Nos habíamos salvado de sufrir heridas o traumatismos en nuestro accidente pero perdimos el coche, atascado en el barro del campo de plataneros sin poder sacarlo de allí a menos que otro vehículo nos remolcara con un cable. Después de nuestros intentos en vano por salir de ese problema, nos dimos cuenta de que teníamos algunos curiosos espectadores desde la carretera observando nuestras maniobras. No sé de dónde salían, pero los curiosos fueron aumentando. Necesitábamos ayuda y quizá esa gente podía proporcionárnosla, de manera que Paco los llamó para que bajaran y empujaran del morro hacia atrás. Bajaron todos y lo intentamos así, pero sucedía lo mismo, las ruedas se hundían en el terreno tierno por la lluvia y no había forma de sacarlo. Nos dimos por vencidos.
En la carretera siguieron apareciendo algunos curiosos más que se quedaban allí mirando. Sin duda, para esa gente ver un coche de blancos caído en el campo de plataneros debía ser toda una atracción. Por suerte entre ellos surgió uno que parecía tener cierta autoridad y dijo saber la solución. Le preguntamos cómo. Es muy fácil -dijo-, se agarra entre todos y se saca. Sí, parecía muy fácil, pero decirlo era una cosa y hacerlo otra. Habría unas treinta personas pero no había sitio para todas a la hora de agarrar el coche, el Mitsubishi Montero debía pesar alrededor de 2.000 kilos, más todo lo que llevaba cargado, que además debía salvar una acequia y luego subir un declive de unos seis metros. A mí me parecía imposible.
El hombre se puso a dirigir la operación poniendo a todos los que se pudo alrededor del coche para levantarlo y sacarlo del barro. Casi no lo podía creer al ver que el coche se levantaba y a pequeños saltitos se iba moviendo. De este modo lo fueron llevando hasta la acequia. La primera parte estaba conseguida, ahora quedaba atravesar la acequia y subir la pendiente.
Para poder pasar la acequia la rellenaron de piedras por donde debían pasar las ruedas, entonces Paco se metió en el coche y puso en marcha el motor, detrás y en los laterales se colocó todo el grupo para empujar desde el momento en que metiera la primera y acelerase. Así fue como empujando todos a una el coche subió hasta la carretera, lo habían logrado. Al llegar arriba todos se pusieron a gritar y reír, exultantes por haberlo conseguido, aunque sin duda los más contentos éramos nosotros, nos habían sacado del apuro. Les dimos las gracias y Paco, para demostrarles su agradecimiento, sacó un fardo de cien billetes nuevos todavía con el precinto del banco y se los entregó al hombre que había dirigido la operación, diciéndole que ese dinero debía repartirlo entre todos.
Al llegar arriba todos se pusieron a gritar y reír, exultantes por haberlo conseguido, aunque sin duda los más contentos éramos nosotros
Entramos en el parque al mediodía, ubicado en un lugar que lo hacía diferente, una gran lengua de terreno situado entre dos lagos quienes a su vez estaban flanqueados por montañas, rodeado de agua por todas partes salvo por una franja de entrada que se estrechaba como un cuello de botella. Por sí solo ya tenía un encanto especial, pero lo mejor era que los animales vivían prácticamente en una isla y no podían salir de allí, lo que facilitaba mucho la suerte de poder verlos. Adicionalmente, al estar enclavado de forma estratégica rodeado de agua, a nosotros nos serviría para conservar mejor nuestra integridad.
A un kilómetro de la entrada se hallaba la casa de Bernard, el belga que se había hecho cargo del parque. Paco lo conocía de otras veces y se habían hecho amigos. Bernad era un tipo singular, un genuino hombre de la selva, una especie en extinción. Paco ya me había hablado sobre él, había nacido en el Congo y pasado toda su vida (ahora tendría más de cincuenta años) en la selva cazando animales salvajes para vender sus pieles. En los últimos años nuevas leyes habían prohibido la caza de esos animales y con ello finalizó su medio de vida.
Inevitablemente tuvo que abandonar la selva y los recursos de los que se servía. Después, al no encontrar otro trabajo decidió pasar a Ruanda, llegando a un acuerdo con el gobierno para regir por su cuenta el parque, por entonces inactivo, alquilándolo por un periodo de sesenta años. Le costó un año ponerlo en condiciones y una gran inversión de dinero, sobre todo porque en el parque no vivían muchas especies de animales y necesitó repoblarlo con otras especies, por lo que tuvo que contratar gente y camiones para ir al Parque Nacional de Akaguera y, con el permiso del gobierno, atrapar cuantos le hacían falta para llevarlos a su terreno.
De las especies que ya tenía el parque había dos en las que iba sobrado: cocodrilos e hipopótamos. A propósito de estos, nos dijo que en los últimos dos años habían matado a seis personas, eran muy peligrosos si los molestaban dentro del agua, algunos murieron cuando se bañaban en la orilla y otros al ir en canoa y pasar donde sin haberlo advertido estaban debajo los hipopótamos, su reacción era atraparlos con la boca y destrozarlos con sus potentes colmillos. Después de todo el trabajo realizado, incluido la mejora de instalaciones, justo al abrir el parque para el turismo empezó la guerra.
Bernad era un hombre de fábula y eso saltaba a la vista, su aspecto encajaba en la estampa perfecta del personaje imaginario de cualquier leyenda que pudiera vincularse con la historia africana
Bernad era un hombre de fábula y eso saltaba a la vista, su aspecto encajaba en la estampa perfecta del personaje imaginario de cualquier leyenda que pudiera vincularse con la historia africana, alto, fuerte, con una barriga considerable y una barba que descendía un palmo por debajo de su rostro, y en su actitud una mezcla de cazador, explorador y filósofo. Esa primera impresión se confirmaría después plenamente cuando nos fue contando fragmentos de su vida. Para empezar ya me sorprendió hablando en español, y más aún al presentarme a su mujer, una mujer menuda, dulce y delicada que se llamaba Adelina y era mexicana. Formaban la pareja más extraña que había conocido nunca. Por la tarde en una conversación que tuve con ella y le pregunté cómo había ido a parar a esa parte de África, me dijo que hacía unos años había llegado como cooperante al Congo, allí había conocido a Bernad y se quedó a vivir con él. Luego decidieron pasar a Ruanda.
Éramos los únicos visitantes del parque, ya no ese día, sino en meses, de forma que todos los bungalós repartidos por el campo estaban disponibles. Paco escogió uno más alejado de la casa donde vivían Bernad y Adelina, era de ladrillo y estaba pintado de blanco, pero tenía la forma circular de una choza y su mismo techo de palma, contando con un baño en su interior. Descargamos el coche y nos comimos unos sandwiches que nos había preparado la mujer de Paco, después cogimos el coche e hicimos la primera incursión en el parque, tenía unos trece kilómetros de largo y unos cuatro en su parte más ancha.
Las orillas poseían abundante y espesa vegetación, el interior en cambio se encontraban más despejado, tanto la vegetación como los árboles eran de especies diferentes a los de las orillas dejando espacio libre entre ellos, poblado en su mayor parte de matorrales y hierba baja, lo que favorecía el avistamiento de animales. Esa tarde nos limitamos a hacer un reconocimiento del parque, en el cual nos cruzamos con varias especies de mamíferos. La sensación era muy diferente a la que tuve en otros parques africanos, aquí podíamos bajarnos del coche y caminar a nuestro aire o tratar de acercarnos a los animales, un valor altamente apreciable para disfrutar del parque de una forma más natural y auténtica. Además éramos los únicos allí, por lo que teníamos el parque en exclusividad para nosotros.
Al atardecer cogimos unas cervezas y fuimos al restaurante, situado junto a la casa de Bernad y emplazado en una terraza descubierta sobre un pequeño montículo, rodeado de césped, plantas y flores muy cerca del lago, el cual podía servir como observatorio para ver a los hipopótamos en la orilla del lago cuando salían del agua a comer hierba, llegando incluso hasta la balaustrada que separaba el restaurante del prado.
Adelina y Bernad formaban la pareja más extraña que había conocido nunca
Le pedimos a Bernad que nos acompañara para tomar una cerveza antes de la cena, de la que se ocupaba Adelina. Allí nos ilustró, sobre todo a mí, con sus conocimientos sobre África, transportándonos con sus relatos a un mundo de cuento. Le preguntamos por algo que nos inquietaba: durante el reconocimiento del parque escuchamos disparos lejanos que provenían del otro lado del lago, él nos dijo que provenían de Akaguera, hacía un mes que se combatía dentro del mismo parque, aunque, en tono de broma, nos tranquilizó diciendo que no nos preocupáramos, hasta allí no llegaban los tiros.
La guerra era mala para los ruandeses e igualmente para Bernad, a él lo había arruinado. Había puesto todo su dinero en ese parque y desde su apertura se vio privado de clientes para recuperar su inversión, con la guerra no había llegado ni un solo turista, sus únicos clientes habían sido algunos residentes extranjeros que vivían en Kigali.
Ya esa primera tarde Bernad nos contó varias historias de su vida: había sobrevivido a mordeduras de serpiente, ataques de felinos, ataques de humanos, mostrándonos las cicatrices que le dejaron sus heridas. Había estado cerca de la muerte en muchas ocasiones y nada podía asustarle.
Entre las cosas que nos contó recuerdo una curiosa anécdota. Viviendo en el Congo una vez que salió de caza y dejó a su enorme y agresivo perro custodiando la casa atado a una larga cadena, cuando regresó en la tarde el perro había desaparecido, y en su lugar, sujeta a la cadena, encontró a una gran serpiente. La serpiente se había tragado al perro, cosa que le costó quedarse enganchada a la cadena. Al contrario que a mí, a Paco le fascinaban las serpientes, de manera que nuestro amigo nos contó las que podríamos encontrar allí cuando saliéramos al día siguiente. Yo, la verdad, prefería no encontrarme a ninguna.
Adelina nos trajo la cena a la terraza, una cena muy acorde al lugar donde estábamos: asado de facotero y de impala, acompañado de una ensalada. En realidad, Bernad tenía que matar a algunos animales del parque para sobrevivir.
Después de la cena fuimos a acostarnos, hicimos el propósito de levantarnos a las cinco de la mañana. Según Paco el amanecer era el mejor momento para ver animales. Al acostarnos estuvimos hablando sobre la guerra, más específicamente sobre nuestra seguridad en medio de la guerra. En el silencio de la noche escuchamos durante un rato lo que debía ser disparos y detonaciones aisladas. Creo que Paco desconfiaba tanto como yo. Después de estar en la cama se levantó para asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada.
Nada más salir del bungaló de madrugada nos topamos con una manada de cebras justo delante, un buen comienzo para iniciar el día, y la continuación fue sencillamente inmejorable. Poder disfrutar en exclusiva del parque era un privilegio, y el hecho de poder andar a pie a nuestras anchas, prohibido en la mayoría de parques africanos, aumentaba el placer de estar allí. El encuentro con los animales era natural y fascinador, no importaba la dirección que tomábamos. Siempre encontrábamos animales a nuestro paso, por lo que en cada encuentro experimentaba una intensa emoción mezclado con ellos. Faltaban tres de los grandes, elefantes, rinocerontes y leones, pero en compensación estaba bien surtido de otras especies, especialmente de mamíferos, cocodrilos, hipopótamos, aves y serpientes.
En el silencio de la noche escuchamos durante un rato lo que debía ser disparos y detonaciones aisladas
La pesca era otra de las aficiones de Paco, de modo que después de varias horas caminando decidimos relajarnos un poco pescando en el lago. Lo de relajarnos es un decir, pues mientras tirábamos la caña teníamos que estar alerta de los cocodrilos. Antes Paco me había explicado cómo solían atacar a sus presas, usaban la táctica de no ir de frente, sino como pasar de largo para no crear desconfianza, pero acercándose en paralelo a la orilla. Entonces, cuando estaban lo suficientemente cerca atacaban dando un coletazo a su presa, esta caía al agua y de esta forma lo apresaban entre sus mandíbulas. Después de contarme esto y dejar las puertas abiertas del coche por si teníamos que echar a correr, la verdad que uno no podía estar muy relajado pescando.
Al atardecer volvimos a reunirnos en la terraza con Bernad y unas cervezas, le comentamos nuestros movimientos y le describimos todas especies que pudimos ver. Él nos escuchaba y nos daba consejos para ver determinados tipos de animales, diciéndonos el lugar más probable para encontrarlos. Cuando empezaba a anochecer uno de los empleados se encargó de encender las luces que había en el límite del césped cerca de la orilla del lago, de modo que los faroles plantados en el suelo iluminaban el prado y se podía ver a los hipopótamos cuando salían a comer.
De repente vimos al empleado correr hacia nosotros perseguido por uno de esos bichos, teniendo que saltar la balaustrada del restaurante para escapar del animal. Paco y yo nos reímos por lo cómica que nos pareció la situación, en cambio Bernad se levantó de mal humor y dijo: “A este me lo cargo hoy”. Pensamos que solo era una forma de hablar, pero no, entró en la casa y salió con un rifle en las manos. Sorprendidos le preguntamos si verdaderamente lo iba a matar y respondió que sí. Nos dijo que hacía tiempo uno de los hipopótamos se dedicaba a perseguir a sus empleados y ya estaba harto de eso, debía ser ese mismo.
El animal había regresado a la orilla y pedimos permiso a Bernad para acompañarlo, aceptó pero nos recomendó que permaneciéramos unos pasos por detrás de él, advirtiéndonos de que si no caía al primer disparo y quedaba herido debíamos correr sin pensarlo hacia la casa. Bernad se situó a unos doce metros del hipopótamo y nosotros unos tres por detrás de él. Así fue como asistimos a la muerte en directo de un hipopótamo. Estábamos frente a frente: mientras Bernard se preparaba para dispararle nos miró desafiante y abrió su enorme y poderosa boca, calculé que una persona no muy alta cabría entera entre sus fauces, a la vez que emitía un fuerte sonido capaz de escucharse perfectamente a 500 metros de distancia. El bicho infundía mucho respeto, especialmente al verlo tan cerca y en actitud agresiva. Paco y yo teníamos el cuerpo medio girado para echar a correr a la mínima, pero no fue necesario: un segundo después de realizar un único disparo el animal se desplomó en el suelo.
Ahora quedaba la parte siguiente: el despiece. Eso era cosa de los empleados y rápidamente se pusieron manos a la obra, primero se acercó uno para comprobar si estaba muerto y después le ató una gruesa cuerda en la pata trasera, luego llegó otro con un tractor y lo sacaron de la orilla remolcándolo a otro lugar. Allí lo enfocaron con las luces del tractor y los siete empleados que tenía Bernad cogieron sus machetes para comenzar el trabajo. En una hora tuvieron al animal descuartizado por completo guardando la carne en enormes baldes salvo la cabeza, Bernad se la dio a sus trabajadores para que se la repartieran entre ellos. Por último metieron la carne en un cuarto frío para cargarla en una camioneta a las cinco de la mañana. A las seis saldría Bernad con ella a Kigali para venderla en las carnicerías, había calculado que tendría más de 700 kilos para vender. Acababa de enterarme de uno de los recursos para la financiación del parque.
Mientras Bernard se preparaba para dispararle nos miró desafiante y abrió su enorme y poderosa boca, calculé que una persona no muy alta cabría entera entre sus fauces
Cuando al día siguiente nos levantamos a las seis de la mañana, Bernad ya había partido a Kigali, queríamos ver el amanecer y fuimos con el coche hasta un lugar que conocía Paco para apostarnos allí. Cuando el sol empezó a surgir como una bola roja en el horizonte tras el lago y las montañas, nos subimos al techo del Mitsubishi para utilizarlo como atalaya, contemplando también cómo sobrevolaban el lago grandes bandadas de aves o los animales que pasaban cerca de nosotros en busca de agua y comida, eran los momentos de mayor actividad en el parque. Ni siquiera hacía falta movernos de donde estábamos para ver y escuchar la vida en la naturaleza a nuestro alrededor. Aquella visión y aquellos rumores eran el primer desayuno del día, el que llenaba nuestro espíritu.
El día anterior habíamos quedado que Bernad nos llevaría con su barca para navegar por el lago y desde allí poder avistar las aves que se posaban en las orillas. Después de las historias que Bernad nos había contado sobre las muertes que habían causado los hipopótamos en ese mismo lago, no me hacía mucha gracia el paseo, pero en la tarde, una vez que Bernad estaba de vuelta, me embarqué con ellos, al menos no íbamos a ir en una simple canoa, sino en una plataforma flotante de bidones de gasolina que se había hecho él mismo. Paco subió con un arcón metálico donde llevaba su equipo fotográfico y Bernad con su rifle, que cargó allí mismo, una forma de saber que allí había peligro.
Al otro lado del lago se encontraba un frente abierto entre el ejército y los rebeldes, pero nosotros íbamos a navegar pegados a la orilla del parque. Nos dijo que estuviéramos alerta a los hipopótamos, solían estar la mayor parte del tiempo sumergidos en el agua, emergiendo de repente para asomar la cabeza y respirar. Si aparecían en nuestro camino debíamos avisarle para detener el motor o desviarnos, no podíamos chocar o herir con la hélice del fuera borda a ninguno de ellos. Lo cierto es que llevar a Bernad con nosotros era un seguro de vida. Veía él antes a los hipos con sus ojos que nosotros con nuestros prismáticos.
Al atardecer regresamos, satisfechos y sin novedad de nuestro paseo. Al llegar al embarcadero observamos que había alguien allí esperándonos, era un hombre al que conocía Bernard, se saludaron y nosotros recogimos las cosas para llevarlas al bungaló. Al despedirnos de Barnad hasta la hora de la cena nos dijo que esperásemos. Cuando terminó de hablar con el hombre y se éste se marchó, supimos que pasaba algo. Hay un problema, dijo.
Quedamos expectantes por saber de qué se trataba.
El hombre, que vivía en el pueblo más cercano, le había contado que por el día habían llegado unos militares para abastecerse de comida y tomar cervezas. Mientras bebían reunidos con más gente, alguien les comentó que en el parque había turistas blancos, eso despertó el interés de los militares, a los que debió parecer una buena ocasión para sacar un buen beneficio de nuestra presencia, comentando después que por la noche nos harían una visita. No nos dijo cuántos serían, pero estaba claro que si venían y lo hacían por la noche para cogernos por sorpresa, no sería para saludarnos.
Con Paco pensamos en recoger todo de inmediato y partir a Kigali, pero Bernad nos dijo que en la carretera y de noche habría más peligro para nosotros. Nos aconsejó quedarnos allí. Se sabía que durante la guerra los militares cometían robos, asaltos y auténticas atrocidades que luego quedaban impunes, permanecer en el parque era muy arriesgado, lo mínimo que podía pasarnos era que nos robaran todo, sin embargo Bernard insistió, creía que allí íbamos a estar más seguros. Gracias al chivatazo de su amigo sabíamos que iban a llegar y ya no podrían cogernos por sorpresa, sólo tenía que pensar en un plan para cuando llegaran.
Ruanda, diciembre de 1991