Crucero en el Lago Tanganica

Un momento desagradable con intento de extorsión policial no consiguió deslucir la maravillosa sensación de aquel extraordinario viaje surcando las aguas del lago Tanganica

Marco Pascual
Viajero
05 de Mayo de 2024
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Marco Pascual, en el lago Tanganica
Marco Pascual, en el lago Tanganica

La travesía del lago Tanganica era un viaje mítico en África que atraía a muchos viajeros independientes y aventureros, se realizaba en el mismo barco alemán que fue trasladado hasta allí en piezas en el año 1914.  El barco salía una vez por semana los lunes, el trayecto empezaba en Bujumbura, Burundi, y terminaba en Mpulungu, Zaire, navegando a través de toda la costa tanzana. La primera parte del viaje, que iba de Bujumbura a Kigoma, en Tanzania, ya la relaté en el artículo “La incierta salida de Burundi”. Habíamos partido un 30 de diciembre, llegando a Kigoma el 31, suspendiendo el trayecto por un día para celebrar la Nochevieja, de forma que partíamos de allí el día de Año Nuevo.

En el hotel de Kigoma encontré a varios mochileros extranjeros que estaban allí con el mismo propósito. Cuatro de nosotros aprovechamos para ir a Ujiji, una población cercana de allí, célebre por ser el lugar donde el periodista Stanley encontró al doctor Livingstone, el viajero africano más ilustre, diciéndole en el momento de su encuentro las famosa frase: “Doctor Livingstone, supongo”.  La Nochevieja  la pasé con otros dos en una especie de almacén habilitado como club para cenar y bailar en la noche de fin de año.

Salimos de Kigoma el día de Año Nuevo al mediodía. Ahora el barco iba bastante lleno, aunque los extranjeros tuvimos la suerte (o el dinero para pagar) de conseguir camarotes en segunda clase, un aposento austero y claustrofóbico, mucho peor que dormir al aire libre tirado en cubierta como lo había hecho en la primera noche, aunque luego me di cuenta de que la cubierta tampoco resultaba un lugar confortable. El transporte de mercancías era una de las funciones del barco, en concreto la de pescado, que colocaban en todas partes metido en sacos, por lo que dormir en cubierta tampoco era agradable con el apestoso olor a pescado.

En el camarote disponía de una escueta litera de hierro y un mínimo espacio para meter la mochila bajo la cama inferior, entre ambas literas sólo había espacio para uno y mejor de lado. Mis compañeros eran una pareja de ingleses, ella era la única mujer de los nueve pasajeros extranjeros, y otro inglés que como yo viajaba solo. Las condiciones de viaje no eran muy confortables, se alejaba mucho del lujo y comodidades de los cruceros clásicos, pero este era un crucero africano y único, el confort era sustituido por la aventura y otras auténticas sensaciones que no podrían proporcionarnos las comodidades, y eso a todos nos dejaba en el rostro el visible signo  de la satisfacción.

Los camarotes, los cuales usábamos únicamente para dormir, estaban bajo cubierta. Por encima el barco tenía dos cubiertas, en la primera estaba el bar, nuestro principal punto de referencia para tomar cerveza o comer algo. La segunda, más reducida pero vacía de pasajeros, nos servía como terraza para tumbarnos al sol y tener un buen punto de observación, tanto del propio barco como de las verdes orillas de la costa tanzana  mientras nos deslizábamos sobre el logo, además era un excelente lugar para el relax en aquel viaje de casi tres días donde podíamos escuchar música, leer o intercambiar impresiones de nuestros viajes por África. El barco era un transporte público importante en aquella parte de Tanzania, el cual conectaba a todas las poblaciones a lo largo de la costa, lo que significaba hacer muchas paradas para recoger pasajeros y mercancías. Cada vez que sucedía una dejábamos lo que estuviéramos haciendo para asomarnos a la borda y observar.

El barco era un transporte público importante en aquella parte de Tanzania, el cual conectaba a todas las poblaciones a lo largo de la costa

El barco no atracaba en ningún puerto, simplemente porque no existían, se detenía a no menos de cien metros de la costa y fondeaba allí. Eran los pasajeros quienes llegaban hasta nosotros en barcas para abordar el barco, y lo mismo ocurría con las mercancías, debían traerlas en barcas hasta nosotros, lo que uno y otro se convertía en un proceso lento y tedioso, aunque también entretenido para quienes viajábamos por primera vez.

Embarcar no era nada fácil, la puerta de acceso al barco quedaba algo más de un metro por encima de la barca donde llegaban, tenían que trepar hasta ella ayudándose de una cuerda donde se agarraban con la barca meciéndose sobre el mar, operación que tenía un considerable riesgo de caer al agua. Sólo ponerse en pie y mantenerse ya resultaba una misión complicada.

Para las personas menos ágiles o con más temor al agua (la mayoría no sabía nadar), suponía una gran dificultad, con el riesgo añadido de caer al lago, cosa que sucedió en más de una ocasión al perder el equilibrio y no llegar a agarrarse a la cuerda colgante sobre la puerta del barco. Para tal contingencia tenían preparado un flotador que lanzaban al agua para quien caía allí.  En estas ocasiones se oía gritar a la gente ante tal desventura. Para la persona que sufría la desgracia de caer al agua, además del drama que suponía el temor por su vida, estaba la desolación de haber perdido la oportunidad de embarcar ese día.

Las plazas para los pasajeros eran limitadas, de manera que a medida que nos deteníamos para embarcarlos la operación se hacía más complicada, todos querían ser los primeros en subir tratando de alcanzar una de las cuerdas que colgaban para agarrarse antes de que el encargado de la admisión levantara la mano y dijera basta. Cuando llegaban varias barcas con pasajeros para embarcar, el ímpetu por abordar el barco hacía que chocaran entre si las pequeñas  embarcaciones, escuchándose gritos de desesperación por aferrase a las cuerdas antes que los demás.  Cada parada se convertía en un abordaje impetuoso y sin consideraciones entre los aspirantes a embarcar que nunca decepcionaba nuestra curiosidad.

En otras ocasiones, cuando la espera se hacía más larga por la carga de mercancías, quienes entretenían al pasaje éramos nosotros, los extranjeros. Después de cerciorarnos de que no había peligro de cocodrilos nos dábamos un baño en el lago junto al barco. Dos holandeses y otros dos ingleses empezaron lanzándose al agua desde la borda de la primera cubierta. Luego, una vez perdido el respeto a la altura, lo hicieron lanzándose repetidas veces desde la segunda cubierta, con una considerable elevación. Era un gran salto que imponía y dejaba impresionados a los tanzanos que se arremolinaban sobre la baranda del barco para ver el espectáculo.  Cuando el barco volvía a nevegar se terminaba la diversión y el pasaje recobraba la calma, nosotros nos reuníamos en la segunda cubierta y allí tirados al sol comentábamos apasionados la secuencia vivida.

Era un gran salto que imponía y dejaba impresionados a los tanzanos que se arremolinaban sobre la baranda del barco para ver el espectáculo

Al atardecer nos asomábamos a la orilla del Congo para ver la puesta  de sol, era fascinante observar los progresivos cambios de tonalidad en el cielo sintiendo la caricia de la brisa en el rostro con una botella de cerveza en la mano. Resultaba cautivador ver cómo el sol pasaba de tono rojo intenso como una bola de fuego al tono anaranjado, tiñendo las nubes del mismo color, pasando después al azul zafiro cuando el sol desaparecía de nuestra vista. Cuando por fin oscurecía del todo, las sombras recortadas de árboles y vegetación en la orilla ofrecían un panorama relativamente tenebroso, dependiendo de la imaginación de cada uno, aunque en la noche la luna y su brillo resbalando en el agua del lago era la imagen más idílica que podíamos contemplar.

La cena llegaba poco después de haber anochecido. Antes había que apuntarse en la cocina para saber cuántos pasajeros iban a cenar, y el menú era único para todos. Pese a que el barco iba lleno de pasajeros, la mayoría pernoctando sobre cubierta, en el restaurante éramos pocos, el menú era simple y económico. Aun así la mayoría del pasaje no debía tener suficiente poder adquisitivo para cenar allí. El primero solía ser una especie de sopa con cosas dentro, y de segundo pescado y patatas fritas, el postre en África era un lujo inexistente, ni siquiera había té o café.

El peor momento del día llegaba a la hora de dormir. El camarote era caluroso y claustrofóbico, al final del pasillo se encontraba un baño comunitario en deplorables condiciones de higiene con un lavabo donde apenas salía agua y una water sin tapa. En el camarote no podíamos estar de pie los cuatro a la vez, dos como mucho, y mejor si nos íbamos acostando de uno en uno. Creo que ninguno de nosotros usaba la ropa de la cama, simplemente colocábamos el saco de dormir y nos tendíamos sobre él.  De todos modos, aunque criticábamos las condiciones en que se encontraban algunas cosas, no nos quejábamos, sabíamos que no estábamos en un crucero de lujo.

Lo peor de las noches era el calor en el camarote, el alboroto que se organizaba en las paradas para cargar mercancías, en especial sacos de pescado, y el creciente olor a pescado en todo el barco. Sin poder dormir, Steve, el inglés novio de la chica, me propuso tomar un té y subir a ver qué pasaba en cubierta.  Acepté la propuesta, él se encargó de ir a por agua al lavabo y sacar el camping gas que llevaba para calentar el agua, la cual inspiraba poca confianza, estaba gris y sucia, seguramente con miles de bacterias capaces de amargarnos el viaje si la tomábamos, pero no disponíamos de otra, de manera que después de recapacitar concluimos que haciéndola hervir un buen rato morirían todos los bichos que llevara dentro. Después de hervirla quedaba una espumilla que aún le daba peor aspecto, aunque nos dijimos que ya no podía quedar nada vivo dentro e hicimos el té con ella. Luego el té le cambió el color  consiguiendo en parte hacer desaparecer nuestra aprensión.

En la noche la luna y su brillo resbalando en el agua del lago era la imagen más idílica que podíamos contemplar

Con el vaso de té en la mano subimos a cubierta. Al entrar en contacto con el aire exterior se regeneró nuestra sensación de ahogo y calor, aunque por otra parte empeoró la sensación algo nauseabunda que llegaba a través de nuestro olfato. Donde horas antes estaba despejado ahora había altas hileras apiladas de sacos llenos de pescaditos, con los pasajeros acomodados como podían tumbados en la cubierta para dormir. Esto debía ser la tercera clase del pasaje. A nosotros el fuerte olor a pesado nos resultaba mareante, a ellos sin embargo no parecía afectarles. Nos acercamos a la borda para mirar el proceso de carga. Iluminadas por una luz en el agua esperaban su turno de descarga varias canoas con más sacos de pequeños pescados. La forma de izarlos a bordo era a través de dos carruchas, con otra luz sobre cubierta que mal iluminaba la operación.  Parecía un trabajo sencillo, pero las prisas de unos y otros lo hacían complicado. Los sacos de pescados estaban comiéndose el espacio de los pasajeros, que debían moverse sin protestar y dejar sitio para la carga.  Parecía evidente que el pescado era más importante que los pasajeros.

Por suerte los sacos de pescado eran cargados en la primera cubierta, por lo que seguíamos disponiendo de la segunda para sentarnos o tumbarnos en ella con libertad. El trasiego de pasajeros continuaba en cada parada, unos bajaban y otros subían. Como novedad, en el segundo día, con las barcas de nuevos pasajeros para abordar, también llegaban vendedores en canoa para ofrecer comida a los pasajeros que, como no podía ser de otra forma, eran pescados asados del lago. 

La comida creaba expectación y revuelo, ya que la gente tenía hambre y los pescados eran asequibles para la mayoría, por lo que muchos estábamos asomados por la borda observando lo que tenían. En la carretera los vendedores alzaban sus cestos para vender hasta la ventanilla de los autobuses, pero esto era un barco y considerablemente grande, no parecía fácil poder contactar con los clientes, sin embargo solventaban el problema con relativa sencillez. Si el cliente quería un solo pescado lo pinchaban en el extremo de un palo de varios metros, luego tenían atados grupos de dos, tres y cuatro pescados, que entregaban a demanda del cliente atados al extremo del palo que parecía una pértiga. Una vez recibidos el cliente abonaba el pedido haciendo una bola de papel con el billete o billetes dejándolos caer al vacío sobre la barca, había que entregar el dinero justo, pues el vendedor no daba la vuelta.  Por suerte el viento estaba en calma. De haber soplado  hubiera hecho más difícil el método de pago.

Todos los extranjeros compramos pescados, pasando después por el bar para comprar cervezas. Con los pescados y las cervezas ascendimos a la segunda cubierta, casi como nuestra terraza particular, y sentados en el suelo de tarima disfrutamos de aquella sencilla pero sabrosa comida. No era el buffet de un crucero por el Mediterráneo, ni teníamos las mismas comodidades, pero lo disfrutábamos con igual o mayor satisfacción. El lujo de aquel crucero no tenía nada que ver con el confort, la ostentación o los placeres mundanos, en nuestro caso el lujo residía en las emociones que hacían vibrar el espíritu. Cosas tan simples como sentir la libertad de dejarse llevar por la corriente de la vida sin ligaduras, sin prisas, sin obligaciones ni objetivos marcados, siendo preferente lo espontáneo y la improvisación, manteniendo contacto permanente con las cosas naturales que el mundo ponía ante nuestros ojos para su admiración.

El lujo de aquel crucero no tenía nada que ver con el confort, la ostentación o los placeres mundanos, en nuestro caso el lujo residía en las emociones

Mpulungu, en Zambia, era el destino final de la travesía. Entre la tripulación había un policía tanzano que, faltando poco para llegar, llamó a su camarote a los dos holandeses del grupo.  Poco después regresó uno de ellos para preguntarnos si teníamos un determinado papel. Al parecer al revisarles sus pasaportes les comunicó que no estaban en regla, les faltaba el permiso para navegar por aguas de Tanzania, en consecuencia, no podían abandonar el barco si no pagaban una sanción de 20 dólares cada uno.

Revisamos nuestros respectivos pasaportes y ninguno contenía dicho papel o permiso, a ninguno se nos había mencionado que teníamos que pagar por viajar a través de aguas tanzanas. Sospechamos que solo se trataba de una artimaña para sacarnos dinero. Bajamos todos de inmediato al camarote del policía. Antes de que pudiera pedirnos lo mismo a cada uno empezamos a protestar y quejarnos antes su pretensión de estafarnos.  El policía se mantuvo en que era obligatorio tener ese permiso para transitar en aguas tanzanas, nosotros replicamos al unísono que nadie al embarcar en Kigoma nos había informado sobre ese supuesto permiso y mucho menos que tuviéramos que pagar, lo único que nos habían dicho era que se nos pondría el sello de salida al abandonar el barco en Mpulungu, comunicándole con firmeza que no teníamos ninguna intención de pagar. Nuestra unánime posición hizo desistir al policía de su intento de extorsión, terminando por ponernos el sello de salida en el pasaporte sin más alegaciones. 

Ese fue el único momento desagradable de toda la travesía, aunque no consiguió deslucir la maravillosa sensación de aquel extraordinario viaje surcando las aguas del lago Tanganica.

Lago Tanganica, primeros de enero de 1992

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