Después de llegar a Kigali, Ruanda, había conocido a Paco, un español que trabajaba allí para el Alto Comisariado para Refugiados de Naciones Unidas, y me había invitado a quedarme en su casa. Tenía un par de semanas libres como vacaciones de Navidad y me propuso ir juntos unos días a un parque nacional para ver animales. Yo esperaba encontrarme en Kigali con mis amigas Julie y Karen, a quienes había conocido en Uganda, pero por alguna razón se estaban retrasando. Como no estaba seguro de su llegada acepté la propuesta de Paco.
Salimos en su primer día de vacaciones. El día anterior anterior pasó la tarde organizándose todo lo necesario. No imaginaba que para cuatro días que íbamos a estar fueran menester tantas cosas. Aparte de las nuestras personales había algunas imprescindibles para Paco, como dos garrafas de 20 litros de gasolina, una nevera portátil llena de cervezas y comida, los aparejos de pesca para él y para mí, diversas herramientas que pudieran sacarnos de alguna dificultad, una linterna de mano y otra más grande con una potente batería, una soga resistente... y por supuesto su buen equipo fotográfico, Paco era un gran aficionado a la fotografía y a la observación de los pájaros. Había otras cosas que ya ni recuerdo, lo cierto es que observé que Paco era bastante organizado y previsor y cuidaba todo hasta el último detalle. Cuando lo tuvo todo listo y vi los preparativos, parecía que fuéramos a partir a una gran expedición.
Nos levantamos temprano, cargamos el Mitsubishi Montero y luego desayunamos antes de salir. Yo sólo llevaba conmigo una mochila pequeña con lo imprescindible, incluso Paco me regaló un pantalón corto vaquero suyo, ya que en Uganda perdí los únicos pantalones que tenía, sólo llevaba un par de camisetas, jabón para el aseo y la cámara. El resto, incluido el dinero, lo dejaba en su casa, en la que se quedaba su mujer belga.
Hacía un día espléndido y, dentro de las naturales reticencias al tener que movernos en un país en guerra, los dos estábamos muy animados. Enfilamos por la misma carretera por la que yo había llegado días antes desde Tanzania. Íbamos al Parque de Nyonza, que no figuraba en el mapa de Ruanda de mi guía de viajes. Paco me explicó que era un pequeño parque natural al sur del conocido Parque Nacional Akaguera y al norte de la ciudad de Kibungo, cerca de Tanzania. Lo curioso de este parque es que no estaba administrado por el gobierno sino por un particular. Tres años antes se lo había alquilado a un belga nacido en el Congo.
El trazado de la carretera transcurría a través de omnipresente paisaje de verdes colinas cuya ruta serpenteaba de forma continua entre ellas, elevándonos o hundiéndonos en su faldeo de formas agradables y redondeadas, penetrando en sus curvas inclinadas como si estuviéramos deslizándonos sobre el suave oleaje de un verde mar terrestre. Los árboles plantados como escoltas bordeaban la carretera a nuestro paso.
Entre ellos se integraban las casas de forma incesante, los militares y sus puestos de control también formaban parte del paisaje, aunque lo más inédito de aquel panorama sobre el que nos movíamos era la gente: a nuestro paso los encontrábamos tumbados en medio de la carretera. Ya había observado esta extraña forma de usar la carretera el día de mi llegada a Ruanda, lo que nos obligaba a reducir la velocidad y pasar despacio en zigzag para sortear a la gente acostada sobre la carretera teniendo cuidado de no atropellarlos sin que ellos se molestaran en lo más mínimo por moverse de allí. Su posición más común era sentarse al borde de la carretera, estirar las piernas hacia la cuneta y tumbarse de espaldas sobre el asfalto, la manera perfecta para que cualquier vehículo pudiera aplastarles la cabeza.
Lo más inédito de aquel panorama sobre el que nos movíamos era la gente: a nuestro paso los encontrábamos tumbados en medio de la carretera
Después de ver repetida la misma incomprensible acción, le pregunté a Paco por qué hacía eso la gente, ¿estaban locos? La verdad es que pasaban pocos vehículos al día por la carretera. Aun así suponía un alto riesgo, actuaban igual que las vacas, quienes a veces se plantaban en mitad de la carretera y no se movían de allí, siendo los vehículos quienes tenían que salirse de la carretera para esquivarlas. ¿No se dan cuenta de que los puede atropellar un vehículo?, le comenté a Paco. Respondió que si atropelláramos a alguno él no iba a parar a ver cómo estaba: si paro -dijo-, salen los familiares y amistades y me matan a mí a machetazos.
Para que comprendiera por qué la gente se acostaba en la carretera, me explicó que cuando terminaron de hacerla el presidente en un discurso público para todo el país dijo que las carreteras eran del pueblo y se hacían para el pueblo. Ahora -puntualizó-, todos creen que las carreteras son suyas. Como no tienen otra forma de utilizarlas se tumban encima, si alguien los llegara a atropellar la culpa sería del conductor, pues ellos están en “su” carretera, de forma que se vengarían de inmediato, y aquí en seguida sacan los machetes.
Después de un par de horas de camino dejamos el asfalto y tomamos una pista de tierra roja. De repente el sol desapareció y el cielo se cubrió de nubes, el paisaje también varió un poco, ahora entre las colinas había llanos en los que había cultivos de maíz y plataneros. El desvío por la pista de tierra nos trajo un tercer cambio: en la carretera eran los militares quienes se encargaban de los controles, ahora los realizaban milicianos armados vestidos de paisano. Difícil saber quiénes de los dos tenían más peligro. Cuando nos topamos con el primer control habían colocado un tronco entre dos horquillas a modo de barrera atravesando la pista. Nos detuvimos delante del tronco y un tipo armado con un kalashnikov se acercó a la ventanilla de Paco, al lado contrario había otros tres con machetes sentados sobre unas piedras, quienes al ver que éramos blancos se pusieron en pie, dejaron los machetes y cogieron sus kalashnikovs acercándose a la ventanilla donde estaba yo. El hombre que se acercó a Paco nos miró y acto seguido nos dio la orden de bajar del coche.
El miliciano nos hizo un pequeño interrogatorio para saber dónde íbamos, con qué motivo, por cuanto tiempo… Paco se encargó de responder mientras yo permanecía en silencio, observando cómo otros dos milicianos pegaban sus caras a los cristales de las ventanillas para ver qué había en su interior, quedándose pegados en la parte trasera, que iba llena de cosas. Uno de ellos le dijo algo en su lengua bantú al que nos interrogaba y este de inmediato nos preguntó qué llevábamos en el coche. Por no decirle cosa por cosa, Paco optó por darle una respuesta general diciéndole que llevábamos nuestros efectos personales, pero al miliciano esto debió resultarle demasiado ambiguo, quería saber qué era cada cosa y para qué servía. Uno de los milicianos que miraban a través de los cristales decidió por su cuenta abrir el portón trasero del coche para meter la cabeza dentro, ver mejor y tocar. El que nos interrogaba, poniendo cara de quien sospecha algo, nos pidió la documentación. Paco no sacó su propia documentación, sino un carnet que lo identificaba como personal de Naciones Unidas y se lo entregó. El miliciano, seguramente un campesino poco instruido, supo distinguir las claras siglas U.N. en azul e instantáneamente dijo: “¡Ah!, son ustedes de Naciones Unidas”.
El miliciano, seguramente un campesino poco instruido, supo distinguir las claras siglas U.N. en azul e instantáneamente dijo: “¡Ah!, son ustedes de Naciones Unidas”
Esa fue nuestra salvación, el miliciano le devolvió el carnet diciendo que no había problema y podíamos continuar, mientras los otros apartaban el tronco del camino.
Alejándonos de allí Paco me miró y sonriendo me dijo: “¡Macho!, el carnet de Naciones Unidas es un salvoconducto cojonudo, en cuanto lo enseñas se acaban los impedimentos. Algo cierto que pude comprobar en el siguiente puesto de control pocos kilómetros más adelante, donde se volvió a repetir el interrogatorio del puesto precedente y la curiosidad por saber qué llevábamos en la parte trasera del coche hasta que, como la vez anterior al pedirnos la documentación, Paco mostró su carnet de Naciones Unidas y automáticamente nos abrieron paso.
Al llegar a la cima de un pequeño puerto nos detuvimos para contemplar la maravillosa vista a nuestro alrededor. Paisajísticamente Ruanda está entre los países más hermosos de África, montañas, lagos, verdes colinas y frondosa vegetación. Señalando con la mano, Paco me dijo dónde estaba el parque donde íbamos, él ya había estado otras veces, las montañas de detrás eran ya Tanzania y las montañas al lado izquierdo el Parque Nacional de Akaguera, el más grande del país. Lo que no me dijo, seguramente porque lo desconocía, fue que justo en las montañas del parque de Akaguera había un frente abierto de la guerra, prácticamente al lado de donde íbamos a estar nosotros.
Súbitamente empezó a llover y tuvimos que regresar al coche, sólo nos quedaban unos diez kilómetros para llegar a nuestro destino. La carretera era una pista de laterita, una tierra fina de tono rojo y hierba verde entre las rodadas, estrecha y sinuosa en el descenso. Prácticamente sólo había espacio para un solo vehículo, aunque era difícil que pudiéramos encontrarnos de frente con otro vehículo, quizá por eso el Mitsubishi bajaba a buen ritmo, seguramente demasiado rápido para las condiciones de barro que estaba produciendo la lluvia en la tierra. Paco ya estaba acostumbrado a conducir en esas condiciones. Además conducía un todoterreno, no había por qué preocuparse, de hecho íbamos elaborando un plan de actividades para cada día, cuando de pronto se nos heló la voz quedándonos mudos y sorprendidos.
Al llegar a una curva el coche patinó y seguimos recto saliéndonos fuera de la pista y, literalmente, volando por el aire
Estábamos terminando el descenso, ya faltaba poco para entrar en la parte llana, cuando al llegar a una curva el coche patinó y seguimos recto saliéndonos fuera de la pista y, literalmente, volando por el aire. El barro había hecho derrapar al Mitsubishi y de un coletazo nos despidió fuera sin tiempo ni posibilidad de reaccionar. Fuera de la pista había un campo lleno de árboles unos metros por debajo nuestro, únicamente me dio tiempo de tensar los pies contra la parte delantera del suelo del coche y poner las manos sobre el salpicadero para soportar mejor el golpe. En un segundo sólo pude percatarme de una cosa, que íbamos a estrellarnos contra los árboles que había en aquel campo por debajo nuestro. Un segundo después sentí el impacto del coche en el aire contra los árboles y seguido el golpe al caer al suelo.
Lo primero que hicimos fue preguntarnos si estábamos bien y, milagrosamente, lo estábamos, aparte de un gran susto no nos había ocurrido nada. En aquel momento me acordé de la estampa de San Antonio que mi madre me daba siempre antes de cada viaje.
Salimos del coche para ver cómo había quedado y examinarnos a nosotros mismos después del accidente. No tuvimos ninguna lesión, y el coche, al estar reforzado con unas barras de parachoque, aparentemente no había sufrido daños considerables salvo una pequeña abolladura en los guardabarros delanteros. El peor momento fue ver que íbamos a chocar contra los árboles, los choques frontales contra elementos duros solían producir los accidentes con peores consecuencias. Sin embargo esta vez estábamos ilesos, en cambio había tres árboles derribados por el impacto del coche, tronzados igual que si fueran palillos. Nuestra suerte fue caer en un campo de plataneros. Al acercarme para verlos me di cuenta por qué: los plataneros tienen un tronco tan poroso como el de una esponja, su blandura explicaba por qué los habíamos tronzado con tanta facilidad. Los plataneros habían absorbido el golpe y habían servido tanto de amortiguador del impacto contra ellos como de la caída contra el suelo.
Pasado el susto Paco se metió al coche e intentó sacarlo de allí. Sin embargo las ruedas patinaban en la tierra y cuanto más lo intentaba más se hundían. Entre las cosas que habíamos cargado había un pala, con ella tratamos de desatascar las ruedas, pero no sirvió de nada. Paco desistió y salió del coche, se llevó la mano detrás de la cabeza pensando en una solución, pero la única solución posible era que otro vehículo potente nos remolcara con un cable para devolvernos de nuevo a la carretera. La cuestión era dónde íbamos a encontrar ese vehículo allí, era imposible.
Aún no habíamos llegado al parque y ya teníamos el primer problema. Debíamos decidir si quedarnos allí y esperar el paso de otro vehículo, algo altamente improbable, o ir caminando a pie hasta llegar al parque. Paco sabía que el dueño tenía un tractor y si volvíamos con él podríamos sacar el coche, el problema era que si dejábamos el coche solo lo más probable era que al regreso lo encontráramos vacío o incluso que hubiera desaparecido.
Ruanda, diciembre de 1991