

El Patronato de Protección de la Mujer fue una institución contra las mujeres, bastante ignota actualmente para la generalidad de la sociedad, a pesar de que su acción no finalizó hasta 1985, bien entrada la democracia. Consuelo García del Cid, una de sus víctimas, lleva 13 años "sembrando esta memoria totalmente desconocida" de la historia de España, que representa, en su opinión, "la atrocidad más grande que se hizo con ellas".

El Patronato se fundó en el año 1902, desaparece con la segunda República y regresó en 1941, presidido por Carmen Polo, la esposa del dictador Francisco Franco.

Acompañada por Irene Abad y Sescún Marías, y en un acto organizado por el Colectivo de Mujeres Feministas, la autora de Las desterradas hijas de Eva explicó este lunes, para un público que abarrotaba el Salón Azul del Casino de Huesca, en qué consistió esta institución y cuál fue su terrible experiencia.

El lema del Patronato era "velar por la mujer caída o en riesgo de caer, que desea recuperar su dignidad", y cualquiera podía encajar en esta premisa, "por ser pobre, huérfana, estar abandonada, darte un morreo en la última fila de un cine con tu novio, llevar minifalda, saltarte las clases, fumar por la calle en horario colegial o quedarte embarazada fuera del matrimonio".

Contaba con una figura, "las guardianas vigilantes de la moral", visitadoras sociales -todavía no existían como carrera las asistentas sociales-, que habían aprobado una oposición con dos requisitos únicos: "ser fiel al régimen franquista y tener una moral intachable".

Estas mujeres se paseaban por lo que llamaban "zonas de conflicto" -piscinas, bailes, cines, bares, la calle- y, en el momento en el que veían una menor (la mayoría de edad era a los 21 años) que consideraban que estaba en una actitud impúdica, llamaban a la policía.  

Consuelo García del Cid, en Huesca. Foto Myriam Martínez

"Se las detenía sin leerles sus derechos ni nada, porque el Patronato fue un sistema penitenciario oculto para menores, y las llevaban al Centro de Observación y Clasificación (COC). Ahí estaban en observación una semana y se les hacía un examen ginecológico. La que era virgen constaba como 'completa' en su expediente y la que no lo era, como 'incompleta'. Este hecho era determinante para que la chica fuera destinada a un reformatorio más o menos severo".

Consuelo García del Cid señala a una serie de congregaciones religiosas que auspiciaban el Patronato: las Adoratrices, las Oblatas del Redentor, las Cruzadas Evangélicas y las Monjas de la Caridad. Los reformatorios no se reconocían como tales, sino como colegios, centros de acogida, asilos o casas de amparo. "Mentira -afirma Consuelo García del Cid de manera rotunda-. Eran peor que una cárcel, porque no teníamos absolutamente ningún derecho. La correspondencia estaba censurada. Tampoco teníamos derecho a llamadas de teléfono, se nos explotaba laboralmente y estábamos constantemente vigiladas. Las autolesiones eran el pan de cada día y las fugas constantes, pero siempre te acababan pillando porque eras menor y no tenías dónde ir".

El tribunal tutelar de menores se hacía cargo de las chicas hasta los 15 años y, desde los 16 a los 25, ese papel le correspondía al Patronato. "Es decir, te podían tener encerrada hasta los 25 años, con lo cual muchísimas provocaban estos embarazos creyendo que iban a ser libres".

Lleno en el Salón Azul del Casino de Huesca. Foto María José Sampietro

Las familias que querían ocultar los embarazos de sus hijas, las llevaban a la maternidad de la Almudena en Madrid, conocida como Peña Grande y, por las internas, como 'Peña Gorda', "era ya la barbaridad máxima". Estaba en manos de Las Cruzadas Evangélicas, una orden secular. "Llegabas allí y te decían: Tú has desgraciado tu vida, tú eres una golfa y, si de verdad quieres a tu hijo y no eres egoísta, firma aquí, porque nosotras tenemos unas familias buenísimas que le van a dar a tu hijo una vida que tú jamás le vas a poder dar".

Así comenzaba la presión para entregar al niño en adopción. Los partos se llevaban a cabo en ese lugar, asistidos por las comadronas. "Había una sala que le llamaban 'la dolorosa', donde las dejaban completamente solas con los dolores y cuando llegaba el momento del parto, la comadrona aprovechaba para volver con los papeles de la adopción".

En realidad, matiza, no es que las chicas dieran su consentimiento, porque eran menores de edad.  "Se fijaban en las que nadie iba nunca a ver, les decían que su hijo no estaba bien, se lo llevaban al botiquín y nunca bajaba del botiquín. Tu hijo ha muerto. Mentira. Luego, a Peña Grande llegaban los impresos del Registro Civil en blanco y los rellenaba una interna, era facilísimo poner el nombre de los padres adoptivos y el rastro biológico es imposible de seguir". Consuelo García del Cid lleva doce años ayudando a madres que buscan a sus hijas y a sus hijos de Peña Grande.

En España llegó a haber más de 700 reformatorios y se ubicaban en las zonas altas de las ciudades. Decenas de miles de chicas pasaron por ellos y la mayoría "continúan estando tremendamente estigmatizadas".

El Patronato de Protección de la Mujer anunció su desaparición en 1978, pero en realidad siguió funcionando hasta 1985 "sin que nadie hiciera absolutamente nada".

UNA DE ESAS NIÑAS

Consuelo García del Cid, natural de Barcelona, dio máxima visibilidad a este asunto cuando publicó en 2021 el ensayo político Las desterradas hijas de Eva. Ella fue una de aquellas niñas que pasó por esta terrible experiencia. Ahora forma parte de un grupo de 50 mujeres, que va creciendo no sin dificultad. "Cuando empecé a recoger testimonios -recuerda-, lo hacía por la noche. Hay que respetar mucho que una se decida o no a hablar".

Su padre, que era abogado, murió muy joven y se refiere a su madre como una mujer, en aquellos tiempos, "muy castrante". Reconoce que ella se revelaba frecuentemente, se saltaba las clases, sacaba muy malas notas y se empezó a manifestar contra la dictadura. "Para mi familia eso era lo peor del mundo -explica-. Me estuvieron siguiendo, pero yo no me di cuenta. Un día laborable, muy temprano, mi madre enciende la luz de mi habitación y entra con el médico de cabecera del Opus Dei de toda la vida. Digo: ¿qué pasa? Te vamos a poner una vacuna contra la gripe, y no pude reaccionar. Sentí que me metía una aguja en la vena del brazo izquierdo. Es lo único que mi familia hizo por la izquierda. Y no recuerdo absolutamente nada más".

Era 1975. Se despertó en una habitación que no conocía, con la boca seca, la lengua como papel de lija y un intenso dolor de cabeza. Intentó abrir la puerta y estaba cerrada con llave. A los pies de la cama se encontraba su maleta de cuadros verdes. Muerta de desesperación, la abrió y encontró ropa de todas las estaciones del año.

Había barrotes en la ventana, pero daba a la calle y allí vio que pasaban coches con matrícula de Madrid. No sabe cómo llegó hasta allí ni cuantas inyecciones más le pusieron para tenerla dormida más de 24 horas. 

Una monja irrumpió en la habitación, con unas llaves en la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se encontraba en un "colegio de formación". Consuelo acababa de cumplir 16 años y se encontró con las monjas Adoratrices de aquel centro, a las que califica como "lo peor del mundo".

"Los intentos de suicidio eran normales, a mí me lo pidió el cuerpo"

"Estábamos vigiladas constantemente, explotadas, fregando todo el día, sin libertad para hablar unas con otras, la correspondencia estaba censurada, tenías que entregar las cartas abiertas, las recibías abiertas. Al llegar, todas nos autolesionábamos. Los intentos de suicidio eran normales, hasta entonces ni sabía que existía esa necesidad. A mí me lo pidió el cuerpo. Lloraba tanto y estaba sufriendo tanto, que necesitaba procurarme un dolor físico lo suficientemente fuerte que me eliminara durante un tiempo corto el psíquico. La mayoría se cortaba las venas, pero les daban puntos y se tapaban la cicatriz con el puño de la bata. Déjate de tonterías".

Consuelo se metió un día en el lavabo y comenzó a golpearse "como un animal" contra los huesos de los pómulos. Al día siguiente, fue a misa con la cara negra, pero muy orgullosa. Nadie le dijo nada ni le ofreció hielo para bajar la hinchazón. 

Así comenzó su rebelión. Una forma de castigo era el aislamiento y otra, el traslado a otro reformatorio peor. En su caso, al de Ávila. "Aquello, directamente, era Dickens" e inició una huelga de hambre.

Ya no pensaba en volver a casa, imploraba regresar a Madrid. Cuando llegó ese momento, se sentía muy contenta, hasta que otra interna le hizo ver esa especie de síndrome de Estocolmo en el que se había quedado atrapada.

Charla de Consuelo García Cid. Foto María José Sampietro

Más adelante, le llevaron a otro centro en Torrente, del que se escapó el 2 de abril de 1976, una fecha que tiene grabada porque se sintió muy orgullosa de sí misma por haberlo conseguido. Pero la fuga le salió mal y, finalmente, le metieron en un avión y le llevaron al reformatorio del Buen Pastor de Barcelona.

Todas las chicas sabían que aquello era "lo peor de lo peor", pero, al menos, había regresado a su tierra. Ingresó "muerta de miedo", pensando que le iban a "despedazar", pero se encontró con una realidad diferente a la esperada. Tenía una habitación individual que le proporcionaba cierta intimidad, no era obligatorio ir a misa, nadie le instaba a rezar y no había uniforme.

Aquella primera tarde, se ganó el respeto de sus compañeras, cuando le estaban acorralando en el patio y Consuelo les reveló que se había fugado de las Adoratrices de Madrid. Era "un ambiente de talego" total. 

Cuando llegó la noche, habían pan, tomates y una bandeja con salchichón, chorizo y queso, y pensó que igual había algún cumpleaños. "La guinda fue que cuando terminamos de cenar, la monja, mete la llave en un cuartito, saca una caja de madera y dice: el cigarrito. No puede ser, nos daban cinco al día".

Le pusieron en el taller de sábanas y toallas de la Seguridad Social, y tenía que hacer 1000 pañuelos de San Fermín al día. Cuando llevaba un mes, le pagaron 200 pesetas. "No defiendo el Buen Pastor -puntualiza-, sólo cuento mi experiencia. Allí teníamos algunos derechos y todas las noches la monja venía a tu cuarto y se sentaba en la cama y te decía: ¿cómo estás? Fatal. Ya lo sé, pero no queda otra". 

Permaneció pocos meses en ese reformatorio y cuando salió, se despidió de sus compañeras e hizo el "santísimo juramento" de que, aunque pasaran 40 años, sería escritora y España entera sabría por todo lo que habían pasado.

Las desterradas hijas de Eva fue su promesa cumplida, 36 años después. A esta publicación le siguieron otros dos libros y ha recabado numerosos documentos que apoyan sus palabras. Lleva 13 años "sembrando esta memoria totalmente desconocida de un agujero negro de la historia de España contra las mujeres, la atrocidad más grande que se hizo con ellas".

Fueron dos los años que estuvo encerrada y que le marcaron de por vida, pero considera que "lo grave es que existe una pervivencia, es decir, estas mismas congregaciones del Patronato, en 1985 se reconvierten en ONG y ahora están gestionando los centros de menores y atendiendo mujeres maltratadas".

La autora persigue que esas congregaciones pidan públicamente perdón y cree que esa meta se está a punto de conseguir. 

A principios de los años 90, el reformatorio de Madrid desapareció en una voladura controlada y ahora es un solar. Hace tres semanas, regresó por primera vez, acompañada por Jon Sistiaga, para grabar un programa de Mediaset para la cadena Cuatro.  "Ahora crece la hierba y las únicas flores que hay son violetas, el color feminista. Es alucinante".

Sólo su madre, "a su manera", le ha perdido perdón por las cicatrices que aquel tiempo le dejaron en el alma. "Creo que ella fue la primera engañada, pero cuando en 2012 me vio en la televisión y vio a otras mujeres diciendo que habían pasado por lo mismo que yo, me creyó. Odié mucho los primeros años, pero no se puede vivir odiando. Ni siquiera a las monjas; bueno, al sistema, sí. Si al Patronato le tuviera que poner un nombre sería el de Francisco Franco Bahamonde".