Todo allí es poesía: espectáculo de polvos, hojas, cortezas y semillas […]; mezcla de intensos aromas
Isabel Allende
Tomo prestado un texto de mi admirada Luz Marina Vélez, antropóloga. Magíster en Filosofía, docente en diferentes campos de la Antropología aplicada a fenómenos socioculturales y recordada amiga en mis viajes por Colombia, donde fue esencial para recibir el espíritu más gastronómico que he podido percibir junto con los que absorbí en China, un año más tarde.
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Las especias, del latín especies―condimento, sazón y aderezo― han seguido la evolución del gusto. Por tradición y moda han sido superlativos de aroma y sabor; metafísica del respirar lo celestial y saborear lo paradisíaco; aventura, comercio y conquista del delirio culinario por la maduración, la conservación y la condimentación de los alimentos.
De ambulante a sedentario, el comercio de las especias ha trazado rutas de riqueza y prestigio como las de las caravanas en Oriente, la piratería en el Mediterráneo y la globalización en Occidente. Conservadas en compartimentos de madera, frascos de vidrio, tarros de hojalata y cucuruchos de papel, las especias sostienen encantadora y mareadoramente imágenes del pasado en presente como las de la suntuosidad de la mesa tapizada de clavos de olor, nuez moscada y pimienta en Las mil y una noches.
De las islas de las especias en Indonesia, los bosques tropicales de la canela en Ceilán, los montes de macis en Sumatra, las florestas de jengibre en la China, y las selvas de vainilla en México, han viajado al resto del mundo semillas, cortezas, raíces y flores secas que realzan sabores, disimulan errores culinarios, activan la sensibilidad del paladar, potencian la memoria, frenan epidemias y sirven de base para perfumes y filtros de amor.
Achiote, sésamo, alcaravea, anís, semilla de apio, cayena, comino, galanga, hinojo, lavanda, pimiento, regaliz, rosa y wasabi son, en palabras de Rebelais, “arneses de boca” que han condimentado, desde la Antigüedad, leches, panes, vinos y carnes; aliñado, desde el Medioevo, salazones y perfumes; y especiado, en la Modernidad, la repostería y la confitería.
Pastelillos de sésamo como ofrendas a los espíritus en Padhola, sopa especiada para romper el ayuno del Ramadán en Marruecos, estofado de cordero con curry en los banquetes de El Cabo, café con cardamomo y canela en Etiopía y licor con comino, hinojo y alcaravea en Holanda son productos de la imaginación humana que vincula y separa, según Joyce, alimento y condimento, pues, según él, “Dios hizo el alimento y el diablo el condimento”.
Las dosis de las especias y el saber emocionado de su olor varían en los rituales de santidad, embalsamamiento, alimentación reservada, estatus, sueño y excitación. Desde los Jardines Colgantes de Babilonia ― donde una exclusiva combinación de cúrcuma, cardamomo y azafrán evocaba la tierra lejana de una de las esposas de Nabucodonosor ― hasta las tiendas especializadas en Katmandú―donde los visitantes se llevan, sin pagar, el recuerdo de un alucinante bosque aromático de masala, berbere, curry, mostaza y harissa, entre otras mezclas de especias, tiene sentido el canto de Victor Hugo que dice que “toda planta es una lámpara y su perfume es la luz”.